«La Marcha que desafió al poder y dejó huella»

El calor abrasador no detuvo la ola de resistencia. Con el asfalto ardiendo bajo los pies y las redes sociales convertidas en trincheras del odio, miles de personas inundaron las calles de Buenos Aires para desafiar al gobierno de Milei. Entre banderas, cánticos y la amenaza latente de represión, el orgullo y la rabia se entrelazaron en una jornada histórica. Desde el Congreso hasta la Casa Rosada, la multitud marchó para recordar que la diversidad no se negocia y que la historia no perdona a quienes intentan borrar derechos conquistados.

por Melina Schweizer

El sábado 1 de febrero, Buenos Aires amaneció con el peso de la historia sobre los hombros. En cada esquina, en cada callejuela adoquinada, en cada balcón con banderas colgando como testigos de otro tiempo, se respiraba la tensión de los días previos. A medida que el sol avanzaba en el cielo inmaculado del verano porteño, una marea multicolor comenzó a brotar de los barrios, una corriente humana que tenía una sola dirección: el Congreso.
Desde temprano, la Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista empezaba a cobrar forma. Primero en pequeños grupos, luego en columnas cada vez más densas, hasta que el latido de miles de personas hizo vibrar la ciudad. Se marchaba porque el miedo nunca había sido opción, porque la historia exigía respuesta, porque el presente imponía resistencia.

El calor del verano se adosa a la piel: 35 grados de fuego sobre la ciudad. A las 15 horas, llegué al Bloque Migrante del Centro Cultural de calle Tacuarí 362, un refugio de resistencia en medio del cemento porteño. Banderas, música y un grupo que se organizaba para salir a marchar.

Hace una semana, el Bloque comunicó que cerrará provisoriamente su local debido a la crisis económica y los altos costos. Una pausa hasta encontrar uno más accesible. Por eso, hacen un llamado a la comunidad para que apoye esta transición y proteja los elementos acumulados en sus siete años de lucha.

Denuncian la ofensiva anti-migrante y racista del gobierno de Javier Milei, y siguen firmes en su lucha por la Ley de Migraciones y la regularización migratoria. Invitan a la comunidad a sumarse a través de un aporte económico y participando de las últimas actividades. El comunicado concluye con una consigna poderosa: «¡Hasta que la dignidad migrante se haga costumbre!». Y el recordatorio inquebrantable: #MigrarNoEsDelito.

La chispa que encendió la mecha
Todo comenzó días antes, con un discurso. Unas cuantas palabras, pronunciadas en un foro lejano, pero cargadas de odio. Javier Milei, el presidente que llegó con promesas de libertad y recortes, hablaba en Davos con un aire mesiánico, declarando la guerra a lo que él llama ideología woke. Desde la derogación de la figura del femicidio como agravante en el Código Penal hasta la eliminación del cupo laboral trans y el DNI no binario, su gestión propone borrar del mapa derechos que costaron décadas de lucha.
Fue entonces cuando todo se precipitó. Una Asamblea Antifascista LGBTIQ+ en Parque Lezama prendió la chispa, y de ahí a la calle, sin pausas ni dudas. Del Congreso de la Nación a Plaza de Mayo, con un llamado claro: «No hace falta que seas LGBTIQ+ para marchar. Es clave unirnos todes”.

Una ciudad tomada por la memoria y la rabia
Las Madres de Plaza de Mayo, la CGT (dividida), las dos CTA, sindicatos, estudiantes y artistas como Lali Espósito, María Becerra, Natalia Oreiro, Migue Granados y Topa estuvieron presentes junto a otras personalidades como Eleonora Wexler, Virginia Innocenti, la periodista Ángela Lerena, el productor Pablo Culell y actrices como Julieta Ortega y Violeta Urtizberea, entre otres.

Los jubilados también dijeron presente.
Todos juntos, como en las páginas de una historia que se niega a repetirse. Alba Rueda, con la voz firme de quien ha visto el odio de cerca, lo dijo sin rodeos: “Marchamos porque conocemos el correlato de los discursos de odio con la violencia, porque esa fue la sociedad que nos gestó y hoy vuelve con la furia organizada del Estado.”

Esa tarde, Buenos Aires habló con el idioma áspero y luminoso de la resistencia. No con gritos huecos ni pancartas al viento, sino con una voz de piedra y rabia, vieja como las cicatrices que aún duelen en las paredes. Los muros se vistieron de consignas pegadas con furia, frases que no pedían permiso ni perdón: «No hay antifascismo sin antirracismo. A tu libertad le sobra racismo», «Mariconazos sí, mariconazis no. Gay, date cuenta».

La ciudad fue un temblor de música y cuerpos. Camiones avanzaban como navíos entre la marea de la multitud, entonando canciones que se metían bajo la piel. Performances en cada esquina: drag queens con labios afilados como navajas, artistas dejando su grito estampado en murales improvisados, estatuas vivientes que eran memoria y protesta. Y en el aire, el trueno de las murgas y las batucadas, tambores que eran corazón y pólvora, palpitando con cada paso, marcando el pulso de una Buenos Aires que nunca dejó de resistir.

Intentando subirme al techo de una camioneta, buscando una perspectiva nueva, algo que me permitiera ver más allá de la multitud, en descuido el equilibrio me falló, y estuve como diamante de béisbol, deslizándome por el asfalto en una pirueta torpe, tan desgarbada que la ironía no tuvo más opción que tomar el control. Caí sobre el pavimento caliente y, por un segundo, me tentó gritar “¡Prensa, me empujaron!”, recordando esa escena ridícula de Sebastián Simone, el funcionario de Morón que, en febrero de 2016, fingió una agresión con tanto dramatismo que, en lugar de indignación, desató carcajadas.

En ese momento, mi marido me mira con cara de preocupación y pregunta cómo me siento. Yo, con una sonrisa irónica, le contestó: “¿Y vos qué te parece?”. Lo extraño es que no suelo decir «vos», esa palabra que se arrastra por el aire porteño; yo, en cambio, soy de usar «tú», ese pronombre que me suena a sal de mar, a ritmo caribeño, a toda la sabrosura de mis raíces. Pero, en ese instante, me dejé llevar por el momento, la ciudad, la gente, y todo lo que pasaba a mi alrededor, alteró hasta mi acento. Y, por un segundo, hasta el sonido de mis palabras se tornó ajeno, debido a que utilicé palabras de un castellano que no era mío, pero que, por esa mezcla de caos y asombro, me pareció el más natural.

Desde el suelo, con la mirada fija en el polvo y las huellas que dejaba la multitud, entendí lo que estaba sucediendo. No eran solo cuerpos amontonados; era la historia misma avanzando, imparable, a su propio ritmo. Así que, sacudiéndome el polvo con la dignidad de quien no se deja vencer, trepé como la mujer araña, aferrada a la necesidad de seguir, hasta la cajuela de un camión detenido en plena Avenida de Mayo. Desde allí, el paisaje se desplegó ante mí como una pintura imposible: un tsunami de cuerpos, colores, edades y nacionalidades, todos meciéndose al compás de una misma causa.

Sin embargo, había algo más. Algo que no se gritaba, que no se escribía en los carteles ni en las banderas. Un silencio tenso flotaba en el aire. Muchos aceptaron ser fotografiados, pero cuando la cámara buscaba sus palabras, retrocedían. No era miedo, no del tipo que paraliza. Era un hastío más profundo. En un mundo donde la opinión ajena es un proyectil que se dispara desde la comodidad de un sofá, donde las redes sociales convierten cada palabra en munición, hablar se ha vuelto un acto de resistencia. Exponer la propia voz es ofrecer una trinchera.
Entre la marea, alguien —quién sabe si por audacia o por puro juego— me arrebató el logo de Mundo Poder, nuestro caballo de batalla en este tablero de ajedrez que son los medios. Pero no me detuve. Seguí avanzando, registrando el momento, con la boca seca por el calor y la ropa pegada a la piel, sintiendo cómo la multitud respiraba al mismo ritmo que yo.

Jorge, mi esposo y mi pequeño chihuahua, Leónidas, alias Culito, mi insólita escolta, caminaban a mi lado, sosteniéndome en silencio. Su presencia fue suficiente para darme el impulso que necesitaba, además de brindar soporte técnico: Me ayudaban con las cámaras, con la producción de imágenes que en minutos volaron hacia la redacción, donde la editora esperaba con la ansiedad justa, el café a medio tomar y la certeza de que esa cobertura importaba. Porque sí, era sábado y a nadie le gusta trabajar un sábado, pero ella sabía, tanto como yo, que había historias que no podían esperar al lunes.

Melina Schweizer es una periodista afro-migrante de origen dominicano que en 2022 fue galardonada con el premio Lola Mora por su desempeño profesional.

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