La Otra Historia de Buenos Aires

Segundo Libro: 1636 – 1735
PARTE VIII (continuación)

por Gabriel Luna

Robo para la Corona. Años 1644 – 1645. El gobernador Jerónimo Luis Cabrera ya había hecho tres embargos importantes: había impedido el comercio con un barco francés y otro portugués, perjudicando a los mercaderes porteños por las estrategias bélicas de la Corona; y había embargado el navío de Antonio Martínez Piolino para mandarlo en misión de inteligencia a España con pliegos del virrey, cartas del Cabildo, y cueros por cuenta propia. El siguiente embargo fueron los siete esclavos negros, valuados en 1861 pesos, dejados por el exgobernador Mendo de la Cueva a Tapia de Vargas como fianza para el juicio de residencia. “Pero como Mendo de la Cueva abandonó Buenos Ayres antes de hacer la residencia, antes de terminar su mandato, y jurando que jamás volvería, los negros parecían quedar sin causa”, explicaba Tapia de Vargas, “entonces Cabrera los tomó aprovechando la ausencia del dueño”. Y los “tomó”, no para él sino para pagar los gastos de una guerra inexistente, para liquidar al menos una parte de los sueldos de las tropas venidas desde Santa Fe, Tucumán y Chile a defender Buenos Aires. Gastos que debía pagar la Corona con recursos propios.
Esta conducta de Cabrera resulta original en extremo: fue el primer gobernador de estas tierras que robó para la Corona. Los gobernadores anteriores, salvo honrosas excepciones, cambiaron significativamente una preposición de la frase: robaron a la Corona.[1]

Ricos y pobres. Jerónimo Luis Cabrera, con las tácticas y prácticas militares, y ahora los embargos, enerva a la elite porteña. El Cabildo le resiste, se queja al virrey. Y Tapia de Vargas, que ha perdido el servicio de los esclavos “tomados”, se reúne con María Guzmán Coronado para que convenza a Juan de la Cueva -el hijo de Mendo de la Cueva- de presentarse y reclamar los esclavos. María Guzmán Coronado, la bella reina sin trono del Río de la Plata, aunque tiene ahora otros negocios, le escribe a Juan. Y vuelve a Buenos Aires el mozo Juan de la Cueva y Benavídez, antes gobernador interino del Río de la Plata y amante ardiente de la bella reina; pero ya no yace ni vive con ella, lo aloja su hermana Isabel, casada con Francisco Acosta Alberguería, en la amplia casa familiar con salón al frente, seis habitaciones, dos patios con frutales y caballeriza al fondo, comprada por 1300 pesos, en la esquina de la calle Mayor y Santo Domingo, frente al convento de los dominicos (hoy, Defensa y avenida Belgrano). [2] Reunida la familia, Tapia de Vargas inicia el pleito por los esclavos, y busca el apoyo de los capitulares con el argumento de evitar futuros embargos. Juan de la Cueva, Francisco Acosta Alberguería (cuñado de Juan) y Agustín Lavayén (contador y yerno de Tapia de Vargas, casado con Juana de Tapia y Rangel) se presentan en el Cabildo con el reclamo. El pleito crece y hace escándalo, hasta que cabrero Cabrera decide cortarlo dándoles cárcel a los tres protagonistas en el mismo Cabildo, destinándoles una sala y la pieza del portero Pedro García.[3]
La lección fue dura. Los capitulares o cabildantes (antecesores de los legisladores actuales), que eran precisamente los ricos y los representantes de los ricos, agacharon la cabeza y decidieron aumentar la carga tributaria a los oficios y a los productos de consumo. Decidieron recaudar más entre los pobres para evitar que Cabrera los embargara a ellos.

Juan Vergara, regidor perpetuo, pidió “que se cobre la media añata a todos los oficios nombrados por este Cabildo”. Esto afectaba en especial a los hombres libres que trabajaban con sus manos: herreros, molineros, panaderos, carpinteros, prácticos, barberos, sastres, zapateros… La media añata consistía en dar al fisco la mitad de los ingresos anuales y se aplicaba, hasta entonces, sólo a los oficios “intelectuales” nombrados por la Corona: escribanos, tesoreros, procuradores, alguaciles, depositarios, alcaldes provinciales… Oficios mucho más rentables que los oficios “manuales”, nombrados por el Cabildo. La extensión de la media añata encareció los servicios.
El otro impuesto controlado por el Cabildo era la alcabala. La alcabala consistía en un porcentual del precio del producto, que pagaba el vendedor al fisco. Y, como quienes vendían los productos básicos -carne, pan, yerba, vino- eran los estancieros y los mercaderes, es decir, los mismos capitulares y sus representados, ocurría que el mismo Cabildo fijaba los precios de los productos según las existencias, necesidades y conveniencias. Ejemplo. En marzo de 1645 el Cabildo visita los percheles de trigo y se contabiliza la cosecha en 5507 fanegas. Se fija entonces el precio de la fanega en 3 pesos: 1 peso de alcabala y 2 pesos para el productor. Y sabiendo que cada fanega da 60 panes, se calcula el precio del pan de libra y media en ½ real.[4] Es notable el cálculo de los capitulares, porque si se hacen las cuentas -considerando que 1 peso equivalía a 8 reales- resulta una ganancia mensual de 448 pesos para los molineros y panaderos, y una recaudación de 458 pesos mensuales para la Corona. Otra conclusión importante sobre el consumo (que puede extraerse del número de fanegas cosechadas) es la siguiente: se elaboraban en promedio 973 panes por día. Esto quiere decir que más del 75% de la población -estimada en 4000 personas- no comía pan.

La presión fiscal de la media añata y la alcabala produce pobreza. Aumenta el cuatrerismo, la prostitución, el desamparo. Hay mucha gente sin techo. Y el portero Pedro García, que ya no tiene pieza, porque Cabrera la ha destinado para cárcel, ahora vive con Amalia Rodríguez “La Reinita”, una prostituta madura y por retirarse, que tiene rancho en el arrabal de Taco Verde (hoy, zona del Obelisco). Pedro García pide 20 pesos a cuenta para casarse. El Cabildo le da 15. Una curiosidad: Agustín Lavayén, quien ocupa temporalmente la pieza de Pedro García a modo de celda, acaba de casarse y obtener una dote de 14000 pesos.
La desigualdad social resulta extrema. Difícil de conciliar. El gobernador Cabrera despide a la tropa chilena para atenuar la carga fiscal, también los roces entre pobladores y soldados. Y pide un cabildo extraordinario el jueves 13 de octubre de 1645. Gran expectativa. Cabrera preside ese cabildo y dice que: “Anoche, después de las avemarías recibí una carta penosa del virrey conde de Chinchón, donde se me avisa que la reina, nuestra señora, falleció el 6 de octubre del año pasado (1644), y manda el virrey que los vecinos y moradores hagan las exequias y guarden luto”.
La muerte de la reina Isabel de Borbón, llamada por su belleza e intelecto “La Deseada” -tal como a nuestra reina sin trono, María Guzmán Coronado-, produce una conciliación efímera en la Aldea. La bella Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV y hermana de Luis XIII de Francia, murió a los 41 años. Las pompas de sus funerales en Granada, los túmulos de varios pisos, los corales entre nubes de incienso en la Capilla Real, las elegías y los sonetos, las procesiones en toda España, la imponente columna de carrozas tiradas por caballos negros, y el entierro fastuoso en El Escorial, dieron lugar a fuertes emociones colectivas. Que llegan, un año después, a la remota y aislada aldea de Trinidad y puerto de Buenos Ayres. La muerte de Isabel de Borbón provoca una misa solemne en la Catedral de puertas abiertas el lunes 31 de octubre de 1645. Asisten de riguroso negro y cerca del altar, los notables de la Aldea -gobernador, oficiales, estancieros, capitulares- y la reina sin trono del Río de la Plata, la deseada María Guzmán Coronado, imagen sobresaliente con tules bordados de perlas, que tiene su propio séquito de ganaderos y mercaderes vestidos de tafetán y seda. Más lejos del altar, la seda y el tafetán disminuyen. Cruzando las puertas el negro se vuelve pardo, también marrón, las ropas son de lana. Entre la muchedumbre de la plaza, a la altura del Cabildo, están “La Reinita” Rodríguez, Pedro García, la gente de los oficios “manuales”. Y el conjunto, desde el altar hasta la plaza de tierra, da la impresión de cuerpos en concilio, desiguales pero unidos por la emoción de las reinas.
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[1] Son las honrosas excepciones: Hernandarias, Marín Negrón, Mendo de la Cueva.
[2] Se cría en esta casa a Juana de la Cueva y Benavídez, hija de María Guzmán Coronado y Juan de la Cueva. Hay más datos en la Parte VII de este libro.
[3] Para hacer esto, Cabrera pretextó una conjura porque Francisco Acosta Alberguería aunque era vecino casado con española, también era caballero portugués y potencial enemigo de la Corona.
[4] 680 gramos.

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La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)

Parte I
Parte I (continuación)
Parte II
Parte II (continuación)
Parte III
Parte III (continuación)
Parte IV
Parte IV (continuación)
Parte V
Parte V (continuación)
Parte V (continuación)
Parte VI
Parte VI (continuación)
Parte VII
Parte VIII

 

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