La Otra Historia de Buenos Aires

Segundo Libro

PARTE XXIIB

 por Gabriel Luna

Tras ser denunciado (traicionado, según su entender) y perder una fortuna en el contrabando de esclavos, Amador Rojas Acevedo deja el Perú y vuelve a Buenos Ayres. Llega una noche, subrepticiamente, creyendo por anónimos y suspicacias que su mujer, Gregoria Silveira Cabral, también lo traiciona. Pero no encuentra en el tálamo al amante sino a su suegra, Isabel Cabral, que al ver una espada apuntándola, clama horrorizada entre sábanas encomendándose a Dios y todos los santos y enumerando las virtudes de su hija. Amador Rojas no se convence. Abre cuartos, mueve arcones, baúles, los lleva con trabajo al patio, les prende fuego; y cuando Gregoria Silveira quiere calmarlo, mostrar razones, invocar a Dios, salvar los bienes, Rojas le da seis estocadas. No hay Cristo ni razones. La madre deja de plañir y corre a salvar su vida. Amador Rojas interroga a la servidumbre en el patio. Quiere hallar las pruebas de la traición. No lo consigue. Las esclavas y esclavos no le dicen lo que quiere oír. Los manda desnudar, los azota mientras vuelve a preguntar. Desoreja a una esclava por no haber oído, a otra le corta la nariz. En pocos minutos Rojas ha montado un infierno en la tranquilidad de la Aldea. Un quiebre en la noche. Se advierten de lejos las luces y los gritos. Y cuando llegan los vecinos, convocados y urgidos por la madre, Isabel Cabral -aún vestida de camisón y sábanas- encuentran llamas en el patio, las mujeres desangrándose, los cuerpos roturados por el látigo. Gregoria Silveira yace con heridas abiertas en peligro de muerte, la asisten la madre y el barbero. El alguacil frena el tormento de los esclavos, ordena apagar el fuego pero no detiene a Rojas Acevedo, quien se va a vivir a la casa de su hermano Tomás Rojas Acevedo, el mayordomo principal de la Aldea.

En 1668, ya pasados diez años de este suceso, Amador Rojas Acevedo ha vuelto a tener fortuna. Se ha dedicado a la política como su hermano, fue alcalde, teniente de gobernador, y fue el corregidor que arrojó la lluvia de monedas frente al Cabildo festejando la coronación del niño Carlos II.[1] Pero siguió siendo mercader, sólo que reemplazó el negocio del contrabando por otro de menor riesgo, aunque también sanguinario: la exportación de cueros.

Los cueros provenían de la matanza del ganado cimarrón que se había multiplicado libremente en las pampas. La caza de ganado salvaje, conocida como vaquería, fue en principio un derecho de los vecinos fundadores, los llamados beneméritos, que eran los colonos, campesinos de pocos recursos que sumaban las vaquerías a su sustento.

En la primera mitad del siglo XVII la elite de los vecinos fundadores fue reemplazada por una elite de mercaderes, sevillanos y portugueses, que hizo fortuna gracias al contrabando de esclavos. Terminado el negocio, por las presiones de la Corona y los comerciantes de la ruta del Pacífico a quienes perjudicaba el contrabando, la elite de mercaderes se dedicó a los cueros. Y como el precio de un esclavo en Buenos Aires equivalía a cien cueros, el negocio tuvo que ser de gran escala para suplir al contrabando. ¿Qué tan grande fue? Algunas cifras. En 1660 se exportaron 30.000 cueros; en 1670, 44.000; en 1674, 70.000; y en cada año de los siguientes más de 100.000.

¿Cómo eran las vaquerías? Al ubicar una manada, un grupo de jinetes armados con cañas largas que terminaban en filosas medialunas corrían a los animales -como jugando- para cortarles los tendones de las patas traseras (una oscura variante del juego de cañas). Al cortarles el tendón los animales se desplomaban y no podían volver a levantarse. Una vez dispersa la manada, los jinetes volvían sobre los caídos para ultimarlos y desollarlos rápidamente, muchas veces vivos, entre bufidos y aullidos estremecedores. Se estaqueaban los cueros al sol para que no encogieran. Venían carretas a buscarlos. Y los cuerpos quedaban en la pampa, halados de sangre. La carne se desperdiciaba, se convertía en carroña. La matanza no servía de alimento. Una aldea de 4000 habitantes no podía consumir 100.000 reses por año.

Sobre esta orgía de sangre se cebaron los mercaderes, y sobre esta sangre el gobernador Martínez Salazar hizo la obra pública de Buenos Ayres: la reforma contundente del Fuerte, la construcción de las defensas y de otro fuerte en el Riachuelo, y la construcción de la nueva catedral de tres naves -ubicada donde se levanta la actual- que costó 70.000 cueros. Las consecuencias de estas grandes matanzas fueron cuatro. Primera, el ganado cimarrón huyó a la pampa profunda y dejó de ser un sostén -por inalcanzable- para los campesinos de pocos recursos. Segundo, los indígenas -que también se sostenían con este ganado- compitieron con las vaquerías en la pampa profunda organizadas por los mercaderes. Tercera, surge la hostilidad por la obtención del recurso entre indígenas y españoles; y a las expediciones de los mercaderes se contraponen los malones indígenas. Cuarta, por la acumulación inclemente a comienzos del siglo XVIII se extinguirá el ganado cimarrón. Esto provocará el surgimiento o la reconversión de las estancias para la cría de ganado privado -antes se dedicaban a la agricultura y al hospedaje y la recuperación de los esclavos, tras los viajes extenuantes en las bodegas, y antes de emprender las travesías en carretas hasta Perú-. Otro incentivo para las estancias fue la cría de mulas, que tenían gran demanda en Potosí, y de yeguarizas, que eran fáciles de cuidar. Y así, entre mercaderes devenidos en estancieros, indígenas aniquilados, y campesinos devenidos en gauchos se forjará el actual modelo agro exportador.       

En cuanto a Gregoria Silveira Cabral, salvó su vida. Tuvo fortuna pero no tanto capital como su marido Amador Rojas Acevedo a quien inició juicio. No para encerrarlo por la crueldad y la sangre derramada (difícil asunto considerando los tiempos) sino para declarar la nulidad del matrimonio y que se le devolviera la dote. El juicio, contencioso y eclesiástico, duró alrededor de diez años y fue llevado en una de sus instancias por el obispo Mancha, quien fuera confesor de Gregoria Silveira. Los expedientes proporcionan un fresco de la intimidad de la época. Gregoria Silveira había prometido matrimonio a Alonso Guerrero Ayala -versión corroborada por el propio Guerrero- pero su padrastro quería casarla con Amador Rojas. Al resistirse Gregoria fue castigada con encierro y ayuno, y hasta amenazada con veneno -según declararon su madre y sus primas-. Tras casarse con Rojas hubo de inmediato diferencias y agresiones -según cuentan los servidores de la casa- hasta que Rojas, repudiándola de hecho, partió a Perú a contrabandear esclavos. Y se llevó la dote. Volvió una noche ocho años después, quebrado y subrepticiamente, cuando ocurrió el infierno.

El juicio, aunque era claro el abandono y la furia, iba a la larga. Gregoria estaba siendo castigada otra vez por la demora, ya no tenía honra ni sustento, no podía casarse ni tener placer y tampoco paz. Hubo más testigos. Entonces fue el obispo Mancha quien entendió, por expedientes y confesiones, que algo nefando terminaría revelándose si continuaba el juicio, algo que ofendía a Dios y era tan escandaloso que él no debía permitirlo, ni siquiera debía dejar crecer la sospecha (que ya estaba formándose), debía impedirlo, por la paz y tranquilidad desta república, por los fondos para construir la nueva catedral, por el orden y la defensa deste puerto. Debía evitar que se conociera lo que él ya tenía por cierto: que Amador Rojas Acevedo, el propio teniente de gobernador desta república, era bufarrón. Y así fue como el juicio terminó en brillante sentencia teológica a favor de Gregoria Silveira Cabral, quien volvió a casarse, tuvo fortuna, honra, placeres, y sobrevivió veintiocho años a Rojas Acevedo.[2]

 

(Continuará)             

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[1] Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Segundo Libro, Parte XXII.

[2]Gregoria Silveira Cabral se casa en 1670 con el capitán Gáspar Freyre Rosa. El capitán enferma y Gregoria queda viuda a los 42 años; pero aún sintiéndose joven y siendo dueña además de una regular fortuna se enamora de Miguel Riglos Bastida, un hidalgo navarro y apuesto soldado del Fuerte que tiene 24, y vuelve a casarse en 1673. Riglos se encarga de una estancia que tiene Gregoria en Arrecifes y hacen fortuna dedicándose a la exportación de cueros y a la venta de mulas en Perú. Riglos se dedica a la política y a la construcción de la catedral, Gregoria a las artes, la lectura, los placeres y la vida social. Así el matrimonio se extiende 34 años, hasta que doña Gregoria fallece en 1707.    

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La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)

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