La Otra Historia de Buenos Aires
Antecedentes
PARTE XXVI
Expansión del Imperio en Italia y el Río de la Plata
La leyenda Argentina
por Gabriel Luna
¿Cuándo surge la leyenda? En febrero de 1529. Cuando una modesta expedición terrestre regresa al fuerte Sancti Spíritus -en la actual provincia de Santa Fe-, trayendo algunas muestras de oro y plata. Así comienza la leyenda. La expedición, de sólo cinco hombres al mando del capitán Francisco César, ha recorrido durante tres meses montes, sierras y valles desconocidos para los europeos -en las actuales provincias argentinas de Santa Fe, Córdoba y San Luis- y ha vuelto con el asombro de la inmensidad. Fue afortunada (porque podría haber sido capturada o haberse perdido). Al mismo tiempo que ella, otra expedición, también saliente de Sancti Spíritus, pero mucho más numerosa y provista de bergantines, pertrechos y bastimentos, al mando de los almirantes Sebastián Gaboto y Diego García, remontaba con dificultad el río Paraná. La expedición náutica, siguiendo y limitada por la traza del Paraná llega hasta la confluencia del río Paraguay -donde la flota de Gaboto ya había estado- y tiene una disputa por la provisión de alimentos y el trato con los chandules -una rama meridional de los guaraníes-. Resulta normal para el “conquistador” europeo aprovisionarse y tener indígenas a su servicio por unas cuantas baratijas, lo considera un derecho y se violenta cuando esto no se cumple. Y el caso fue que los chandules no cumplieron, fueron insumisos, reaccionaron a la violencia; y además emboscaron a los españoles que incursionaron la selva en procura de alimentos o por otros motivos, causándoles algunas bajas. Ante la falta de sustento, señal de riquezas y servicios, los almirantes deciden volver. La flota llega al fuerte con estrecheces y apremios, pero la modesta expedición terrestre llega con la inmensidad en las pupilas y señales de riquezas.
Ante el fracaso de los marinos, crecen los dichos de la expedición terrestre, las señales de riquezas en las sierras. Y deciden quedarse. Acorde con el carácter “conquistador”, Gaboto ordena fuertes represiones a los timbúes, donde son capturados y humillados dos caciques, para garantizar así las provisiones y el sometimiento. Quedan en Sancti Spíritus 80 hombres bien pertrechados al mando de Gregorio Caro con tres bergantines, y los almirantes Gaboto y García bajan en otro a los surgideros de San Lázaro y San Salvador,1 en la actual costa uruguaya, para saber si han llegado refuerzos o noticias desde España y preparar a su vez una gran expedición cuando termine el invierno por el río Carcarañá, el que siguió Francisco César en la expedición terrestre.
Así fueron los planes. Hasta que una templada noche de septiembre de 1527 los timbúes, divididos en dos bandos al mando de los caciques Siripo y Manduré, acecharon Sancti Spíritus. La fortaleza es alargada, una empalizada rectangular de aproximadamente 10 metros por 50, construida sobre la barranca del Carcañará, tiene dos torres o mangrullos en los extremos, una casona de adobe y paja en el centro, un foso de 3 metros de ancho alrededor, una capilla y varias casas más. Hay sólo seis guardias, entre los mangrullos, la casona y la entrada a la empalizada (los españoles parecen confiados tras la represión de Gaboto), hay tres antorchas, sólo se escucha el agua en la barranca del río. Los bandos timbúes se acercan sigilosos como pumas y atacan a los guardias con una lluvia de flechas. Lo demás es el fuego en la casona, los gritos, los cuerpos atravesados por lanzas o hachas, un mangrullo que se desmorona, más timbúes que llegan con hachas y cuchillos, el fuego sobre las casas, combates desiguales junto al foso, y los españoles que huyen al río buscando los bergantines.
Llega la mañana siguiente, para gran sorpresa de los almirantes, un único bergantín al surgidero de San Lázaro en la costa del río Uruguay. Entre los sobrevivientes están Gregorio Caro, el cura Francisco García, y Alonso de Santa Cruz, un promisorio cosmógrafo y futuro cronista de Carlos V, que contará esta historia. De inmediato Gaboto ordena el contraataque, parten las fuerzas disponibles de las dos flotas (alrededor de 150 hombres) para salvar a sus compañeros y dar escarmiento. Pero ya es tarde. Crepúsculo. Algunas empalizadas caídas sobre los fosos. Una torre en pie y otra derrumbada. Casas y la capilla sin techo, incendiadas. Cuerpos flechados como puercoespines, otros mutilados. Sangre en la casona que fuera cuartel general y el despacho de Gaboto, decorado con cueros dibujados y labrados. Varias cabezas coronan en los troncos a pique de las empalizadas en pie como advertencia. Desolación y silencio. Cuenta el cronista que esa noche velaron a los muertos, juntándolos como pudieron en las ruinas de la capilla, que completaron así más de treinta cuerpos, que el clérigo García ofició la ceremonia, y que por la mañana los enterraron allí mismo en fosa común, con estruendo de armas y gran cruz de madera.
Los almirantes deciden abandonar el lugar, volver a San Lázaro y después a España. No han llegado refuerzos ni tienen fuerzas para enfrentar esto, dicen que después volverán con otros ánimos y un ejército poderoso a escarmentar a los tumbúes y alcanzar esa ciudad vista por César. Y así acaba la historia de este puñado de casas, fortaleza, cuartel, capilla, y unas pocas quintas de cultivo, que podría considerarse como el primer pueblo de europeos en el Río de la Plata -fundado por Gaboto hacía dos años-. El lugar hoy es parte de Puerto Gaboto, una ciudad de la actual provincia de Santa Fe, y ocupa tan solo una manzana entre la barranca del río Carcañará, las calles Zabala, Pérez, y la avenida Hurtado (parece conveniente el nombre dada la circunstancia).
Italia, Viena, y Pedro de Mendoza en Bolonia
Mientras tanto en Piacenza, Italia -a 11.200 kilómetros del humilde y ruinoso Sancti Spíritus-, el emperador Carlos V conversa muy animado entre mármoles de un palacio renacentista con Antonio Leyva y Pedro Mendoza, los héroes de Landriano. La batalla final que dio la victoria al Imperio en la guerra contra la Liga integrada por Francia y los Estados Pontificios. Landriano hizo posible que Carlos V esté precisamente aquí, en Piacenza, con un ejército de 12.000 hombres tomando el control del norte de Italia. Y Pedro de Mendoza, oficial de los tercios y enriquecido por el saqueo de Roma, de la misma edad que Carlos -29 años-, fue su paje, gentilhombre, compañero de aventuras amorosas y de viajes políticos durante ocho años. Hay un ánimo celebratorio en el ambiente. Aunque todavía, pese al triunfo, el emperador tiene una duda. Ha llegado con su ejército para consolidar la victoria en toda la región y ser coronado emperador de los romanos y del Sacro Imperio por el papa Clemente VII, pero algo lo detiene en Piacenza. Y es que todavía no sabe el resultado del avance otomano al mando de Solimán en Austria, donde reina Fernando, el hermano del emperador. El 27 de septiembre de 1527, pocos días después de que los timbúes asolaran Sancti Spíritus, los otomanos con gran ejército ponen sitio a Viena. Carlos espera el resultado. ¿Deberá intervenir? Ya está a 850 kilómetros de Viena. No quiere ser coronado en Roma porque se alejaría 400 kilómetros más. Escribe a su tía Margarita de Austria, a su hermano Fernando y a su hermana María de Hungría. Promete ayuda pero antes debe consolidar el territorio ganado en Italia. Una lógica ambición habsburga, probablemente comprensible entre ellos. Y pacta con el papa Clemente su coronación en Bolonia, que está a 750 kilómetros de Viena.
Las lluvias de otoño -en el Hemisferio norte- dificultan al ejército otomano el uso de la artillería. La habilidad y estrategia de los lansquenetes alemanes al mando del conde Nicolás de Salm, construyendo barricadas con el adoquinado de las calles, y la certeza de los arcabuceros enviados por María de Hungría hacen el resto. Los jenízaros -el ejército de elite otomano- pierden 15.000 hombres. Y sigue lloviendo. A mediados de octubre Solimán ordena la retirada a Constantinopla.
Los alemanes, los húngaros y los austriacos han detenido a los musulmanes y salvado a la cristiandad. Respiran aliviados los habsburgos y Carlos continúa su marcha triunfante por el norte de Italia hasta Bolonia para la coronación, que coincidirá con su cumpleaños número treinta.
Reunión de “conquistadores”
Mientras tanto en España coinciden Francisco Pizarro y Hernán Cortés. Pizarro deslumbra al Consejo de Indias en Toledo, muestra dibujos de la palaciega ciudad de Tumbes, en Perú, con plazas y altos templos y calles empedradas. Ofrece finas joyas de plata y oro a la reina Isabel de Portugal -esposa de Carlos y regente en su ausencia-. También muestra cinco nativos (traídos sin rutina de trabajo pero en calidad de esclavos) ataviados de ceremonial con plumas y tejidos de colores vivos, termina la exhibición con varias llamas, que corren por el salón provocando todavía más admiración que los indígenas. Y obtiene una capitulación firmada por la reina: la autorización, parte de los fondos y los títulos para invadir y someter al Tahuantinsuyo, el Imperio inca.
Cortés, con juicio de residencia en México, trae aún más regalos que Pizarro, un verdadero tesoro robado de Tenochtitlán, más indígenas, más promesas, y sigue a Carlos, con su verba incansable, por Zaragoza y Barcelona -escalas del viaje a Bolonia- deslumbrando a toda la Corte con el prodigio y potencial de “Nueva España”, México. Y obtiene merced de tierras, el título de marqués del Valle de Oaxaca y un nuevo nombramiento como capitán general de la “Nueva España” y del Mar del Sur -esto es nada menos que el Océano Pacífico-. Se casa con doña Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar y sobrina del duque de Béjar. Y el 27 de octubre de 1527 obtiene una capitulación firmada por la reina para el descubrimiento y conquista de islas en el Océano Pacífico. Esto último ocurre en Toledo, donde muy probablemente se haya encontrado y armado estrategias con Francisco Pizarro. Ambos son hombres de acción, tenaces, audaces, en extremo ambiciosos, y además son parientes. Pizarro, en ese momento de 51 años, es tío de Cortés, que tiene 44.
Mientras tanto en el Océano Atlántico, a miles de kilómetros de Toledo y de Bolonia, Gaboto y García vuelven a España. Traen mucho menos de lo expuesto por Cortés y Pizarro, en realidad casi nada, unas pocas muestras de oro y plata, y una leyenda que pretende compensar la falta: la de la Ciudad de los Césares. Viajan como han venido, por separado (ya no hace falta la alianza contra los timbúes) y cada cual con sus intereses. Ambos han infringido la capitulación de llegar hasta las Molucas, más Gaboto que García (y no saben que el Imperio ya se ha desprendido de esas islas). Por eso también crece la leyenda. Y por eso, Gaboto, asesorado por el joven cosmógrafo Alonso de Santa Cruz, cambiará su ruta e irá a Veracruz. Quiere hablar con Cortés y recibir su apoyo o una nueva propuesta antes de volver (no sabe que Cortés está en España). Descubrirá una nueva ruta desde Brasil a México, por el paso de Bahamas aprovechando los alisios del sur, pero al llegar a España será condenado a destierro en Orán.
(Continuará…)
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- Ver mapa de la zona en “Del infierno hasta la Argentina”, La Otra Historia de Buenos Aires, Libro Primero, PARTE XXIII, Periódico VAS Nº 158.