La Otra Historia de Buenos Aires
Antecedentes
PARTE VII
por Gabriel Luna
La Flota de las Molucas o flota de Magallanes está casi detenida en medio del Atlántico, entre el golfo de Guinea y Brasil. Están cerca de la isla Ascensión -uno de los lugares más solitarios del planeta- pero no lo saben. Llevan más de un mes de navegación y aventuras varias desde que zarparon de las Canarias el 3 de octubre de 1519. Han sido perseguidos por carabelas portuguesas, han escapado bordeando la costa africana, encontrado galernas y tormentas, han visto un raro “milagro” electrostático, nubes de peces voladores, calma chicha y tiburones. Pasan también por el racionamiento de la galleta y el vino, por una escena de sodomía, por un intento de motín. Y ahora esperan los vientos alisios para ir hacia el Suroeste y el Nuevo Mundo, pero están atravesando la franja del Ecuador donde no hay alisios, eso tampoco lo saben. Van lentamente hacia el Sur, casi al pairo, las velas tendidas y las jarcias distendidas. Así pasan los días, con racionamiento e incertidumbre. Pronóstico de tiburones, hambre y escorbuto. Hasta que les cambia la suerte. Vuelven a hincharse las velas y tensarse las jarcias. Magallanes entonces convoca al piloto Joao Carvalho, que había estado en Brasil, y junto con el piloto en jefe de la flota Francisco Albo examinan mapas del litoral brasileño en un preciado Livro da Marinaria, que pudo conseguir el Almirante, y trazan el rumbo hacia ese litoral, considerando la dirección de los nuevos vientos esperan llegar a Río de Janeiro.
Las naos forman entonces una línea -como indicaba la disciplina de la flota- y siguen a la Trinidad, la nave de Magallanes, hacia el Nuevo Mundo. Vuelven a latir las olas de la Mar Océano. Es 8 de noviembre de 1519. Los vientos vienen del Sureste, van hacia el Noroeste. ¿Llegarán a Río de Janeiro?
Mientras tanto, en esa dirección Sureste-Noroeste, pero mucho más lejos, a 10.000 kilómetros de Magallanes, Hernán Cortés también se mueve, cruza selvas, sube montañas, y entra por primera vez en Tenochtitlán, la ciudad sagrada azteca, ubicada en el actual DF México. Cortés ha sido invitado por Moctezuma, que lo confunde con un semidiós o un emisario del dios que vive en el Este, allende la mar, de donde viene el viento. Todo es inmenso. Los españoles -que vienen de la selva, de las sencillas aldeas totonacas, y de la Mar Océano- no salen de su asombro. A 2.500 metros de altura, Tenochtitlán y otras ciudades surgen de un gran lago salado rodeado de volcanes. Hay pirámides como catedrales, torres, templos, palacios y plazas entre calles de agua, recorridas por canoas, y calles de tierra. Estas calzadas anchas y rectas, de tierra y piedra, se iniciaban en las orillas del lago y llegaban -puentes mediante, para sortear las calles de agua- hasta la plaza central de la ciudad, que estaba -según la estimación de los españoles- a más de una legua de las orillas del lago -es decir, a seis kilómetros-.
Por una de estas calzadas, ingresa Cortés con reluciente armadura, plumas sobre el yelmo, caballería y séquito de capitanes y oficiales armados emplumados y abanderados, para encontrarse con el emperador mexica. Al cruzar un puente oye música, y ve llegar a un gran corte caminando hacia él ocupando media calle, compuesta por más de doscientos, señores y señoras ricamente ataviados, también emplumados, pero descalzos, observa Cortés. Y al ver más allá a Moctezuma en el centro de esa corte pero aislado, protegido del contacto, vestido con labores de oro, plumas verdes largas, collares de perlas y jade, Cortés desmonta y hacen lo mismo sus capitanes. A medida que avanza el emperador un grupo de señoras tienden ricas telas en la calzada para que sus pies no toquen suelo.1 Cortés se detiene, la corte mexica rodea al séquito español ocupando la ancha calzada, y Moctezuma se acerca precedido por las mujeres y toma la mano de Cortés, en un gesto sin duda de alta consideración. Hay zalemas -oficia de intérprete la señora Malintzin, más conocida como La Malinche-, hay generosa hospitalidad, un banquete, y hay un dispar intercambio de regalos: numerosas prendas delicadas y un tesoro de oro y plata por parte de los mexicas, baratijas y cuentas de colores por parte de los españoles.
Este encuentro, que marcaría el modo de la inserción española en el Nuevo Mundo y sellaría el destino de los Pueblos Originarios, se produce el 8 de noviembre de 1519 en la ciudad de Tenochtitlán, sepultada hoy y -sin lago- en el DF México, aproximadamente en la actual esquina de la calle República del Salvador y la avenida Pino Suárez.2 Y ocurre este encuentro, por coincidencia o no, cuando la flota de Magallanes varada en algún lugar del Atlántico empieza a moverse alcanzada por los vientos del Este.
Veinte días después de la llegada de los vientos, la Trinidad avista tierra. ¿Se trata de Río de Janeiro? No. Magallanes y sus pilotos conocían los alisios del hemisferio norte que soplan hacia el Suroeste, pero después de la excursión por África habían llegado a la franja del Ecuador, que no tiene esos vientos, y habían encontrado después a los alisios del hemisferio sur, desconocidos para ellos. Estos vientos, que no figuraban en el Livro da Marinaria, soplan hacia el Noroeste, de modo que la flota fue llevada bastante más al norte de lo calculado, hacia el oeste de donde estaban. Y la tierra que ven ahora es el Cabo San Agustín, consignado por el piloto Américo Vespucio -hoy llamado Cabo Consolación-, ubicado en el extremo más próximo a África del continente americano -cerca de la actual Recife-.
El 29 de noviembre de 1519, pasados tres meses de viaje, la Flota de las Molucas llega al Nuevo Mundo. Hacen una breve escala en San Agustín para buscar alimentos y agua. Y siguen. Van al Sur, bordearán la costa brasileña hasta encontrar a Rio de Janeiro. Hay hasta allí 2300 kilómetros de costa. Magallanes, el cartógrafo Andrés San Martín (que reemplazó a Faleiro) y el piloto Joao Carvalho observan, miden, anotan en el Livro, dibujan contornos y vientos, serán los nuevos planos para las flotas que los seguirán en la ruta de las Molucas (eso suponen). Les asombran los vientos, que no conocían y les salvaron la vida. Pero lo más asombroso ahora resulta la extensión, la vastedad de esta tierra descubierta por Yáñez Pinzón, mal cartografiada por Vespucio, y reclamada luego para Portugal por el explorador Álvares Cabral en virtud del tratado de Tordesillas. No sabe Portugal muy bien qué hacer con tan tremendo legado, se trata de un reino más dedicado al comercio que a la conquista. Y lo que hace es explotar y comerciar una madera rojiza y flexible, cara, muy similar a una que los europeos traían de la India, útil para construir determinados muebles e instrumentos musicales, llamada “palo brasil”. Palabra que acabará dando el nombre a todo el territorio. Sin embargo esta dedicación lleva menos de diez años y va menguando, dadas las dificultades del acarreo transatlántico. Una de estas empresas portuguesas de “palo brasil” tuvo como protagonista al actual piloto de Magallanes, Joao Carvalho, quien residió cuatro años en Río de Janeiro organizando las talas y los envíos de madera. De modo que Magallanes tiene referencias muy directas del lugar, e indirectas y profusas por Américo Vespucio que, además de la cartografía, dejó observaciones sobre fauna, flora y costumbres de las tribus guaraníes. Según Vespucio la temperatura cálida y la fronda de árboles altos, las hojas perennes de aromas refinados, los frutos diversos, sabrosos y sanos, y sobre todo la inocencia y la cordialidad de los naturales, hacían de este lugar un paraíso. Cierto es que Vespucio también daba cuenta de costumbres antropofágicas -que coincidían con las noticias llegadas a Sevilla de la frustrada expedición de Solís en el Río de la Plata-, pero no daba extrema importancia al asunto, lo mismo que el piloto Carvalho, quien ubicaba al canibalismo sólo en pocas tribus y como una costumbre ritual guerrera. Todo esto llamaba la atención de Magallanes y también otro asunto: conocer el verdadero dominio portugués del territorio, porque el lugar podría servir de escala en la ruta de las Molucas.
Finalmente la flota encabezada por la Trinidad arriba a la exuberante bahía de Guanabara. Y, ante la ausencia de barcos portugueses, fondea frente al cerro llamado hoy Pan de Azúcar, entre manglares y fondo intenso de selva, cerca de una construcción que Carvalho reconoce como la Aduana donde trabajaba. Es el 13 de diciembre de 1519, día de Santa Lucía, anota el cronista Pigafetta, hace un caluroso mediodía, se ve el fondo del mar, los botes bajan de las naos hasta el agua, una parte de la tripulación sube a los botes. Y el paraíso terrenal evocado por Vespucio se hace intenso, porque los reciben en la playa mujeres desnudas y sonrientes trayendo frutos. La dicha de estos hombres resplandece. En el transcurso de sus vidas nada podrá superar la felicidad de esta bienvenida. También acude la mujer que fuera esposa de Carvalho durante su residencia, junto a un hijo de él, ya de siete años. Se pierde la formalidad, no hay peligro, se arrían armas y estandartes, hace calor, los hombres también se desnudan. Magallanes y sus capitanes sonríen. Los curas de la flota se escabullen con sus cruces. Entonces llega la lluvia y produce alegría, parece una bendición profana. Hombres y mujeres en comunión se refugian en los manglares.
Los nativos agradecen a los tripulantes haberles traído la lluvia porque llevan semanas de sequía. Son gente inocente y sencilla, observa Pigafetta, que al ver bajar los botes al agua los suponen hijos de las naos. No tienen jefes, ni dioses, ni propiedad privada. Forman sí familias, algunas con varias esposas, y viven en cabañas muy amplias que llaman boi. Estas cabañas, con hogar y chimenea en el centro y hamacas para dormir en derredor -tendidas entre gruesas vigas-, son muy cómodas, pero están habitadas por varias familias y para nosotros pueden devenir ruidosas. Otra construcción notable son las naves, que llaman canoas y están hechas de una sola pieza con enormes troncos ahuecados por una piedra cortante. Bogan en dos hileras con remos similares a las palas de nuestros panaderos. ¡Tan grandes son los árboles que en una canoa caben hasta 40 indígenas! No hay mayores prisas ni disturbios entre los guaraníes, explica Pigafetta, tienen tiempo, son longevos, viven hasta los 125 años y algunos hasta los 140. Van desnudos del todo, hombres y mujeres. Se tiñen el cuerpo y la cara de un modo extraño, tienen los cabellos cortos y lanudos y no tienen pelos en el cuerpo porque se depilan. Los hombres tienen el labio inferior, y a veces también los pómulos, horadados por pequeñas piedras de colores y maderas aromáticas. Comen un pan redondo hecho con la médula de una palmera, toda clase de animales, peces, y varios frutos deliciosos, como esa especie de piña -llamada ananá- que nos ofrecieron en la bienvenida.
(Continuará…)
1. Dato del cronista Bernal Díaz del Castillo, un testigo ocular del encuentro.
2. Hay allí dos edificios históricos de época colonial, el Antiguo Hospital de Jesús y el Templo de Jesús Nazareno, en este último edificio que data de 1587, se encontraban los restos mortales de Hernán Cortés hasta mediados del siglo XX.
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