La Otra Historia de Buenos Aires
Antecedentes
PARTE XXXV
Pizarro y Atahualpa en Cajamarca
por Gabriel Luna
La subida asistida
El 8 de noviembre de 1532, una hueste exhausta luego de andar por desiertos, tierras y mares desconocidos durante más de dos años, luego de guerrear, sufrir una peste y fundar un pueblo fantasma, ahora sube la cordillera de los Andes. Va despacio, por senderos de piedras sueltas, los caballos llevados de las bridas para no resbalar; va sintiendo la inclemencia, la dificultad para respirar y el frío de la altura. ¿Qué busca?
La hueste tiene casi 200 soldados, tres guías intérpretes, varios curas, 60 peones tallanes que cargan toldos, enseres y provisiones, 66 caballos, una jauría de perros, dos falconetes -cañones ligeros-, cincuenta mosquetes, armaduras, lanzas, espadas, cruces, adargas, arcos, flechas y rodelas. Pizarro va al frente con los guías y 40 soldados. Han partido de la región mochica, donde los nativos son ceramistas, escultores y navegantes -actual pueblo de Zaña, cerca del océano Pacífico- y van hacia el este, a la profundidad del continente, hacia Cajamarca a 3.500 metros de altura, para enfrentar en un terreno desconocido y peligroso al ejército del inca Atahualpa que tiene más de 50.000 hombres. La relación es de 250 incas por cada español. ¡Resulta inconcebible! ¿Qué cosa los mueve?
Más allá de la fantasía religiosa predicada por Pizarro y los curas, de que son los nuevos caballeros cruzados protegidos por Dios que vienen a difundir la fe católica misericordiosa y la caridad, para salvar a los indígenas de la barbarie y enseñarles el camino a la vida eterna, lo que los mueve es la codicia.
Van subiendo con dificultad, guarneciéndose por las noches en los refugios de piedra construidos por los incas y consumiendo el charqui y la leña guardados allí -como habían hecho antes en los pueblos que encontraban, o en los tambos incas construidos en los desiertos entre Tumbes y Piura-. Y en uno de estos refugios sobre la cordillera, Pizarro recibe una embajada de Atahualpa, quien atento a las dificultades de la montaña le regala 10 llamas para facilitarle el traslado. Respondiendo la cortesía, y también al espionaje del Inca para medir fuerzas y enterarse de sus intenciones, Pizarro envía a un aliado tallán con un presente y un mensaje de agradecimiento y de paz al Inca.
Sigue el difícil ascenso. La mañana del 11 de noviembre, cuando los españoles están ocupando otro refugio inca, reciben una segunda embajada. Esta vez se trata del múltiple Ciquinchara, el noble orejón espía, diplomático, sacerdote, y gobernante de una región del Tahuantinsuyo, quien se había reunido con Pizarro en Serrán a mediados de octubre, y lo había persuadido de encontrarse con Atahualpa en Cajamarca.1 Para el asombro de la hueste, Ciquinchara, indiferente al clima y a la altura, llega como una aparición en una confortable litera cargada por ocho porteadores, acompañado de doce guardias sin armas a la vista, y seguido por una recua de llamas. Vestido de bermellón y dorado, Ciquinchara -elevado por los porteadores- observa el campamento manipulando un quipu de muchas cuerdas y varios colores, sentado muy cómodo entre almohadones bordados con guerreros mochicas, mientras los españoles van rodeando la litera. “Estoy aquí”, dice sin intérprete, en un castellano algo gutural y sonoro, “para dar la paz y la amistad del Cápac Inca Atahualpa, que quiere reunirse con todos vosotros en Cajamarca para yantar y reír”, dice con una sonrisa, y deja el quipu sobre un almohadón y levanta los brazos. Pizarro, con intérprete, agradece la invitación, hace una reverencia, y comparte la propuesta de paz y amistad levantando también los brazos. Entonces los porteadores se arrodillan bajando la altura de la litera. Un guardia trae un jarrón de cerámica con chicha, y otro llega con una bandeja y seis vasos enormes de oro sólido que deslumbran a Pizarro. Apenas puede disimular el asombro cuando bebe la chicha y sopesa su vaso, de oro fino, bien pulido. Se acuerda de hace más de diez años, cuando fue encomendero en Panamá y uno de los indígenas le dijo que era tanta la riqueza en un lugar del Sur que el rey no sabía qué hacer con el oro y hacía vasos. ¡Resultó cierto! Desde aquel día se había hecho el propósito de encontrar ese lugar. Luchó. Perseveró. Sacrificó mucho. ¡Y hoy, con la ayuda de Dios, lo encuentra!
El 13 de noviembre vuelve el tallán espía enviado a Cajamarca. No ha podido llegar hasta el Inca, se lo han impedido sus generales, que además lo trataron mal y no le dieron comida. Ellos dicen que los barbudos han saqueado pueblos, que han saqueado las reservas de agua y charqui en los caminos, y lo que es peor, dicen que han violado cinco vírgenes acllas en la ciudad de Caxas. Dicen que los barbudos son falsos viracochas, que toda la tropa no alcanza a cubrir media plaza, y que matarán a los caballos y a los perros con sus lanzas. El informe dista mucho de la propuesta de Ciquinchara, pero también es cierto que el tallán no habló con Atahualpa, y que está ofendido por el maltrato. Pizarro no acaba de creerle (tal vez deslumbrado por el oro). Pero por las dudas decide no alimentar a sus soldados con las provisiones traídas de regalo en la recua de llamas de Ciquinchara, por si estuvieran envenenadas -conoce del tema- y darlas a los cargadores tallanes (para observar los efectos en ellos y juzgar las intenciones del Inca).
Y la hueste sigue subiendo, los cargadores no muestran síntomas, y la montaña es cada vez más árida. Pasan frente a un bosque de piedras, las piedras simulando plantas (como si fueran adornos de la sequía), y siguen andando. Dicen los cargadores que los mochicas bailan y hasta hacen sacrificios humanos para pedir agua a los dioses, y que entonces llueve.
El 15 de noviembre avistan la ciudad de Cajamarca: un conjunto extenso de piedras claras, más geométrico y menos escarpado que el bosque de piedras. Se aproximan, distinguen los edificios, las distintas alturas. Y un par de kilómetros al este de Cajamarca avistan el campamento de Atahualpa: una serie interminable de toldos blancos, aún más extensa que la Ciudad. Hay allí un ejército de alrededor de 50.000 hombres. Los soldados españoles quedan aterrados, mudos. Una cosa era oír los informes de los espías y otra verlo con los propios ojos. Y no dicen nada, porque sobran las palabras, y porque si demuestran miedo, serán los propios cargadores tallanes los primeros en atacarlos. No deben pensar, se dice Pizarro, los soldados no deben pensar; y aprovechando un llano ordena una carga, entrar a Cajamarca a galope tendido, con todos los estandartes, las cruces y las armaduras, haciendo mucho ruido, y a continuación entrar con la infantería en formación, los cargadores y los dos falconetes.
Semejante espectáculo sirvió para calmar a la tropa, pero no tuvo efecto en el enemigo. La Ciudad está vacía. Pizarro la recorre al trote y ordena ocupar los edificios del perímetro de la plaza central, le parece el mejor lugar para resistir un ataque. Supone que Atahualpa podría atacarlos por la noche, y decide invitar a cenar al Inca, como ya había sido hablado en las embajadas, y hacer entonces, dice a los más cercanos, lo único que puede hacerse. De modo que envía a sus capitanes Hernando Soto y Hernando Pizarro -su propio hermano- y a veinte jinetes más hasta el campamento del Inca.
No logran deslumbrar a Atahualpa con las cabriolas ecuestres, las armaduras relucientes y los dichos grandilocuentes sobre el poderío español. Más bien, quedan ellos deslumbrados al ver los centenares de toldos blancos, recorridos por miles de guerreros bien armados con venablos, porras, arcos y hondas; y al ver la guardia personal del Sapa Inca, de más de quinientos hombres, con hachas y puñales largos, que moviéndose en perfecto orden les abre el acceso a un palacio de piedra. Atahualpa, que acaba de tomar un baño termal, los hace esperar. Luego les habla detrás de un cortinado, rechaza la invitación a cenar porque lloverá esta noche, pero dice que irá a comer mañana, y que espera una compensación por los desmanes que han cometido los barbudos en Caxas, en el trato con los curacas, por transitar sin autorización los caminos reales, y por no reponer las provisiones de los pueblos que encontraron, de los tambos y de los refugios. Se hace un silencio. Y finalmente se corre el cortinado. Alto, de túnica y capa policromas, mirada penetrante, el cabello suelto y largo, coronado con la mascapaicha -el máximo símbolo del poder imperial-, Atahualpa aparece en escena. Majestuoso, de la misma edad que Carlos V y también de movimientos lentos, hace una seña y surgen diligentes las acllas trayendo bandejas y vasos altos de oro para servir la chicha.
La emboscada de los ladrones
Atento al informe, Francisco Pizarro convoca a una junta urgente con sus cuatro capitanes, tres curas y algunos oficiales. ¡Son ellos o nosotros! No hay alternativa, hay que hacer lo planeado, dice. Y lo planeado es una emboscada, con todo el riesgo, lo ruin, la traición, el engaño, la patraña religiosa y el conflicto de principios que entraña. ¿Era ése el único camino? ¿Acaso no podían comerciar por lo que buscaban? ¿Acaso no podían volver por donde habían venido? Claro que podrían. Los incas no los atacarían. Si hubieran querido atacarlos ya lo hubieran hecho cuando los españoles subían penosamente la cordillera sin fuerzas ni resguardos. ¡Y no sólo no los atacaron sino que les brindaron refugios y provisiones! La visión de Pizarro es sesgada, obnubilada por la codicia y los vasos de oro. Y en la Junta, los curas y los oficiales acaban coincidiendo con él. Será arriesgar la vida para someter al Inca y sacarle el oro en nombre de Carlos V y del dios cristiano. Cae un rayo en Cajamarca y luego se oye el estruendo. Es de noche, llueve. Pizarro explica el plan; ha estudiado la plaza, está rodeada de muros altos y edificios donde esconderse, tiene dos entradas, tres calles que confluyen, y una construcción en el centro adonde probablemente irá el Inca: la plaza será el mejor lugar para la emboscada. Y el objetivo de la emboscada será dispersar al ejército inca y secuestrar a Atahualpa. Ése es el plan. Lo tiene muy claro Pizarro, secuestrará a Atahualpa, como su pariente y maestro Hernán Cortés secuestró a Moctezuma, y eso le dará las llaves del Imperio.
La masacre de Cajamarca
Hay dos versiones de lo sucedido la tarde del 16 de noviembre de 1532 en la plaza de Cajamarca. La versión oficial, de Pizarro, dice que en muy lenta procesión llegó el ejército inca a Cajamarca (pese a estar a sólo dos kilómetros de su campamento), que Atahualpa venía en una litera fastuosa de oro y plata cargada por 80 portadores vestidos de azul, seguido por otras literas correspondientes a generales y altos funcionarios imperiales -entre los que se encontraba Ciquinchara-. Dice esta versión que, llegado Atahualpa al centro de la plaza, donde estaba la construcción llamada Amaru Huasi, se extrañó de no ver a nadie, pese a la insistencia de los españoles en reunirse, y que Ciquinchara y los generales le respondieron que los barbudos debían haberse escondido por el miedo (difícil la comunicación entre literas y más difícil la recepción de los españoles). Dice la versión que entonces salió del Amaru Huasi el dominico Vicente Valverde -pariente de Pizarro- blandiendo un evangelio y una cruz y seguido por un lenguaraz, y que el fraile le hizo el requerimiento por el cual debía abrazar la fe católica y someterse a Carlos V, y que luego le leyó el evangelio y le dijo que escuchara la palabra de Dios (muy difícil debe haber sido para un lenguaraz traducir el requerimiento al quichua y mucho más el evangelio). Dice esta versión que Atahualpa le pidió a Valverde el breviario, porque no entendía, que lo examinó -como si fuera un quipu-, y que se lo llevó al oído (problema con la traducción de “escuchar la palabra”) y que luego se lo arrojó al fraile. Entonces, al rechazar la fe católica y no someterse a Carlos, sucedió la emboscada (¿pero por qué iba a someterse a un rey que no conocía y cambiar de religión, cuando él era precisamente el Hijo del Sol?). Dice esta versión que, al grito de guerra de “¡Santiago! ¡Santiago!”, dispararon un falconete y varios mosquetes sobre la multitud. Dice que aprovechando el revuelo y el desconcierto hubo dos cargas de las caballerías que aguardaban ocultas en los edificios del perímetro de la plaza. Dice que los jinetes cortaban con hachas y espadas, que los caballos pisoteaban a los incas, que una jauría salió a morderlos, y que dos regimientos de infantería salieron del Amaru Huasi y de otro edificio para continuar la matanza, y que uno de éstos -comandado por el propio Pizarro- tuvo la misión de secuestrar a Atahualpa.
La otra versión, de Francisco Chaves, también partícipe de la matanza, difiere en lo siguiente: dice que llegaron los incas en procesión a Cajamarca, cantando y bailando, acompañados de sonajas, quenas y cajas, con unos pajes de librea que barrían el suelo por donde iba a pasar el Inca. Dice que los españoles -cumpliendo con las costumbres aprendidas de los incas- le ofrecieron a Atahualpa buen vino, pero que los frailes Valverde, Yepes y Pedraza, una vez satisfecho el Inca, ofrecieron a los generales, consejeros y altos funcionarios, un vino envenenado que habían preparado para la ocasión -y que no era precisamente la sangre ni la palabra de Dios-. Dice esta versión que Atahualpa reclamó lo que se le debía en abusos, provisiones y usos de caminos y refugios. Y que además sabía del robo de oro, plata y esmeraldas perpetrado por los españoles en Coaque, y que por eso los llamó ladrones.2 Dice esta versión que fue entonces cuando empezaron a caer entre contorsiones los generales y funcionarios -entre los que estaba Ciquinchara-, surgió el desconcierto en la plaza, y empezó la emboscada a un ejército que no venía a guerrear y tampoco tenía líderes.
Puede elegir el lector o lectora entre la versión que le resulte más verosímil. El final de las dos es el mismo. El ejército descabezado se dispersa y Atahualpa es secuestrado por Pizarro para someter al Imperio y apropiarse de su riqueza. Multiplicar así el robo de Coaque. La diferencia entre las dos versiones resulta formal: engañar a los incas con el evangelio o darles el vino envenenado (la sangre del dios cristiano) para robarles la riqueza y someterlos.
(Continuara…)
1. Ver La Otra Historia de Buenos Aires en Periódico VAS Nº 168 y Nº 169.
2. Ver Pizarro y la cultura Jama Coaque en La Otra Historia de Buenos Aires, Periódico VAS Nº 164.