La Otra Historia de Buenos Aires

Antecedentes
PARTE XXXVI
Carlos V y Atahualpa, entre los Alpes y los Andes

por Gabriel Luna

Mientras Pizarro y su pequeña hueste cruzaban los Andes y se establecían en Cajamarca luego de secuestrar al emperador inca Atahualpa en noviembre de 1532, al otro lado del mundo -en el hemisferio norte a 11.200 kilómetros de distancia-, el emperador cristiano Carlos V con boato cortesano y al mando de un gran ejército, cruzaba los Alpes yendo desde Viena hasta Bolonia.

Viajes, intrigas, lujos y políticas de un emperador

Carlos había llegado con más de 20.000 hombres a Viena, para protegerla del avance otomano liderado por Solimán “El Magnífico”. Iba a producirse el segundo asedio turco a Viena, cuando Solimán inexplicablemente se detuvo y volvió a Constantinopla. Carlos V y su hermano Fernando, el archiduque de Austria, festejaron una victoria por la retirada, pero duró poco la alegría. Apareció una peste muy virulenta, y Carlos (como Solimán) decidió alejarse de Viena. Quería volver a España, celebrar allí la campaña de Italia y su coronación como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, pero antes quiere reunirse con el papa Clemente VII en Bolonia, en el lugar donde este mismo papa lo coronó con gran pompa hace casi tres años -precisamente cuando sucedía el primer asedio de Solimán a Viena-. Quiere renovar los votos que hicieron ambos contra el turco, y a favor de la expansión católica en el mundo; y proponer un concilio para limitar la reforma de Lutero en Alemania. Quiere también consolidar las alianzas en Italia, en especial contra Francisco I, el rey de Francia. Pero Clemente se ha retrasado y Carlos decide esperar en Mantua, hasta el arribo del papa a Bolonia. Atraviesa Austria, hace escala en Innsbruck, cruza los Alpes por el paso de Brennero, y entra a Italia con su ejército por la república de Venecia, para gran conmoción de los venecianos, que temen ser atacados. No ocurre nada de eso.

El 7 de noviembre de 1532 es recibido cordialmente en Mantua por Federico II Gonzaga, quien fuera promovido a duque de Mantua precisamente por Carlos hace casi tres años.[1] Gonzaga cumple su voto de fidelidad al emperador. ¿El papa y el emperador cumplieron sus votos? ¿Hay una expansión de la religión católica en el mundo? ¿Hay una consecuencia favorable de esa expansión?

Pizarro y su hueste cruzan penosamente los Andes y el 16 de noviembre traicionan a los incas -que les han ayudado- y les tienden una emboscada en Cajamarca, masacrando a cientos en nombre de la religión católica.[2]

Al otro lado del mundo, mientras espera reunirse con el papa, Carlos es agasajado en Mantua, pasa las mañanas en los bosques disfrutando de la cacería -su actividad preferida-, por las tardes prueba trineos de nieve -un reciente invento alemán- junto a señoras entusiastas que ríen mucho y lo lisonjean, después camina distendido y sin custodios admirando la arquitectura de la ciudad -que replicará en su palacio de Granada-, y por las noches asiste a representaciones, banquetes, bailes, y yacerá con alguna de las señoras mejor dotadas, hasta que le toque desayunar y volver a la cacería. Así pasan plácidamente los días, hasta que Carlos se lastima el dedo índice de la mano derecha en un accidente de caza, y su rutina matinal cambia a posar para Tiziano, quien le realiza un retrato de cuerpo entero de casi dos metros de alto -tal vez el más difundido-, donde aparece vivaz, elegante, ricamente ataviado, luciendo el toisón de oro, y sosteniendo con la mano derecha una espada y con la izquierda el collar de una perra (puesta allí como símbolo de fidelidad y sumisión), que olfatea dócilmente la coquilla de cuero del jubón que protege los genitales del emperador.

Tras un mes de holganza y espera, Carlos llega a Bolonia el 13 de diciembre de 1532 y se aloja, al igual que el Papa, en el palacio de Accursio, donde toman habitaciones cercanas para reunirse en privado y sin protocolos, tal como habían hecho hacía tres años en los tiempos de la coronación. La relación entre ellos, vista desde el público, es muy cordial: de besos y abrazos. Carlos lee un sermón en la misa de navidad, el papa Clemente bendice la espada imperial -la misma que aparece en el retrato de Tiziano-. Y los días pasan entre banquetes, espectáculos y reuniones secretas, donde Clemente promete hacer de inmediato un Concilio europeo muy amplio para resolver la cuestión de Alemania, promete desaprobar el divorcio del rey inglés Enrique VIII y Catalina de Aragón -la tía de Carlos-, persuadir a Francisco I de luchar o aportar fondos en la lucha contra el Turco, promete hacer una Liga italiana en comunión con España… Pero, salvo lo del divorcio, nada de todo esto ocurre o va a ocurrir. Tampoco, dado el secretismo de las reuniones, hay documentos o testigos que obliguen al Papa a cumplir sus dichos. Es más, entre estas reuniones, Clemente recibía a enviados de Enrique VIII y de Francisco I y aceptaba propuestas muy contrarias a las que él mismo le hacía a Carlos. Tal era, por ejemplo: la de Francisco I, el rey de Francia, que ofrecía el matrimonio de su hijo Enrique de Orleans con Catalina de Medici, una sobrina del Papa; y se comprometía, dieciocho meses después del casamiento, a invadir Italia y recuperar el ducado de Milán para asignarlo a la pareja.

Ajeno a este juego de intrigas, sin el consejo de Gattinara -quien fuera su gran canciller, el estratega y artífice político del Imperio, al unir la acción militar y la expansión con la religión-, Carlos, envuelto en los engaños y ardides del Papa, le cree, y escribe a su hermano anunciándole un pronto Concilio para resolver el problema de Lutero. Carlos está satisfecho. No encuentra una razón para el engaño; parece no advertir la enorme presión de su ejército en Bolonia, ni recordar que ese mismo ejército hace seis años arrasó Roma, la saqueó transformándola en un infierno, y capturó al papa Clemente en el castillo de Sant’Angelo, quien ofreció un rescate por su vida de 400.000 ducados.[3]

Carlos festeja su cumpleaños 33 en Bolonia -el 24 de febrero- contento por su gestión, sin sospechar que Clemente le está haciendo perder el tiempo o algo peor. Y parte hacia el ducado de Milán en marzo -200 kilómetros al noroeste de Bolonia- afianzando su poder, junto a la nobleza italiana, su corte, los tercios españoles, el general Leyva y el capitán Mendoza -futuro adelantado del Río de la Plata-, celebrando el aniversario de la batalla de Pavía, donde se consolidó la conquista imperial del Estado de Milán y fue capturado Francisco I, que ameritó un rescate de 2.000.000 ducados.

Desde Pavía, Carlos pone rumbo al sur hasta Génova. Y allí embarca su gran ejército en las galeras de Andrea Doria. Es un multitudinario y costoso viaje que, además de soldados y pertrechos, transporta mujeres, niños, alimentos, y una corte completa con todo su servicio y accesorios, que hace un total de más de 20.000 personas, a las que hay que sumar 1.500 caballos y otros animales domésticos -tales como la perra del retrato- y otros de consumo. La flota, así cargada en exceso y yendo contra viento y marea rumbo al suroeste, avanza lento, con mucho remo, y tarda dos semanas en recorrer 800 kilómetros hasta llegar a Barcelona los primeros días de mayo.[4]

El rescate de Atahualpa

Mientras tanto en Cajamarca, al otro lado del mundo, Pizarro está exultante con su llamada “conquista” (que fuera en realidad, una acción criminal vergonzosa y sórdida) [5] y se considera a sí mismo un gran general, prácticamente como Leyva, el estratega y vencedor en la batalla de Pavía. Pizarro no percibe las diferencias. Tiene de rehén al emperador inca Atahualpa para no ser atacado, y lo considera un cautivo. Esto es tan así, que Pizarro acuerda un rescate por la libertad del Inca, como si se tratara de un prisionero de guerra y no de alguien que está preservando con su vida a una pequeña hueste, menor de 200 hombres, sin suministros propios y aislada en un difícil territorio desconocido, del ataque de un ejército mayor de 100.000 hombres, con suministros, refuerzos y en terreno conocido. Es -volviendo al ejemplo anterior- como si Pizarro se considerara Leyva y hubiera hecho prisionero en la batalla de Pavía al rey de Francia, y entonces pactara un rescate. No es esa la situación. Pero Atahualpa ofrece por su libertad llenar de oro una habitación hasta la altura de su brazo extendido y también llenarla dos veces de plata. Entonces Pizarro, obnubilado por los brillos metálicos y la ambición, no puede resistirse, consulta con sus capitanes y acepta, da su palabra. Atahualpa pide dos meses para cumplir la entrega, hace contactos, convoca, prácticamente casi gobierna el Tahuantinsuyo desde su prisión. Y el oro y la plata empiezan a llegar, cargados en llamas a través de los Andes, en forma de planchas, collares, brazaletes, copas, vasos, fuentes, anillos, calendarios, sillas y los más diversos enseres, ante el asombro, la avaricia y la alegría de los españoles, que nunca habían visto tamaña riqueza. Entonces la imagen de Atahualpa cambia para ellos: de indio solitario, irascible y soberbio, se transforma en un emperador espléndido, noble y benefactor, que los está haciendo inmensamente ricos; y cada noche el Inca cena con Pizarro y sus oficiales.

Lo cierto es que a través de los curacas que traen los tesoros y de una red de espías, Atahualpa se informa, gobierna, intriga, deja de ser el rehén útil para la supervivencia de la hueste. Se entera, por ejemplo, del acercamiento de los españoles a su rival Huáscar, entiende que, si se produce una alianza entre ellos Pizarro, tendría un poder absoluto y manda a matar subrepticiamente a Huáscar. También hace un contacto a través de espías con su hermano, el general quiteño Rumiñahui, para asediar San Miguel de Tangarará -la primera fundación española en Perú-[6] y a Cajamarca. Queda claro que Atahualpa se torna peligroso para Pizarro. Mientras tanto el oro sigue llegando. Algunos españoles -autorizados por Atahualpa-, acompañan a los incas a buscarlo: Hernando Pizarro con una delegación lo busca en el templo de Pachacamac en la costa, y tres soldados españoles voluntarios van en delegación a la sagrada ciudad de Cuzco en un viaje de 1.900 kilómetros por los Andes rumbo al sur.

El 25 de marzo de 1533 (como si hubiera percibido la afluencia del oro) llega a Cajamarca Diego Almagro “El Tuerto” -uno de los socios de Pizarro- con una hueste de 120 soldados y 84 caballos. No sale de su asombro al ver tanta riqueza acumulada. Hay en principio un encuentro fraternal, luego surge una desavenencia en cuanto a la riqueza, porque la hueste de Pizarro (y también Pizarro) considera que no debe repartirse el rescate entre los recién llegados. Pero como se han visto tropas de Rumiñahui merodeando a cinco leguas de Cajamarca, Pizarro -para acrecentar la fuerza y la buena relación- consiente en distribuir, llegado el caso, una pequeña parte con los soldados nuevos.

Pasa un mes, a Almagro le molesta cada vez más Atahualpa, lo considera peligroso, y además está el asunto del rescate, le parece justo que se reparta principalmente entre quienes vencieron al Inca, pero la situación los mantiene a todos anclados en Cajamarca, y él y su hueste no pueden ir a Cuzco por mayores beneficios, yendo a su aire y sin lastre, extendiendo el dominio de España, razona “El Tuerto” Almagro (todo un prototipo de pirata).

(Continuará…)

 

[1] Ver el viaje de Carlos, luego de su coronación en 1530, desde Bolonia hasta Augsburgo pasando por Mantua, por el paso de Brennero y por Innsbruck en La Otra Historia de Buenos Aires, Antecedentes, Parte XXVIII, “La expansión mundial del Imperio”, Periódico VAS Nº 163.
[2] Ver “La masacre de Cajamarca” en La Otra Historia de Buenos Aires, Antecedentes, Parte XXXV, “Pizarro y Atahualpa en Cajamarca”, Periódico VAS Nº 173.
[3] Ver “Del saqueo de Roma al saqueo de América” en La Otra Historia de Buenos Aires, Antecedentes, Parte XXII, Periódico VAS Nº 157.
[4] Hoy el trayecto en ferry tarda 20 horas.
[6] Ver “La emboscada de los ladrones” en La Otra Historia de Buenos Aires, Antecedentes, Parte XXXV, “Pizarro y Atahualpa en Cajamarca”, Periódico VAS Nº 173.
[6] Ver “Las primeras ciudades coloniales y el misterio de Caxas” en La Otra Historia de Buenos Aires, Antecedentes, Parte XXXIII, “La invasión a Perú”, Periódico VAS Nº 168.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *