La Otra Historia de Buenos Aires

por Gabriel Luna

Segundo Libro: 1636 – 1735
Parte III

Tiene sed. Una mujer muy blanca con el cabello ardiendo lo persigue montada en una serpiente emplumada. Alrededor hay mesas de borrachos jugando a los dados, cientos de indígenas con los cuerpos pintados de rojo perdiéndose en la selva. Siente gemidos. Hay mujeres blancas y negras hablando, gimiendo, exhibidas en los nichos de un prostíbulo que le parece un ajedrez, y también una cárcel. La selva de los indígenas se cubre de niebla. Los borrachos vomitan monedas en un cesto de limosnas. Siente gemidos más fuertes, risas, voces. La mujer montada en la serpiente voladora sale de la niebla como una antorcha, atraviesa el prostíbulo de ajedrez, avanza entre los borrachos, los cubiletes, los vasos, una mesa de truques, y lo alcanza. Despierta bañado en sudor, con palpitaciones. El obispo Aresti tiene la garganta seca, los ojos muy abiertos. Sentado en el borde de la cama, ve el crucifijo, una jarra, la jofaina, un arcón, el piso rústico de ladrillo. Toma agua, se empapa la cara. Respira profundamente. Han desaparecido las imágenes del sueño, pero sigue oyendo gemidos, risas, voces.
El Obispo se levanta de un salto, camina apurado por la galería hacia su despacho, el pelo alborotado, las manos tapándose los oídos, va descalzo, el cuerpo magro cubierto por una camisa larga y blanca, casi flotando como un fantasma. Llegado al escritorio, llama al diácono, ¡qué si no escucha otra vez las voces, las risas!, ¡qué si no escucha los gritos!, y le manda tocar la campana, para frenar la orgía del Gobernador, o al menos para no oírla.
En la medianoche del 19 de julio de 1637, suena la campana de la catedral. ¡Toda la Aldea se asemeja a un puterío!, exclama Aresti y piensa en la manceba del desaparecido Val-dez, que reclama la propiedad del prostíbulo controlado por González Pacheco (de donde el obispado percibe una renta); piensa en los burdeles de la marinería, en los del Fuerte; y piensa en María Guzmán Coronado, la manceba del gobernador Dávila, que tiene casa lindante con la catedral y le quita el sueño con estas orgías. Vuelve a sonar la campana. La aldea de la Santísima Trinidad ya no merece su nombre(1), piensa el Obispo. Será una grande tarea purgar este sitio y fortalecer las parroquias para volver a merecer el nombre.  Pero hace falta dinero. Y si el pecador Dávila no le da a Dios lo que es de Dios… habrá que buscar otras fuentes. Suena la campana. El obispo Aresti decide retirar el sitial destinado al Gobernador en la catedral. No se puede honrar en la iglesia a un adúltero y lujurioso, menos a quien recorta los ingresos del obispado. Aresti toma un pliego, busca tintero, moja una pluma, escribe. Trabaja, trabajará durante horas. Amanecerá extenuado pero satisfecho, cubierto por una manta manchega traída por el diácono.

El 20 de julio de 1637, el Cabildo se enteró del aumento de las primicias a través de un documento sellado y escrito de puño y letra por el propio Obispo entre gemidos, poluciones, y el rebato de campanas. Ese mismo día, el gobernador Esteban Dávila también se enteró por esquela de que «por no corresponder tan alto honor a una persona tan baja», el Obispo le había retirado la silla de damasco y el reclinatorio frente al retablo, su sitial en la catedral.
Y aunque la expulsión virtual del Gobernador de la catedral -porque se descontaba que el orgulloso Dávila fuera a ocupar otro sitio de menor jerarquía- diera mucho que hablar en la Aldea, el tema más importante para los vecinos fue el aumento de las primicias anunciado con rebato de campanas. Las primicias eran un impuesto que la Iglesia cobraba a sus feligreses campesinos; es decir a todos los campesinos, porque no había entonces libertad de culto (2).  Además del diezmo, la limosna, las contribuciones fiscales, las contribuciones de los vecinos acomodados, y otros beneficios, la Iglesia cobraba primicias: cantidades de trigo, cebada y maíz, aportadas por los campesinos según la produc-ción de cada cual. El obispo Aresti extendió el impuesto: fijó primicias de vacas, yeguas, lechones, gallinas, y amenazó con penas de excomunión a quienes no las pagasen.
Los vecinos, ya extenuados por las contribuciones a la Corona para sostener las guerras del Imperio, y por la celebración del Corpus Christi, donde habían comprado el vino, los or-namentos para la procesión y hasta la cera de los altares, acudieron al gobernador Dávila y al Cabildo.
Dávila, que además quería reclamar su sitial, invitó al Obispo a una reunión privada y conciliadora. Pero el Obispo no acudió. La afrenta fue honda. El 3 de agosto, el Gobernador quiso compensar a los campesinos otorgando licencias para exportar trigo sin desatender el consumo interno. No fue suficiente. Las primicias de ganado resultaban una carga pesada. Hubo más reclamos. El 12 de agosto Dávila se tragó el orgullo y la avaricia y fue a ver al obispo Aresti, ya dispuesto a negociar las ganancias del trá-fico esclavo. Pero el Obispo no lo recibió. Y no sólo eso, al día siguiente, Aresti le mandó una esquela para preguntarle si pensaba bautizar al hijo bastardo que había tenido con María Guzmán Coronado. Así estalló la guerra. Dávila declaró a Aresti «extraño a estos reinos», e intentó prenderle con el alguacil Gamiz Vergara y un piquete armado, «para sacarlo de la Catedral como si fuera alimaña, e arrastrarlo por la Plaza Mayor (actual Plaza de Mayo), llevándolo a embarcar con cadenas y cepo en una nao de negros hacia el África». Pero no pudo hacerlo; prevaleció la investidura y la sagacidad del Obispo, que recibió al piquete desde el púlpito, rodeado de frailes con antorchas, y conminó a los soldados a retirarse «so pena de arder para siempre en los infiernos», por levantarse precisamente contra él, «el más grande y próximo vicario del Señor en estas tierras».

El lunes 19 de agosto de 1637, se reunieron en el Cabildo algunos de los vecinos más antiguos y notables de la Aldea para tratar el tema de las primicias. ¿Quiénes eran estos vecinos?
Cristóbal Naharro, vecino desde 1583, con 54 años de poblador, dueño de chácara y estancia, fue partidario de Hernandarias y suegro del famoso escribano Cristóbal Remón, que fuera perseguido, torturado y desterrado por los contrabandistas de esclavos. Pedro Gutiérrez, llegado a Trinidad en 1599, acreditaba 38 años de poblador, fue oficial real, capitular, teniente del gobernador, y juez en el tremendo y largo proceso iniciado por Hernandarias y el escribano Remón en contra de los contrabandistas de esclavos. Sufrió las consecuencias por eso, vivía casi en la pobreza, era dueño de una estancia para criar mulas al otro lado del Riachuelo. Hernán Suárez Maldonado, llegado a Trinidad en el 1601 tenía 36 años de poblador, era contrabandista de esclavos, socio de Juan Vergara, era padre del Maldonado herido en un juego de cañas en honor de San Martín de Tours, y era dueño de una casa sobre la barranca del río (con frente a la actual calle Balcarce), tres chácaras, un molino, dos estancias, y más de mil cabezas de ganado. Manuel de Frías, llegado en 1603 y con 34 años de poblador, era enemigo de los contrabandistas, había sido teniente de gobernador de Hernandarias y de Marín Negrón, y después gobernador del Paraguay, envió una carta al rey denunciando a Juan Vergara y a Diego de Vega por el tráfico ilegal de esclavos y por apropiarse de la Aldea para hacer sus negocios, era dueño de algunos solares, chácara y estancia. Pedro Sánchez Garzón, había llegado desde Potosí en 1610 y tenía 27 años de poblador, hizo fortuna con el tráfico de esclavos -seguía siendo contrabandista-, y el gobernador Dávila lo había nombrado capitán de infantería del Presidio en 1632, era dueño de tres casas, dos estancias, y más de 1000 cabezas de ganado. Juan Tapia de Vargas, llegado en 1613 y con 20 años de poblador, era contrabandista de esclavos y el hombre más rico de la Aldea después de Juan Vergara, era dueño de once estancias con más de 10.000 cabezas de ganado, y cinco casas en la Aldea (una frente a la actual Plaza de Mayo, tres en las inmediaciones de Alsina y Defensa), adornadas con alfombras orientales y cristales venecianos, provistas de bibliotecas, sillas de damasco, camas con pabellones, y tenía cincuenta y dos esclavos a su servicio. Marcos Sequeyra, llegado en 1630 y con 5 años de poblador, era dueño de una chácara con tahona, monte de frutales, y una estancia en Luján con más de 7.000 cabezas de ganado. Había hecho su patrimonio por dote, herencia, y tierras cedidas por el gobernador Dávila, que además lo había nombrado capitán de infantería del Presidio en 1635, reemplazando en este puesto a Pedro Sánchez Garzón. La fortuna de Sequeyra no venía del contrabando sino de su mujer: la hermosa, pálida y musical Ana Matos Encinas, descendiente de una noble familia cordobesa -con dote, herencia-, y además amante del gobernador Dávila, partícipe junto a María Guzmán Coronado de las orgías que sobresaltaban al obispo Aresti (3).

Estos personajes tan diversos que se conocían de años, pobres y ricos, amigos y enemigos unos de otros, hablaron y discutieron de muchas cosas, pero estuvieron de acuerdo en una: las primicias no debían aumentar. Debían ser sólo de trigo, de maíz y cebada, como era la costumbre, como habían sido desde que Cristóbal Naharro llegó a la Aldea 54 años atrás.

Ver también:

Segunda Parte (continuación)
Parte II
Parte I (continuación)
Parte I

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1.Se llama La Santísima Trinidad al dogma principal del cristianismo sobre la naturaleza de Dios, según el cual Dios estaría constituido por tres personas distintas: El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo.
2.En la actualidad la Iglesia Católica sigue cobrando impuestos, pero de forma indirecta a través del Estado.
3.Los datos de los personajes nombrados con negrita han sido tomados del Acta del Primitivo Cabildo correspondiente al 19/08/1637 y fueron completados según el Diccionario Biográfico de Raúl Molina y el libro primero de La Otra Historia de Buenos Aires (1536 -1635)

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