La Otra Historia de Buenos Aires.

Parte XIII

por Gabriel Luna

“¡Que el Señor guarde diez justos e hunda para siempre esa ciudad como lo hizo en Sodoma, o la cubra de plagas, nubes de sangre, serpientes e ratas infectas como en Egipto!; porque ese lugar no merece el nombre santo de la Trinidad, ni nombre alguno; que allí sólo crece el crimen, la prebenda, el escarnio, el poder del dinero y el vicio de los mercaderes, la traición e todos los pecados del mundo. ¡Que el Señor cubra de pústulas a esos réprobos e fulmine con la peste de los mares sus casas, e siembre sal en los cimientos para que nadie jamás viva sobre ellos!”

Tal fue la maldición pronunciada por Cristóbal Remón antes de morir. La dijo una noche de invierno y tormenta de 1619 a bordo de un buque negrero, donde iba desterrado al África sujeto a un cepo como si fuera un esclavo. Cristóbal Remón temía el mar porque no mostraba sus profundidades y desconfiaba de los hombres que lo cruzaban porque no mostraban sus intenciones. Había nacido en Asunción, una tierra nítida y roja con selva y palmeras, aires templados, ríos cristalinos, pájaros de añil y púrpura, y lentas mujeres morenas. Había bajado al Sur para fundar una ciudad remota junto a Garay y Hernandarias, quien le enseñó las letras, la agricultura, la albañilería, el amor a la tierra, la Biblia, y el arte de la guerra. Había conocido el mar, y había sido uno de los fundadores de Trinidad –la primitiva Buenos Aires-, un lugar entre la niebla, que se parecía al mar por su llanura extrema y la soledad inmensa. Permaneció allí. Fue campesino y maestro de escuela para cultivar llanuras y soledades; y era escribano del Cabildo cuando llegaron desde el mar los primeros mercaderes.[1] Traían ropas de nobles pero tenían la mirada alucinada de los viajeros perdidos por la ambición de la plata, reconocía Remón, no eran ojos firmes como la tierra sino escurridizos como el agua; nunca les importó la tierra ni las gentes, ni sus trabajos. Algunos eran conversos, perseguidos por el Santo Oficio. Y traicionaron a Dios como hicieron los mercaderes del templo en la Biblia, y al rey porque quebraron sus leyes; y también a Hernandarias que les dio sustento y albergue en Trinidad porque ellos se apoderaron de la ciudad con malas artes haciéndola lupanar, sitio de tahúres y factoría de esclavos. No hubo como enderezarles, ellos sembraron vicio en la virtud e tenían dinero para regarlo. Fue así que malograron las gentes, e como les estorbaba Hernandarias le metieron preso, y también a él, Cristóbal Remón, que había levantado testimonios e causa penal contra ellos.[2] Mas no contentos todavía, le torturaron, que aquí traía las marcas e las úlceras de los hierros, e me embarcaron en esta nao por conveniencias dellos bajo cargos falsos. Entonces Remón dijo sus últimas palabras. Y cuando por misericordia lo liberaron del cepo porque agonizaba y porque no le entendían, volvió a repetirlas más alto frente a la cruz, sin agregar ni omitir alguna. Esa fue su maldición. Dicen que al arrojar su cuerpo al mar, cesaron los vientos y hubo una luz en el cielo.

La maldición lo sobrevivió, adornada de truenos, huracanes, fantasmas, negros encadenados, y aparecidos reclamando venganza de la corrupción de los nobles y los mercaderes, anduvo por varios puertos y muchas cantinas hasta que finalmente, al cabo de un año, llegó a Trinidad que era adonde iba.

La maldición del escribano se expandió del puerto a los burdeles marineros y a las pulperías, y de allí a las carretas, y a las chacras, donde los campesinos la enriquecieron agregándole nombres propios, y a los puestos de ventas sobre la Plaza Mayor, y a las lavanderas que la cantaron en el río, y a las tiendas de ultramarinos junto a la Iglesia Mayor -que estaban en la actual calle San Martín-, y al conjunto del Cabildo con sus casas de renta, donde el propio Cristóbal Remón había vivido y ahora funcionaba un garito, y del garito cruzó la plaza hasta la Casa de Oficiales Reales -donde hoy está el Ministerio de Economía-, y entró en el Fuerte, la escuchó el gobernador Góngora que había firmado el destierro de Remón, y después la Compañía de Jesús en pleno, que la condenó por herética para evitar su difusión. La maldición habría desaparecido como tantos otros dichos, gastada por el uso o tapada por diferentes asuntos, si no se hubiera cumplido (al menos en parte).

1621. Corre enero y el visitador del Consejo de Indias, Matías Delgado Flores lleva más de dos años en la aldea estudiando el inmenso proceso escrito por Remón y conducido por Hernandarias.[3] Ha hecho también sus propias pesquisas e interrogatorios para esclarecer los entuertos y contrabandos “confederados”; y ya tiene las cosas suficientemente claras. Nadie se salva a su entender en este villorrio, ni siquiera la virtuosa Compañía de Jesús que, asociada al gobernador y los mercaderes, ha construido en poco tiempo sus casas[4] con el tráfico ilegal de esclavos y otras mercancías. Delgado Flores está listo desde hace meses para procesar a todo el Cabildo por contubernios y cohechos, accionar contra los jesuitas, contra los oficiales reales, y hacerle un juicio de residencia al gobernador Diego de Góngora por contrabandista y por disponer de la soldadesca y de la hacienda real en su provecho. Quiere, en suma, descabezar el poder político y militar de la aldea. Pero no sabe cómo. Tiene una guardia de apenas seis lanceros y no ha podido ganarse el apoyo campesino, de los llamados “beneméritos”. Delgado Flores sabe qué hacer pero no puede hacerlo. Ha enviado una extensa carta con sus conclusiones al rey y otra al Consejo de Indias por medio del comisionado Manuel de Frías. Ahora espera refuerzos militares de España, una resolución, una señal, algo. Hace meses que espera. Para colmo el calor es insoportable, no llueve ni corre viento. Hay sobre la aldea una nube de polvo como un enorme fantasma, muchas hormigas y una proliferación de ratas. La gente ambula silenciosa y desganada, muchos no salen de sus casas.

En febrero ocurre el primer caso. Es un jugador del garito ubicado en las casas del Cabildo donde había vivido Remón. Se trata de un comerciante florentino que cae redondo entre las mesas y se le descubren tres manchas rojas. Después cae una lavandera en pleno trabajo, y un guardiamarina en una mancebía del puerto que muere cubierto de pústulas. Y cinco marineros del último arribo negrero ocurrido hace menos de un mes, y la pulpera de La Portuguesa que fuera primero socia y después empleada del banquero Diego de Vega. Siete esclavos negros del último arribo comprados por Texeido Acuña, el esposo de Margarita Carabajal,[5] y después cae el propio Texeido Acuña y su mayordomo que mueren deformes de pústulas y con los ojos inyectados en sangre por más afanes y atenciones que reciben. Caen seis indios, nueve indias y siete esclavas negras que trabajan para los jesuitas en el huerto de la Compañía ubicado en el límite norte de la aldea, cerca del zanjón de Matorras.[6] Un tropero se desploma de fiebre en la Plaza Mayor, cuatro mozos de cordel -tres de Juan Vergara y otro del gobernador- tienen llagas en la lengua y erupciones en el cuerpo. Muere el barbero y cirujano Andrés Navarro, y guarda cama en la Casa de Oficiales Reales su último cliente el capitán de una compañía de caballería de lanza y adarga, Juan de Albacete, víctima de calenturas, escalofríos, fuertes dolores de cabeza y pérdidas de sangre, igual que el pregonero Francisco Rivero, igual que cuatro lavanderas, que dos jesuitas, tres franciscanos y cuatro dominicos, igual que siete meretrices de distintos burdeles y quince soldados.

La peste en menos de un mes cubre toda la aldea. Hay cada vez más ratas, hormigas y sequía. Calor y tufo a muerto. Los médicos, Francisco Bernardo Jijón y Lorenzo Menaglioto, han confundido los primeros síntomas con el tabardillo –una especie de insolación- permitiendo que la verdadera enfermedad avance. Recién cuando ésta alcanza el período de las pústulas, y los caídos sienten como perdigones incrustados en la piel, los médicos reconocen la viruela, esa antigua peste europea. Entonces ordenan el aislamiento, la higiene extrema, y encalar los muertos y las paredes, quemar prendas, sábanas, y dar batalla a las ratas. Los mercaderes, los capitulares, los oficiales reales, e incluso el gobernador, rompen la cuarentena ordenada por los médicos y huyen de la aldea con séquito religioso. Van a las estancias más acomodadas de Juan Vergara y de Diego de Vega, varios llevan la viruela con ellos. Los pobres no tienen donde ir y andan entre fogatas embadurnados de cal o en procesiones patéticas con imágenes de san Simón Judas, san Sabino y san Bonifacio, sus protectores contra las pestes, las ratas y las hormigas. Tales son las creencias de la época. Y todos, ricos y pobres, tienen la certeza de que la maldición de Cristóbal Remón los ha alcanzado. Tanto es así, que los jesuitas ofician una ceremonia insólita para exorcizar al espíritu maligno del escribano que se mete en los cuerpos y los mata.

Durante marzo la epidemia no avanza pero tampoco cede. Los muertos diarios se cuentan por decenas y escasean los alimentos y la cal. El licenciado Delgado Flores sigue trabajando sobre los escritos de Remón en el despacho y vivienda que ocupa en una de las casas de Juan de Garay (hijo). La casa está ubicada junto a la Compañía de Jesús, en la actual esquina de Mitre y 25 de Mayo, de modo que no son pocas las discusiones del licenciado con los jesuitas. Delgado Flores, que ha sufrido la viruela en Europa y la vio expandirse, sabe que el mal viaja en los barcos; y si de encontrar culpables se trata, no debería buscarse a Cristóbal Remón -a quien tiene por hombre muy probo- sino a los barcos, y más precisamente a los interesados por sus cargas, entre los que se cuentan los propios jesuitas que lejos de expiar sus culpas atacan con exorcismos la memoria del escribano.

Recién al promediar el mes la epidemia cede. Mientras tanto el 31 de marzo muere en Madrid el rey Felipe III, la noticia llegará Trinidad recién en noviembre. La sequía y la peste terminan en abril, las lluvias duran dos semanas. Y vuelven a la aldea el gobierno, parte del clero, y los mercaderes. La peste se ha llevado alrededor de ochocientas almas, un tercio de la población. Los jesuitas se atribuyen el éxito de haberla detenido con sus exorcismos. Ahora deben confortar a los feligreses; pero como no es suficiente un solo diablo para mitigar y explicar los dolores por tantas muertes eligen otro más, un diablo tangible (que les resulta particularmente conveniente). Los jesuitas han documentado minuciosamente los dichos del licenciado Matías Delgado Flores y consultan a Juan Vergara, que entre otros títulos ostenta el de notario del Santo Oficio. Habría dicho Delgado Flores en estado de cólera irrefrenable que “iba a arrebatar a los padres de la Compañía de Jesús sus embarques, meterlos presos, derribarles las casas e sembrar sal en sus cimientos”. A nadie puede escapársele la similitud de este dicho con la maldición de Remón, se trata del mismo demonio otra vez encarnado, dicen los jesuitas. Vergara no pierde la oportunidad de deshacerse del licenciado, monta una causa, y nombra juez eclesiástico a Francisco Trejo que es a su vez comisario del Santo Oficio. El juicio sumario se hace en secreto. Trejo condena al licenciado por herejías y ofensas a una orden religiosa, a diez años de destierro en África. Lo hace prender por la fuerza pública y emite un bando el 20 de abril de 1621. En vano Delgado Flores clama por la incompatibilidad que tiene un juez religioso en sus asuntos y por el agravio que en su persona se hacía al Consejo de Indias. Lo llevan a la cárcel del Cabildo, y al atravesar la Plaza Mayor es apedreado con barro por una muchedumbre que lo llama hijo de Satán y pide su cabeza.

El comisionado Manuel de Frías llega tres días después de la detención, tiene la resolución de España que tanto esperaba el licenciado; pero no interviene a su favor. Enterado de los acontecimientos, decide abstenerse para no poner en riesgo su misión, y tal vez su propia vida. Matías Delgado Flores sería embarcado dos meses después en un buque negrero y no se sabría más de él, si habría llegado a África o muerto en la travesía como Cristóbal Remón.

BIBLIOGRAFÍA

Carta de Manuel de Frías al rey, enviada el 20/5/1621, Benson Latin American Collection.

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.

La Pequeña Aldea, Rodolfo González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.

Hernandarias de Saavedra, Col. Felix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Felipe III, revista La Aventura de la Historia N° 9. Ed. Arlanza, Madrid, 1999.


[1] Ver  Parte VIII

[2] Ver Parte XII

[3] Ver Partes IX y X

[4] Se refiere a un convento y un colegio ubicados junto al Fuerte, donde hoy está la sede central del Banco Nación y la plazoleta Garay con su monumento.

[5] Ver Parte XI

[6] El zanjón corría aproximadamente como la actual calle Viamonte, y el huerto jesuita ocupaba las manzanas de Tucumán–Suipacha–Lavalle–Pellegrini  y de Lavalle–Suipacha–Corrientes–Pellegrini.