La Otra Historia de Buenos Aires. Parte XVII

 

por Gabriel Luna

1623-1627. Aldea Trinidad y puerto del Buen Ayre. Tras la espantosa muerte del gobernador Góngora, entre el quehacer del arsénico y el afán de los jesuitas por expulsarle un demonio del cuerpo,[1] no le reemplaza Diego Páez de Clavijo, el teniente de gobernador apoyado por el Cabildo, sino el oidor Pérez Salazar que, invocando su investidura, en rápida maniobra ocupa la Casa de la Gobernación y lanza un bando haciéndose cargo en nombre del rey, del puerto, la aldea, y de la entera provincia del Río de la Plata hasta que la Corona designe al nuevo gobernador. Pérez Salazar enterado al detalle -por los juicios de residencia que está llevando- de los crímenes, cohechos, trapisondas jurídicas y fraudes varios contra la Real Hacienda cometidos por los vecinos “confederados” dedicados al contrabando, gobierna con mano dura. Y lo primero que hace -como había anticipado Góngora entre delirios y espasmos- es cerrar el puerto del Buen Ayre.

La medida es un mazazo para los contrabandistas, pero también incide en la economía y las costumbres de la aldea. Cierran los garitos y burdeles de la marinería, las tiendas de ultramarinos frente a la Iglesia Mayor, acaban las prebendas de los curas por el apoyo al fraude fiscal. Y quedan sin trabajo los carreteros del puerto, los carpinteros de cascos y arboladuras, los prácticos y los calafates, los capataces de esclavos y los troperos de recuas. Pero por otro lado, al disminuir la población flotante de esclavos africanos traída de contrabando, también disminuye la demanda de alimentos y bajan los precios de las harinas, el pan y las carnes.[2] Cuestión que alivia a los vecinos más pobres y estimula el aumento del comercio de estos productos con las provincias lindantes. Sin embargo, este desarrollo regional tardará en concretarse. Y lo que se verifica de inmediato es un aumento de la delincuencia, provocado por el descontrol de la “mano de obra desocupada”: capataces, troperos, tahúres, capangas y proxenetas.

El 24 de julio de 1624 Pérez Salazar termina los juicios de residencia de los gobernadores. Encuentra al difunto Diego de Góngora culpable de simular arribadas forzosas, de entrar clandestinamente esclavos negros, de coimas y prevaricato, de hacer circular mercaderías sin autorización, de fraude a la Real Hacienda, y de enriquecimiento ilícito. Y condena a la sucesión de Góngora -considerando los siete baúles de plata encontrados junto al cuerpo del gobernador- a una multa de 500.000 ducados. Suma enorme, equivalente a la renta anual de 16 nobles acaudalados o al gasto bimestral del ejército español destacado en Flandes.

Respecto al gobernador criollo, Salazar lo encuentra inocente de los 64 cargos levantados en su contra por Góngora y el Cabildo “confederado”, y dice de Hernandarias: “que ha sido buen juez, de entero y limpio proceder en la administración de justicia y observancia de las cédulas de Su Majestad y buen cobro de su Real Hacienda, evitando la ocasión de que ésta fuere defraudada con la buena guarda de este puerto (…) y digno de todas las mercedes y acrecentamientos con los que S. M. honra y premia a los que en semejantes cargos le sirven tan fielmente, y por esta mi sentencia así lo pronuncio”. La absolución recomienda la restitución de los bienes confiscados a Hernandarias durante el gobierno de Góngora, y será confirmada por el Consejo de Indias.

Salazar, siguiendo los artículos emitidos por la Junta Grande de Reformación presidida por el conde-duque de Olivares en Madrid,[3] ha producido dos sentencias ejemplares en el sentido de “velar por las buenas costumbres y elevar la moral pública” -como lo expresa la Junta Grande- condenando al gobernador corrupto y absolviendo y premiando al honrado. La condena de Góngora se extiende virtualmente a todos los vecinos “confederados” y a una gran parte del clero que vive de las prebendas del contrabando. La absolución con honores de Hernandarias abarca al escribano Cristóbal Remón y al licenciado Delgado Flores, ambos anatematizados por los jesuitas, deportados por Góngora y fallecidos,[4] y llega también a los vecinos “beneméritos” que pelearon junto a Hernandarias durante veinte años por el proyecto para desarrollar una economía regional con industria propia al margen del contrabando.

17 de septiembre de 1624. Se dibuja sobre el Río de la Plata una pequeña mancha como de nube. Las velas de un barco. Se aproxima al puerto un bajel de tres árboles, trinquete, mayor de cruz, y mesana latina. El bajel está artillado. ¿Será corsario? Tiene bandera católica, dice la guardia del Fuerte. Se intercambian señales con el barco. Se avisa a los prácticos, a los balseros y a los carreteros. Suena una campana. Abre las puertas el Cabildo. Hay aguateros, meretrices con sus clientes, lavanderas negras y blancas, pescadores y chicos descalzos, todos avistando el buque y de jarana sobre la barranca de la Aduana en la actual calle 25 de Mayo, entre las actuales Perón y Sarmiento. Los jesuitas miran el bajel y la jarana desde la Compañía, también sobre la actual 25 de Mayo pero entre Mitre y Rivadavia. Alcaldes y regidores salen del Cabildo en dos galeras hacia el puerto. La soldadesca disipa vendedores y malvivientes de los alrededores del Fuerte. Y el bajel Nuestra Señora la Antigua fondea en el pozo de la Merced, desembarca el nuevo gobernador del Río de la Plata: Francisco de Céspedes.

Céspedes, natural de Sevilla, tiene 58 años. Ha sido alférez, capitán de caballería, alcalde de la fortaleza de Santa Olaya, acompañante de Felipe III en la visita a Portugal, y regidor perpetuo de la ciudad de Sevilla. Céspedes llega con dos propósitos que son complementarios: echar paños fríos en el conflicto político interno entre “beneméritos” y “confederados” -ya resuelto legalmente por Salazar- y preparar la aldea para un conflicto externo: las excursiones de corsarios ingleses y holandeses, que ya suceden en el norte de África y en la costa de Brasil a consecuencia de la guerra de Flandes. Atento a esto, el nuevo gobernador -además de las consabidas ropas y telas, especias, herramientas, vidrios y espejos- ha embarcado en el Nuestra Señora la Antigua a dos hijos suyos que hacen la vida militar, a veinticinco soldados de los tercios de España, y un considerable arsenal de arcabuces italianos, mechas, pólvora, munición, aceros toledanos, y cañones tudescos.

Los dos primeros años de Céspedes no hubo excursiones corsarias. El puerto abrió con restricciones y sin “arribadas forzosas”. Se controlaban las mercaderías desde la aduana local y desde la aduana “seca” de Córdoba. El comercio legal aunque no rendía a los “confederados” lo mismo que el contrabando, era mejor que nada. Y los hijos del gobernador, el mayor como maestre de campo general y el menor como capitán de infantería, cuidaban el orden, las buenas costumbres y la seguridad de la aldea, reprimiendo a la “mano de obra desocupada”. Céspedes trataba de conformar a “beneméritos” y “confederados”, el Cabildo alababa su gestión en las cartas enviadas al rey y a la Audiencia de Charcas. Mientras, organizaba la defensa de la costa y se preocupaba por someter a los charrúas en el territorio de Uruguay. Era un gobierno de equilibrios internos difíciles que -paradójicamente- tal vez no hubiera caído de haberse concretado los peligros externos, pero no hubo ataques de corsarios ni charrúas. Y la ambición “confederada” sumada a la consecuente intervención de Hernandarias, más una intriga de circunstancias novelescas generada por la rivalidad entre dos órdenes religiosas, provocarían un yerro de Céspedes y uno de los acontecimientos más relevantes de la época, como se verá a continuación.

A raíz del sometimiento de los charrúas[5] el gobernador Francisco de Céspedes traba amistad con un fraile versado en gramática, artes y teología, y también como él natural de Sevilla. El fraile pertenece a la orden de San Francisco, ha sido guardián del convento de Córdoba y fundado tres reducciones indígenas en Corrientes donde conoce a Hernandarias. El dato curioso y novelesco de este fraile es su nombre: se llama Juan de Vergara como el mercader contrabandista que lidera a los “confederados”. Pero no tiene parentesco con su homónimo y tampoco comparte sus inclinaciones. Todo lo contrario, es un enemigo secreto y acérrimo del mercader. Conoce al detalle sus crímenes -algunos, como el asesinato de Góngora por confesiones de su ministerio- y lo hostiga desde las sombras o desde las luces, esparciendo rumores, acercando datos e informes a jueces, oidores, visitadores, incluso escribiéndole al rey. El fraile parece un desdoblamiento del contrabandista, su otro yo, o su conciencia celeste. Un personaje, en suma, de esos que suelen usarse en las novelas para develar una verdad profunda.[6] El caso es que el fraile Juan de Vergara, además de dejar un memorial y numerosa correspondencia de interés para tratar de establecer una probable verdad histórica, tenía él mismo sus propios intereses. ¿Cuáles eran? La contienda entre “beneméritos” y “confederados” se había extendido al clero. El poder de los franciscanos había aumentado tras las sentencias de Pérez Salazar; pero ahora, con la apertura del puerto y los primeros excesos de los mercaderes -que ya no se conformaban con las ganancias del comercio legal-, crecían las prebendas y el poder de los jesuitas que siempre habían apoyado el contrabando y las maniobras del mercader Vergara. Entonces el franciscano se acerca al gobernador Céspedes, y le propone fundar reducciones[7] en el Uruguay para someter a los charrúas. Céspedes, complacido, lo comisiona. Fray Juan de Vergara funda dos reducciones: San Francisco de los olivares y San Antonio de los charrúas. De vuelta en Trinidad, Céspedes lo nombra visitador general de todas las reducciones del Río de la Plata, entabla amistad con él y le pide consejo en otras cuestiones. Crecía el contrabando de esclavos y mercancías, los puertos clandestinos, las coimas, los fraudes a la Real Hacienda, y la usura. El fraile recomienda mano dura y organiza una reunión secreta entre Céspedes y Hernandarias. El gobernador emite bandos de pena de vida para los que supieran de esclavos y mercancías ilegales, o puertos clandestinos, y no los denunciaran; también encausa por fraude y soborno a dos oficiales reales y al alguacil mayor, y ordena patrullas a cargo de sus dos hijos para prender a los infractores. Se rompe el equilibrio interno. El Cabildo dominado por el mercader Vergara, que otrora elogiara la gestión de Céspedes, envía cartas al rey y a la Audiencia de Charcas acusando al gobernador de toda clase de delitos, los jesuitas a su vez le endilgan toda clase de pecados. El fraile advierte a Céspedes de las cartas, y le dice que está gestándose una conjura terrible en su contra liderada por Vergara.

Agosto de 1627. El gobernador Céspedes decide tomar el toro por las astas, prende a Vergara y lo encierra en la cárcel del Cabildo. Vergara, además de mercader, regidor del Cabildo, notario del Santo Oficio, y terrateniente, era el hombre más rico y poderoso de la provincia, hasta el punto de que no había negocio de peso, crimen político o económico, entuerto o empresa que se hiciera sin su consentimiento. Nadie antes se había atrevido a encerrarlo, salvo Hernandarias que tuvo que pagarlo muy caro. La aldea, dividida entre intereses y necesidades, hervía en rumores, se decía que el propio gobernador iba a ajusticiar a Vergara dándole garrote en la misma cárcel. Entonces comienza la caída, no de Vergara sino de Céspedes. Un piquete encabezado por Páez de Clavijo y alentado por el propio obispo de Trinidad, Pedro Carranza, primo del reo, rompe a golpes de hacha las puertas de la cárcel y se lleva en volandas a Vergara, que está engrillado, hasta la Iglesia Mayor -la actual Catedral Metropolitana- donde el obispo le da “asilo en sagrado”.[8]

De inmediato, el gobernador Céspedes manda formar frente a la iglesia una tropa armada hasta los dientes de alabardas, espadas, arcabuces, rodelas, y dos cañones tudescos. Suena un redoble de cajas. El mismo gobernador, pistolas cruzadas al pecho, montado en un caballo que caracolea en la actual Av. Rivadavia, dice un bando. Exige la entrega inmediata del prisionero, con pena de vida para aquellos que lo amparen, porque no puede darse “asilo en sagrado” a quien fuera sacado con violencia de una cárcel del rey. Transcurre una hora. Céspedes desmonta, da órdenes. Los cañones apuntan a la entrada de la iglesia cuando se oye un dómine y se abren las puertas. El cántico crece conforme sale la procesión de jesuitas, dominicos y mercedarios entre nubes de incienso y antorchas, y cesa. Aparece frente al gobernador, como salida de la nada, la figura erguida del obispo Carranza empuñando báculo y cubierto de estola y dalmática con alamares. “Aquí, yo soy Rey y soy Papa”, truena la voz del obispo, y, señalando con el báculo la cabeza del gobernador pronuncia la fórmula de excomunión mayor. Silencio mortal. La escenografía da resultado. Los soldados abandonan los cañones y se dispersan, ningún cristiano puede tratar o servir a un excomulgado. El obispo y su séquito vuelven a la iglesia. Y el gobernador Céspedes, la mano crispada en la espada, las pistolas inútiles, los cañones abandonados en la noche, camina seguido de sus dos hijos por el baldío de la Plaza Mayor -la actual Plaza de Mayo-. Ya no hay, como hace dos años, alabanzas del Cabildo, corridas de toros ni juegos de cañas en su honor, la gente “principal” cierra puertas y ventanas al oír sus pasos.

(C0ntinuará…)

BIBLIOGRAFÍA

Diccionario Biográfico de Buenos Aires 1580-1720, Raúl A. Molina.

Ed. Academia Nacional de Historia, 2006.

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.

Hernandarias de Saavedra,  col. Félix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Contrabando y Sociedad en el Río de la Plata Colonial, Marcela Perusset. Ed. Dunken, 2006.


[1] Ver Parte XVI.

[2] Se analiza con cifras la incidencia de esta población flotante en la economía de la aldea en  Partes IX y X

[3] Ver Parte XV

[4] Ver Partes XII y XIII

[5] Hay que aclarar que para el español de siglo XVII someter a un pueblo originario no sólo significaba neutralizar su peligrosidad sino también apoderarse de su fuerza de trabajo.

[6] El recurso literario del doble como elemento develador fue usado por Edgar A. Poe en el cuento William Wilson, por Dostoievski en El Doble, y por Stevenson en Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.

[7] Asentamiento de sometimiento y apropiación de la fuerza de trabajo por vía religiosa.

[8] Característica de la época que marca el poder de la Iglesia.