La Otra Historia de Buenos Aires

Parte XXII

por Gabriel Luna

Cuando empecé a escribir esta Historia quería encontrar un destello en la niebla. Traer una lámpara desde los orígenes de esta Ciudad para disipar la niebla de algunas incertidumbres actuales. Las incertidumbres traban el andar, velan el futuro. «Si no sabes a dónde vas, vuelve para saber de dónde vienes». Ese proverbio fue el lema que me impulsó a leer más de un centenar de publicaciones sobre el período, recorrer bibliotecas y archivos para analizar los primeros planos de la Ciudad, indagar en el material epistolar para «escuchar» las voces, los sueños y pasiones de los vecinos, en la documentación testamentaria para saber de sus bienes, en los expedientes judiciales para conocer sus pleitos, en las actas del Cabildo Colonial para conocer sus políticas y economías… Así fueron apareciendo los contornos de la aldea original: primero una meseta con gramíneas y tunales junto al río, después los ranchos sin ventanas, los árboles frutales, una tahona, las sendas difusas, los cueros extendidos al sol, las carretas y los bueyes, el ganado menudo suelto en el espacio público, después las casas encaladas del Cabildo, la rústica Catedral, la feria en la Plaza Mayor donde se dicen los pregones, se hace justicia, y hay también corrida de toros, juego de cañas, y se vende pan y pescado, plumas de avestruz, pasteles fritos, animales vivos. En los lados norte y sur de la Plaza, se ven unas casas de ladrillo y tejas, las de Vergara, la de Sánchez Garzón, la de Orduña, la de Vega, la de Tapia de Vargas (todos contrabandistas de esclavos africanos). Al Este la silueta dilatada del Fuerte y la Compañía de Jesús cubren el abismo del río, al Oeste las casas del Cabildo cubren el abismo de la inmensa pampa de gramíneas onduladas por el viento como tierra oceánica. En medio de esta desolación el rectángulo de la Plaza parece un refugio. Allí vemos las figuras de los primeros porteños y porteñas: unos con sombreros emplumados, barbas, capas de Segovia, jubones, calzas y botas de charol o borceguíes; otros con sombreros de ala ancha, rostros curtidos, ponchos o chalecos de telar, calzones largos, sandalias o botas de potro; unas porteñas con tocados sinuosos, caras con albayalde, camisas de Holanda, faldas verdugadas de raso y zapatillas de seda; otras con crenchas y cintas, caras morenas, enaguas y vestidos simples de lienzo, con sandalias de cáñamo o descalzas. Entonces nos acercamos y vemos los gestos, sus trajines, escuchamos las voces. Y caminamos con ellos en esa feria, ubicada en la actual Plaza de Mayo. Entramos a sus casas de ladrillo o adobe, algunas deterioradas por hormigueros instalados bajo los cimientos. Oímos una misa cantada. Vemos una procesión cargando las imágenes de san Simón y san Judas Tadeo, santos que los vecinos han elegido por sorteo para que los protejan de las plagas de ratones y hormigas. Entramos al Cabildo que tiene sólo dos bancos largos de madera, una mesa con las actas y una pequeña campana de bronce. En la sesión del 22 de octubre de 1613 los ediles deciden impedir el ingreso en la aldea de tres abogados convocados para defender a los mercaderes de esclavos. Vemos la construcción del Fuerte, las cárceles, las pulperías, los burdeles. Llama la atención el tráfico marítimo, extraño, por momentos desmesurado para una aldea tan pequeña. La lámpara de La Otra Historia de Buenos Aires se enciende.

Don Pedro de Mendoza invade estas tierras el 2 de febrero de 1536. Llegan 15 navíos, desembarcan más de un millar de hombres y unas pocas mujeres. No vienen a establecerse, laborar la tierra o criar ganado, sino por metales preciosos. Vienen alucinados de mitos, cuentos y leyendas, buscan la Ciudad de los Césares, el Cerro de Plata, El Dorado. Y encuentran el hambre, querandíes insu-misos, tierra oceánica. Al cabo de un año, una parte de la flota vuelve a España. El resto sigue buscando riquezas. Una expedición funda el 15 de agosto de 1537 Nuestra Señora de la Asunción, habida cuenta de que los guaraníes parecen informados de tesoros fabulosos y resultan más proveedores y serviciales que los querandíes. En 1540, Irala manda quemar el asentamiento de Buenos Aires y traslada la tropa a Asunción.
1546. Uno de los mitos más anhelados por los españoles se hace realidad. El hallazgo en la actual Bolivia del fabuloso Cerro de Plata. Y se funda al pie del cerro, en un lugar verdaderamente inhóspito, la ciudad de Potosí. Ese páramo remoto tendrá en 1573 más habitantes que Madrid, Sevilla, Roma o París, y la misma población que Londres: 120.000 almas. La plata levanta templos y palacios, monasterios y prostíbulos, teatros y garitos, da motivo a la tragedia y a la fiesta, enciende la codicia y desata el despilfarro y la aventura. Potosí, esa ciudad opulenta con calles cubiertas por lingotes de plata para el paso de las procesiones religiosas, declarada por Carlos V Villa Imperial de Potosí por su precioso aporte a la Corona, será el motivo de la segunda fundación de Buenos Aires. Y también determinará su historia durante más de dos siglos.
El 11 de junio de 1580, llega Juan de Garay con una pequeña flota a la meseta abandonada por Irala. Viene desde Asunción, navegando el Paraná. Un arreo de ganado vacuno a cargo de Hernandarias va por la costa, previendo la fatídica experiencia del hambre. Garay funda Trinidad en la meseta y abajo el Puerto del Buen Ayre. Imagina la aldea como un rectángulo con lados orientados a los cuatro puntos cardinales, y divide el rectángulo como un damero. Ubica el Fuerte en la casilla correspondiente a la mitad del lado Este, y en la siguiente casilla hacia el Oeste la Plaza Mayor, a continuación el Cabildo. Reserva otras casillas para iglesias, aduana, un hospital, y reparte cerca de 120 manzanas entre los colonos para casas de morada y quintas. Esta configuración de damero persiste después de cuatro siglos y puede observarse en los barrios de Monserrat y San Nicolás.
La fundación de Buenos Aires obedece a una estrategia. Buenos Aires será el puerto de la ruta a Potosí por el Atlántico. Lima es el puerto de la ruta por el Pacífico. La estrategia de la Corona consiste en consolidar estas rutas fundando ciudades para asegurar el mantenimiento y abastecimiento de los centros de extracción, protegerlos militarmente, y además controlar el flujo de riquezas en las aduanas.

Pero en 1590, diez años después de la fundación, la ruta del Pacífico creada por los primeros conquistadores y centrada en Lima predomina sobre la ruta del Atlántico. Es decir: el flujo de la plata potosina sigue pasando por las ciudades de la costa del Pacífico y por el Caribe hacia España, atendiendo los intereses comerciales ya establecidos. Y como Buenos Aires tampoco forma parte -debido a la distancia- de la red de ciudades que abastecen con ganado, cereales y otros productos a Potosí, su función en la estrategia imperial se limita a ser un simple tapón: controlar que no haya fugas por el Atlántico de la riqueza extraída, y disuadir con la presencia española del Fuerte a remotas invasiones corsarias que pudieran afectar de algún modo los intereses en Potosí. Conclusión. Buenos Aires, apenas un nodo de una ruta poco transitada, con el puerto cerrado al extranjero y casi sin intercambio comercial con la metrópoli y el Cerro de Plata, es una aldea condenada a la pobreza. Pobreza reflejada en varias cartas donde nuestros primeros vecinos -tal vez exagerando un poco- piden al rey misericordia y medios para sostener sus vidas.

1602. Tras las cartas y la gestión del gobernador Hernandarias, la ruta de Buenos Aires cobra alguna importancia. Aunque no la suficiente para salvar la desolación o calmar las ambiciones de nuestros vecinos. Son, la mayoría, criollos llegados de la edénica Asunción. Un lugar tropical surcado de arroyos cristalinos y vegetación pródiga en frutos, también llamado el Paraíso de Mahoma por las hermosas mujeres guaraníes, morenas como las codiciadas musulmanas pero desnudas, sin pudores y propensas al amor. Irala, Garay, y sus lugartenientes tuvieron hijos con estas mujeres. ¡La soldadesca siguió el ejemplo y hasta tuvo harenes!, modestos pero tan funcionales como los de Granada. Asunción era tierra templada, de ensueño, de lujuria y mestizaje. ¿Qué fue lo que hizo a nuestros primeros vecinos cambiar el trópico, la espesura serena, los placeres, la vida fácil, por una meseta desolada de vientos helados, abstinencias y necesidades?
Fue en síntesis la ideología del Imperio. La Iglesia Católica de la época no era afecta a los paraísos terrenales (tampoco la actual) sino más bien a los infiernos: las hogueras del Santo Oficio, el pecado, la discriminación, los miedos, las necesidades, la culpa y la soberbia. De modo que los jesuitas, a semejanza del dios bíblico que expulsó a los primeros hombres del Paraíso, disolvieron los harenes, el régimen de encomiendas, y echaron prácticamente a la soldadesca del Paraíso de Mahoma. La diferencia con el relato bíblico es que los jesuitas desplazaron a la soldadesca para apropiarse de la fuerza de trabajo indígena y construir las reducciones. Otras causas, también concernientes a la ideología de la época, que explican la llegada de nuestros primeros vecinos son la codicia, la aventura, y la fama, que fueron sostenidas por el Imperio para extender la conquista. Todo era posible en el Mundo Nuevo, todo empezaba otra vez con igualdad de oportunidades, los sueños se hacían realidad, y las riquezas estaban allí para quienes las buscaran. Potosí era el ejemplo. Estas promesas flotaban como fantasmas en Buenos Aires. Y el gobernador Hernandarias quiso concretarlas organizando una expedición en busca de la mítica Ciudad de los Césares.
La expedición compuesta de un centenar de soldados montados, indígenas y esclavos, carretas y tropa de ganado en pie para el sustento, parte de Buenos Aires el 1 de noviembre de 1604. Atraviesa entre espejismos y espejos de agua la Pampa Húmeda y llega al desierto en diciembre. No hay nubes ni agua, los caballos se desploman uno tras otro, los hombres alucinan bóvedas de oro y torres de plata en la Cordillera de los Andes pero la mítica ciudad no aparece. Se salvan porque encuentran el río Colorado, y llegan hasta el río Negro pero una tribu insumisa de indígenas enormes los obliga a regresar. Es el fin de una quimera.

Del fracaso de la expedición a los Césares surge una estrategia diferente para la región. Hernandarias imagina una red de ciudades tendida desde la Pampa hasta los Andes, no para sostener la extracción de metales sino para producir riquezas con el cultivo, el ganado, la industria, y el comercio entre ellas. Aquí la lámpara de esta Otra Historia llega hasta nuestros días. Es un destello en la niebla de las incertidumbres actuales. Porque esa estrategia planteada hace cuatrocientos años deviene en un modelo político económico de país. Un modelo aparentemente anhelado pero todavía sin plasmarse. En la segunda y última parte de este Resumen y Conclusiones, veremos cómo y por qué nace una dura oposición a ese modelo y ocurre el primer conflicto político en la ciudad de Buenos Aires.