La Otra Historia de Buenos Aires

Parte VI

Por Gabriel Luna

Año 1609. El mundo europeo con sus colonias era por entonces vasto y remoto. Muy lejos de Sevilla, de Londres, de Roma, y más allá del Finisterre, cruzando un océano de pesadillas medievales, y bordeando miles de leguas de costas recién bautizadas, y selvas, y ríos y montañas aún sin bautizar, se hallaba la aldea Trinidad -llamada después Buenos Aires-.

Inserta en un paisaje metafísico y desolado, Trinidad parecía un referente fantasmal de ese mundo europeo, como un último reflejo distorsionado por la distancia y la intemperie. No había en sus calles árboles añosos ni fuentes, casas de piedra o edificios de varias plantas coronados por almenas o cúpulas. Ni siquiera había calles. Y las casas eran simples chozas tan alejadas del estilo renacentista o medieval europeo que era imposible imaginarlas con alfombras sevillanas, cortinas de raso, bandejas de plata labrada, óleos flamencos, muebles de ébano, y cristales venecianos. Sin embargo había algo de todo eso; y también había hombres ataviados con calzas, jubones, gorgueras, capas de Segovia, casacas cubiertas de pedrería, y mujeres con guardainfantes hinchados y amplias faldas de raso, gasas, encajes, y sedas multicolores, que parecían personajes salidos de palacios cubiertos de mármol y no de simples chozas de barro.

En 1609 Trinidad tenía una población de aproximadamente 900 vecinos -descontando indios y esclavos-, distribuida con holgura alrededor de la Plaza Mayor, hoy Plaza de Mayo, y que ocupaba apenas una parte de los actuales barrios de San Nicolás y Monserrat.1 En cuanto al boato de algunos de sus habitantes, insólito para esta aldea desamparada en los confines del mundo, hay una explicación. El puerto del Buen Ayre, llamado por entonces la Puerta de la Tierra, era en realidad la puerta de más fácil acceso al Potosí, prácticamente cercado por la Amazonia. Y Potosí,2 la ciudad más opulenta del planeta, necesitaba brazos para extraer la riqueza de sus prodigiosas minas de plata. De modo que el boato, las sedas, los alamares, la platería, los óleos flamencos, y hasta las iglesias y los garitos, se costeaban con la venta de esclavos negros al Potosí contrabandeados en el puerto del Buen Ayre.

El negocio era para unos pocos, la mayoría de los vecinos se conformaba con los gestos del boato y remendaba sus calzas. El contrabando concentrado y a gran escala surgía de la médula del poder y se hacía con impunidad y cierta cobertura legal.

¿Quiénes eran los contrabandistas y cómo operaban? Juan de Vergara, un hombre, otrora de la confianza de Hernandarias3 y enemigo del tráfico, vinculado tanto a las autoridades civiles como a las eclesiásticas, futuro alcalde del Cabildo, notario del Santo Oficio y tesorero de la Santa Cruzada. Simón de Valdez, de familia noble, capitalista de juego clandestino en La Habana, hombre violento devenido en corsario y premiado por la Corona con el título de tesorero de la Real Hacienda en el Río de la Plata. Diego de la Vega, judío, hijo de quemados por la Inquisición, jefe de una banda de contrabandistas portugueses, entrado clandestinamente en Trinidad y convertido rápidamente en opulento comerciante. Mateo Leal de Ayala, descendiente de conquistadores, capitán del rey, futuro gobernador interino del Río de la Plata. Los cuatro formaron una organización secreta llamada El Cuadrilátero –hoy se la denominaría asociación ilícita- que gestionaba la llegada de buques negreros en “arribada forzosa”, denunciaba la carga ilegal, la sacaba en subasta, la compraba a precio vil eliminando o neutralizando otros postores, y la vendía en Potosí. Esta operación, altamente lucrativa, definida por los miembros de la organización con el eufemismo de “contrabando ejemplar”, se realizó tantas veces que en tres años ingresaron al puerto del Buen Ayre más de cuatro mil esclavos y esclavas negros con una ganancia estimada en 2 millones de ducados, cifra suficiente en la época como para construir quince catedrales.

En el año 1609 terminó el tercer gobierno de Hernandarias y lo sucedió Diego Marín Negrón. Negrón inventa un procedimiento para combatir el contrabando: perseguir a los portugueses no tanto por ser clandestinos sino judíos, y echarles el peso de la Santa Inquisición. La medida apuntaba a Diego de la Vega, hijo de judíos portugueses. Lo que Negrón no sabía era que Vergara, líder invisible del Cuadrilátero, estaba asociado con de la Vega, y ocupaba precisamente el cargo de notario del Tribunal de la Inquisición. El procedimiento quedó archivado. Y por si hubiera alguna insistencia de Negrón, Diego de la Vega se hizo devoto de los jesuitas, y logró además que el Cabildo porteño le concediera la calidad de vecino, demostrando que “tenía casa poblada y haciendas de mucha importancia en la aldea”.

El Cuadrilátero hizo extorsiones y donaciones para captar voluntades, y también diversificó sus negocios: compró grandes extensiones de tierra para la cría de ganado, e instaló un casino: el casino más importante y escandaloso del Río de la Plata. Fue entonces cuando el gobernador Negrón decidió asestar otro golpe.

20 de junio de 1613. Cae un crepúsculo violáceo y púrpura sobre la aldea. En la Plaza Mayor algunos vecinos se acercan a los andamios de la futura catedral para celebrar la misa. Los acompañan sus servidores cargando sillas, almohadones o pequeñas alfombras, ya que el templo, aún sin torres, tampoco tiene bancos y los feligreses deben arrodillarse sobre la tierra apisonada. Muy cerca de allí, en la esquina de las actuales calles Alsina y Bolivar,4 está el casino del Cuadrilátero, bastante más provisto que la iglesia. El casino funciona también como garito y burdel, es una de las primeras construcciones de ladrillo que tiene la aldea. A esta hora de la tarde, el edificio destaca en tono rojizo entre las chozas y las tapias del Fuerte. El efecto resulta curioso y apropiado a sus actividades, porque a falta de campanas o pregoneros para atraer clientes el rojo actúa discretamente como un llamado de Venus cuando cae la noche. La idea ha sido del arquitecto florentino Baccio da Filicaia, autor del primer Cabildo y también del primer hospital de la aldea, sito en la actual calle Reconquista (estos últimos edificios sin tonalidades rojizas). Pero volvamos al casino. La esquina rosada no tiene ventanas abiertas, oímos ruido de dados, voces, y lo que es más sorprendente: un sonido de violín. Entramos. El piso de ladrillo está cubierto de alfombras. Hay varias cortinas de raso bordó en el fondo, tapices de Flandes adelante, cuatro arañas venecianas de doce velas sobre las mesas de dados, de truques –una especie de billar antecesor del pool-, y de lansquenete -un juego de naipes inventado en Alemania en tiempos de Carlos V y llevado por la soldadesca hasta los confines del Imperio-. Hay un hogar enorme alimentado con leña de madera dura del Paraguay. Los hombres sin gorgeras y distendidos, las caras coloradas por el fuego, el juego y el alcohol, apuestan, ríen o maldicen, o hacen chanzas a una morena española de escote amplio y pechos como melones que les escancia el vino. Entre las cortinas de raso se abren a modo de escaparates habitaciones pequeñas a dos palmos del piso y con techos bajos, por lo que es imposible entrar de pie (no han sido construidas por el arquitecto florentino para estar de pie). En una de ellas, recostada sobre cojines y sábanas de seda, hay una negra joven vestida sólo con una camisa de encaje que no le cubre los muslos. La negra tiene un aro de plata, toma mate y escucha la música.

A veces, cuando se producen en la aldea espacios de silencio, el sonido del violín se hace más profundo y sale como un duende de la esquina rosada y llega, dulce, hasta las inmediaciones de la iglesia Mayor, flota por momentos casi imperceptible pero triunfante entre los feligreses, sus servidores y sus bártulos, hasta que lo hunde un tañido de campana. Entonces el duende vuelve al casino, como un contendiente apaleado pero no vencido.

La música surge desde el fondo del salón, desde un escaparate. Una india dorada y desnuda, sentada en un taburete, sostiene una viola entre las piernas abiertas, toca una especie de zarabanda. El instrumento, único en la aldea y en cientos de leguas a la redonda, traído por el cura Francisco Solano para catequizar por encantamiento a los aborígenes en reducciones y conventos, ahora suena en el burdel pulsado por una india guaraní desnuda y habla de selvas, de vientos, de libertad, de pájaros al atardecer, de danzas junto al fuego: cosas que la esclava negra asimila complacida en la cárcel de su escaparate. Ajenos a la música y a las voces, Simón de Valdez y Juan Vergara examinan un documento. Se trata de la última disposición del gobernador donde, influenciado por la Audiencia de Charcas y los “beneméritos” de Hernandarias, ordena hacer las subastas de cargas ilegales por “arribadas forzosas” bajo su dirección y previa tasación a un justo precio. Valdez, hasta el momento encargado de las subastas por su cargo de tesorero real, sería apartado de esa función. Sin el control de las subastas las ganancias del Cuadrilátero se reducirían a la mitad, tal vez a menos, calcula Vergara. Valdez, que ha sido soldado, corsario, traficante de negros y blancos, y proxeneta en la Habana, tiene una solución. Vergara, es abogado, notario, y político, le da vueltas al documento buscando un resquicio legal. No lo encuentra. Mira a Valdez y luego a la esclava negra que escucha la zarabanda.

En ese mismo momento, Diego de la Vega llega a la iglesia Mayor transportado en silla de manos; lo sigue Lucía González de Guzmán –la concubina de Valdez- en silla de varas labradas, con estrado, cortinas de raso, cojines de seda, maquillada tras el velo con capas de bermellón y albayalde. Los dos llegan en procesión, flanqueados de sirvientes que portan faroles y abren el paso entre charcos y pastizales, animales sueltos, indios, negros, mulatos y mestizos, vendedores ambulantes, y feligreses pobres, hasta ocupar sus lugares de privilegio en la cabecera de la nave.

Vergara hubiera querido asistir a esa misa celebrada por su primo, el futuro obispo Pedro Carranza. Hubiera querido llevar la gran cruz de plata del Santo Oficio sobre su casaca de pedrería oscura y oír la homilía donde se ponderarían las donaciones al hospital, al convento jesuita, a la orden de los carmelitas, al propio Cabildo… Hubiera querido estar para recibir las reverencias, los pedidos y las lisonjas, y decir con toda naturalidad que sí, que había considerado ser el próximo alcalde. Pero no… Donde está ahora es frente a Valdez, que lo ha mandado buscar de urgencia para enseñarle el maldito documento, y él ha tenido que dejar el camino de la iglesia, esconder la gran cruz de plata, y entrar al burdel que aunque también es de su propiedad no frecuenta. Valdez gesticula, la cara roja de rabia, habla de indios, de lanzas, de una emboscada como la sufrida hace treinta años por Don Juan de Garay. Vergara niega con la cabeza. Valdez apenas se contiene, quiere otra respuesta. Valdez piensa en negros. La carne esclava le provoca una adicción que va más allá de las ganancias, se excitaba particularmente durante el arribo de los barcos negreros, solía desnudarse e introducirse presuroso en el río dando alaridos para recibir personalmente y antes que nadie la carga humana. Vergara también es adicto pero menos explícito, tiene setenta y cinco esclavos y esclavas a su servicio, incluso un harén encubierto, pero también tiene una imagen de hombre público y religioso, y ahora mismo está por decir que no. Entonces vuelve a mirar a la negra, hermosa y embelesada de música. La negra ríe sólo con los dientes y el aro de plata, él no puede resistirla. Lo haremos, le dice a Valdez, lo haremos, pero de otra suerte. Vergara explica.

La noche del 26 de julio de 1613 el gobernador don Diego Marín Negrón muere repentinamente. Meses después se sabrá que el gobernador Negrón fue envenenado, intervendrá la Corona, y empezarán las contiendas fuertes por el poder entre “beneméritos” y “confederados”.

 

BIBLIOGRAFÍA

Mitos de la Historia Argentina, Felipe Pigna. Ed. Norma, 2004.

Hernandarias de Saavedra, Col. Felix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Hernandarias entre Contrabandistas y Judíos, Juan Vigo. Revista Todo es Historia N°51.

Misteriosa Buenos Aires, Manuel Mujica Lainez. Ed. Seix Barral, 1988.

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.


1 Es decir un 2% de la superficie de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La aldea tenía como límite Sur la actual Av. Independencia, límite Norte la Av. Corrientes, límite Oeste las calles Libertad y Salta, y límite Este el río de la Plata.

2 Ver Parte II.

3 Ver Partes IV y V.

4 En esa esquina funcionó en 1799 el café de Marco, después la librería del Colegio y actualmente la librería Ávila.