La realización de un destino colectivo
Por Julián Fava
“Quiero hablar sinceramente. En 2009, si él no se hubiera puesto al frente, nuestra derrota en la provincia de Buenos Aires hubiera tenido un efecto terrible. Ese hombre puso todo y más. Se jugaba cada instante como la última vez”, lo evocó así su compañera de toda la vida el pasado domingo por la noche, cuando los fríos números electorales ya marcaban un triunfo histórico.
Cada tanto lo que se cifra en algunos nombres sacude lo real y pasa a formar parte del acervo cultural de un pueblo. Así, los sustantivos empiezan a ser usados como calificativos, como mediciones de valor o alusiones a fenómenos culturales y sociales. “Kirchnerismo” es una palabra que hace diez años no existía; hoy, en cambio, encarna la disputa por el sentido real de la política contemporánea y es la clave donde se jugará -o no- la emancipación definitiva del país.
Néstor Kirchner siempre iba a más. Para las elecciones legislativas de 2009, un gobierno golpeado por sus propios errores, las defecciones del caso y el desgaste provocado por la corporación agro-mediático presagiaban el fin de un ciclo. Fue entonces que encabezó la lista de diputados de la provincia de Buenos Aires, que recorrió de punta a punta. Había dejado de ser el simpático pingüino que abandonara la presidencia, a fines de 2007, con una imagen positiva cercana al 70% para convertirse en un “crispador”.
Y perdió. Por muy poco, pero perdió. Sin embargo, en ese momento de extrema fragilidad, leyó el resultado de las urnas como una advertencia o, si se quiere, como una generosa alerta de su pueblo. Hay que ir por más. “Perdimos porque necesitamos profundizar el modelo”, se le oyó decir por esos días.
Fue un lúcido intérprete del presente; a contrapelo de la racionalidad estrecha del político profesional que, en un caso semejante, hubiera ordenado atrincherarse y aguantar con dignidad hasta la nueva era. Entonces, vinieron la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Servicios Audiovisuales, la Ley de Matrimonio Igualitario.
Es difícil discernir cuánto había de Néstor, cuánto de Cristina en interpretaciones semejantes de la política real. ¿A quién atribuir la paternidad y/o maternidad del tan mentado modelo más allá de las evidentes influencias históricas? Poco importa.
Cuando llegó a la presidencia en 2003 Kirchner tenía más desocupados que votos y Argentina salía de la peor crisis política, económica y social de su historia. “No vine para dejar las convicciones en la puerta de la Casa Rosada”, dijo entonces. Y lo cumplió: se recuperó el empleo y se mejoró el salario real de los trabajadores, se reabrieron paritarias, se mejoró la relación entre el PBI y la deuda externa; los derechos humanos pasaron a formar parte de una reparación histórica imprescindible en una democracia participativa, se inició un proceso de industrialización y de recuperación de la ciencia, la tecnología y la educación; se renovó la Corte Suprema. Y más.
Cuando soplaban vientos de fin de siglo y de clausura de las ideologías, formó junto a un puñado de viejos compañeros el grupo Calafate. Corría el año 1998 y pocos creían que el país “podía darse vuelta como una media”… porque “los compañeros están”, se entusiasmaba por entonces ante oídos incrédulos.
Su fe en la política como única herramienta transformadora de la realidad, y la férrea convicción en los ideales, fueron sus estandartes. Se sintió -y lo dijo, haciendo gala de su incorrección habitual- un hijo más de las madres de Plaza de Mayo y pidió perdón en nombre del Estado por el terrorismo genocida.
Pero hay un legado que quizá hoy no podamos cuantificar y es una puerta que se abre a los jóvenes que vendrán. Si la política es correr el horizonte de lo posible para hacerlo efectiva realidad, Kirchner hizo de esa existencia compartida que es nuestra comunidad un lugar un poco más amable. Hoy la militancia y la solidaridad son, de nuevo, formas de acercar vidas que años atrás sólo se tensaban en el desasosiego y la desconfianza. Eso se llama amor.Néstor vive, dicen las paredes y los corazones de su patria.