Las calles felices
por Cristina Sottile
¿Qué es la felicidad? No vamos a explayarnos aquí acerca de este fin último que tenemos los seres humanos, cuando hacemos todo lo que hacemos para ser felices. Hay muchas definiciones de felicidad, podríamos contar tantas como el número de quienes poblamos el planeta. Sería difícil acordar por completo. Tal vez el intento teórico fuera una pérdida de tiempo.
Sin embargo, debemos tomar nota de aquellas prácticas que nos son sugeridas o impuestas y que inmediatamente instituirían el anhelado estado de felicidad. Porque, más allá de las definiciones, las acciones pueden afectarnos.
Las prácticas felices se utilizan en estrategias de venta de productos, a la hora de formular publicidades: seremos felices si comemos tal yogur, si utilizamos aquel repelente de insectos, o si compramos en determinados lugares. Entonces obtendríamos la clave para alcanzar ese estado perfecto, casi comparable a esas descripciones del Cielo que escuché hace muchos años cuando estaba por tomar la primera comunión.
Calles felices. Vamos -tras la consideración de arriba- al punto central de esta nota. La aparición de un spot publicitario que nos propone cambiar los nombres de las calles para alcanzar la felicidad.
Esta publicidad, proveniente de una empresa multinacional (Fiat), aduce básicamente lo siguiente: tener calles con nombres de batallas es lo que genera el caos y la violencia. “Las calles son una guerra”, dice el spot y por lo tanto propone, recurriendo al pensamiento mágico más primitivo, poner a las calles nombres “felices”, no conflictivos ni evocadores de conflictos.
Y así debe ocurrir la felicidad en las calles porteñas. Porque “salgo de casa (…) y los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan tres luces celestes,
y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares”, diría Horacio Ferrer de un mundo encantado solamente por el poder de la palabra.
Pero hay un problema con esto, y es que la Ciudad es un compendio de su propia historia, la de quienes la habitan. Y los hitos que transmiten esta historia son los nombres que adjudicamos a los lugares: calles, plazas, casas, edificios.
Por lo tanto, la simple e inconstitucional sugerencia de que una empresa multinacional, en el marco de una campaña publicitaria proponga una votación para reemplazar el nombre de una calle por el de un humorista o personaje de historieta, y ofrecerse a presentarlo en la Legislatura es por lo menos absurda: una empresa no tiene iniciativa legislativa, ni aun juntando firmas.
¿Participación o manipulación? Se propone un cambio y supongamos que queremos participar pero ¡es la misma empresa la que presenta la lista de nombres! No vaya a ser que aparezcan personajes dramáticos o conflictivos y nos arruinen las calles felices.
En esta iniciativa, de la que aparentemente las autoridades de la Ciudad no están enterados -aunque uno de los principales dueños de concesionarios fuera durante mucho tiempo Ministro de Transporte de la CABA-, hay una perversa distorsión de la democracia al hacer parecer que participar en la elección de un nombre de una lista preconcebida es participación ciudadana. En segundo lugar, hay un claro menosprecio de nuestra historia, ya que las batallas mencionadas son las de la Guerra de la Independencia, y el borrado de esta memoria histórica tiene como consecuencia una formación de las personas sin dignidad ni pretensión de soberanía, que puede ser funcional al neoliberalismo reinante, pero que es decididamente insultante para el pueblo argentino. Cabe acotar que este vaciamiento de contenidos es coherente con la propuesta de colocar figuras de animalitos en los billetes, en vez de homenajear tanta persona conflictiva. Y esta “coincidencia” en el discurso y los motivos denota claramente intencionalidad política.
En tercer lugar, adjudica el caos de las calles porteñas al nombre de las mismas (otra vez el pensamiento mágico primitivo) sin tener en cuenta o, peor, intentando invisibilizar el hecho de que la responsabilidad del “caos y la guerra” la tiene el ejecutivo de la CABA y el jefe de Gobierno porteño.
El tránsito no se ordena cambiando nombres de calles, de la misma manera que no se ordenaría rezando, o trayendo un hechicero: esto es incumbencia de Planificación Urbana, que cobra sueldos pagados por los impuestos de los porteños para ocuparse de este tema y de muchos otros.
Borrar la identidad. Y por fin, vamos a otra interpretación de la publicidad. “En realidad no van a hacer eso”, dicen algunos, “es sólo una publicidad”. Y aunque sabemos que los creativos publicitarios apuntan a la creación de necesidades, modificación de conductas e imposición de patrones culturales, hagamos de cuenta que no van a hacer eso y supongamos inocencia.
Surgen entonces dos nuevas interpretaciones, primera: se trata de un testeo social a fin de probar reacciones ante propuestas vaciadoras de contenido histórico, de memoria y de identidad.
La segunda interpretación es más oscura y también más perversa: se trata de una prolongación del hipotético mundo de la alegría en el que deberíamos haber entrado a partir del 10 de diciembre, pero esta vez no llega por el lado del discurso oficial, últimamente algo devaluado por razones de público conocimiento, sino desde una empresa.
Y esta “alegría” que viene de una empresa multinacional, el paradigma de lo privado, apunta a la creencia de que la empresa hace la propuesta por el bien común, cuando bien se sabe que el capital no tiene Patria, ni respeto por la historia si molesta a sus intereses, ni respeto por las personas.
Cualquiera de las versiones coloca al ciudadano en el rol de un sujeto pasivo, que participa en una votación ilusoria, y lo involucra además en una operación política cuyo objetivo final es el borrado de la memoria e identidad en las calles de la Ciudad.
Conclusión. Mientras sigamos teniendo memoria de las gloriosas batallas de la Independencia y de sus héroes, sabremos de dónde venimos y quiénes somos, y será difícil el objetivo neoliberal de someter al pueblo para abaratar la mano de obra.
Es por este motivo que las operaciones mediáticas no deben pasarse por alto: no son bromas ni juegos (la publicidad es una cosa muy seria), son un discurso que genera prácticas que inciden en nuestras conductas y nuestra identidad.
Con eso no se juega.