«Las vueltas del odio»
por Carlos Aletto
El libro «Las vueltas del odio: gestos, escrituras, políticas» de Ana Kiffer y Gabriel Giorgi, es una respuesta, siempre abierta y tentativa, a la derechización de lo social y la gestión de formas autoritarias que en los últimos años reordenaron «muy profundamente y muy radicalmente pactos políticos, formas de la subjetividad y zonas de la cultura», como expresan sus autores.
En este libro publicado por Eterna Cadencia los investigadores retoman a la tradición del ensayo como conversación porosa, atravesada por procesos que no buscan totalizar una respuesta desde la crítica cultural y estética.
Los autores sostienen que «Las vueltas del odio» es una invitación a complicar la idea del odio como un afecto homogéneo, que siempre es el del otro (el que odia es el otro, no yo; mi «yo» sería libre de odio). «Esa operación proyectiva tiene que ser complicada, justamente porque la dinámica básica del odio es poner afuera, en el otro, lo que no tolero en mí…», sostienen.
Kiffer, investigadora de la obra del escritor francés Antonin Artaud y Giorgi, autor de «Sueños de exterminio. Homosexualidad y representación en la literatura argentina», señalan que la idea de «vueltas» remite a los retornos desde el pasado, pero también alude a «darle la vuelta», es decir, pensar las ambivalencias y las contradicciones.
– ¿Cuál es la mirada del libro sobre el odio político?
– Ana Kiffer: Concebimos la crítica como un análisis y una intervención sobre las formas expresivas de un momento histórico. Pensando el odio, esas formas expresivas adquieren una relevancia y un espesor decisivo. Quisimos subrayar esa relación entre «acontecimiento» y «crítica». Además, entendemos que el odio, en su construcción histórica y política es un afecto más próximo al concepto de acontecimiento, o sea: algo que irrumpe, cercano a las fuerzas de ruptura, exigiendo siempre un desplazamiento de la mirada donde estábamos antes de su aparición, por eso también el énfasis en esa crítica que interviene cerca del acontecimiento, asumiendo así sus riesgos
– Gabriel Giorgi: Pensando el odio como afecto político se abren líneas interesantes. En primer lugar, discutir la idea del sujeto democrático como sujeto libre de odio. Claro, entendemos que ése pueda ser un ideal noble, y un horizonte normativo. Pero casi siempre esos ideales abstractos, con poco anclaje en la realidad y en los cuerpos -ideales sin cuerpo, podríamos decir- nos juegan en contra. La realidad es otra: las democracias movilizan afectos, mundos de cuerpos que sienten, mundos de afecciones diversas y en disputa.
– A. K.: En todo caso, tenemos que desarrollar mejores herramientas para operar en esa realidad, no en el mundo ideal de sujetos abstractos, sin cuerpos ni afectos. Ahí creemos que se abre un terreno para intervenciones culturales: para «pedagogías afectivas» o una «clínica de la cultura» como las que se movilizan desde el feminismo, o las luchas GLTTBIQ, o los antirracismos.
– ¿Cuáles son las formas del odio político contemporáneo?
– G.G.: Enfoco ciertas escrituras del odio en las que se juegan dos cuestiones que me interesan. Por un lado, una disputa de los pactos discursivos que hacen a la vida social y a la vida política: una disputa por lo decible en lo público y en la democracia. La voluntad de «decirlo todo», sin restricción ninguna, invocando frecuentemente una «libertad de expresión» abstracta pero que en realidad lo que busca es desfondar los pactos de civilidad y de relación social (que pasan, evidentemente, por la palabra) y los fundamentos de una construcción de lo democrático. Deshacer ese pacto, en la palabra pública y en el lazo político: ahí se lee una de las «vueltas» del odio.
– ¿Tu mirada es desde el terreno de la escritura?
– G.G.: Sí, desde el odio escrito. Y desde ese ángulo, lo que sucede (sobre todo las que tienen lugar en territorio virtual) en esta disputa por lo decible es que pone en juego la frontera entre lo oral y lo escrito: lo que antes se decía a media voz, en el susurro de lo social, en el chisme, en la lengua conspirativa de voces marginales, ahora se escribe y desde ahí reclama una nueva legitimidad. Un permiso cultural que, creo, se juega desde el territorio de lo escrito. Y ahí se consolidan nuevas enunciaciones que buscan sacudirse los protocolos de expresión democrática que se construyeron en las últimas décadas. Disputa por lo decible, permiso cultural: me interesa entender cómo en escrituras marginales, efímeras, aparentemente insignificantes -los comentarios en las noticias primero, luego las redes sociales, los «grupos de Whatsapp», etc – se consolidan nuevas enunciaciones a partir de nuevas tecnologías de lo escrito, de sus públicos y su forma de «hacer público.»
– ¿Y por el lado de Ana hay un trabajo más teórico?
A. K.: Tal cual. Mi ensayo es un esfuerzo, sobre todo teórico, para volver a dos de las escenas en las cuales el mundo occidental pensó de manera sustancial el odio, y a una última escena donde se vislumbra otra manera de salir de los antagonismos excluyentes en los que vive el odio en Occidente.
En la escena uno, la repetición es vista como modo de aparición del odio en cuanto fuerza destructiva en la cultura.
En la escena dos, los bordes o fronteras (tanto corporales como espaciales) son vistos como los lugares donde vivimos la afección del odio o donde ponemos incluso los cuerpos odiosos. La última escena es aquella en la que planteo una crítica que se desplace hasta una clínica de la cultura, para que podamos pensar la relación como el gran desafío de todas las políticas entre los vivientes y entre los vivos y no-vivos hoy.
– ¿Cómo se montan esas escenas del odio que describís?
A.K.: Se montan a partir de tres constataciones sobre las cuales se desarrolla el esfuerzo teórico. Una es que el afecto del odio, más que otros, se manifiesta de manera aún muy inconsciente o, por lo menos, desplazada de aquel que lo vive. Y para eso analizo los gestos corporales como rastros y residuos de los odios contemporáneos. Escogiendo las manifestaciones políticas como crisol de esos gestos colectivos y, al mismo tiempo, singulares de nuestra época. Ahí veo cómo el gesto de la indignación, de la rabia e incluso del odio encuentran su suelo germinal, pero ahí también están las direcciones que van haciendo de ese afecto una fuerza emancipadora para, por ejemplo, el combate al racismo estructural que separa a la sociedad brasileña o una fuerza destructiva y mortífera, como vemos en el gesto hecho por el presidente de Brasil y sus seguidores, exhibiendo con sus propios cuerpos el deseo de exterminar al otro, y autorizando a hacerlo. El gesto figura entonces como aquello que, siendo parte del afecto, aún no se puede decir con palabras.
La segunda constatación es que necesitamos separar o matizar diferentes odios para poder pensar el tiempo presente. Y comprender que los odios políticos, distintos de la política del odio, forman parte tanto de la falencia del Occidente supremo, castrador, universal y colonizador, como de la reivindicación por una geopolítica de diferencias en máxima igualdad.
La tercera constatación es que hay algo en todos los odios contemporáneos que es un síntoma de la pérdida de la importancia de las relaciones como constituyentes de un vivir juntos. Y que es urgente dedicarnos a reactivarlas por entre nuestras acciones políticas, críticas, artísticas o teóricas.
Portada: Detalle de Los diarios del Odio. Obra de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny