«Los ’90 son un ejemplo de la instauración de una ficción dominante»
por Emilia Racciatti
Crítico literario, docente e investigador, Fermín Rodríguez trabaja en «Señales de vida» cómo el neoliberalismo se leía en la literatura de fines del siglo XX y principios del XXI y cómo su potencia tiene que ver con la capacidad de hacer visible no lo que estaba oculto sino aquello que se escurría de otros discursos, y para esto recurre a un análisis en el que toman cuerpo las obras de César Aira, Sergio Chejfec, Gabriela Cabezón Cámara o Matilde Sánchez.
En un bar de Palermo, el también autor de «Un desierto para la nación» habló sobre el corpus que compone el libro editado por Eduvim, la editorial de la Universidad Nacional de Villa María, que en su prólogo define como «una cartografía, a través de la literatura, de una serie de transformaciones de los regímenes de poder y de sentido que, desde fines del siglo XX, vienen alterando de manera imperceptible los modos de producción de realidad y de subjetividad».
Durante la charla, Rodríguez se aparta de ese corpus y cuenta qué está leyendo en estos días y ahí aparecen «A lo lejos», la novela de Hernán Díaz, «Pastoral Americana», de Philip Roth, y autores de lo que denomina «el polo bahiense» como Luis Sagasti, Mario Ortiz y Sergio Raimondi.
¿Cómo se fue armando el corpus de «Señales de vida»?
Eran una serie de textos de los ’90 que había leído, que me habían formado como lector un poco por afuera de la facultad. Escribí algunas reseñas sobre esos libros pero no podía operar con tanta comodidad o confort con lo que en ese momento leíamos en la facultad. Son el lado B de mi formación académica, hoy podríamos decir que forman parte de cierta tradición y hasta de cierto canon de la critica académica. Este libro tuvo un poco que ver con ajustar el modo de leer para textos que piden otro modo de lectura. Fue montar algo así como un dispositivo de lecturas para algo que sale de la literatura vinculada con el libro y el texto.
¿Qué aportó la literatura para pensar los 90? Hay muchos cruces con el cine de esa época, ¿cómo lo pensás?
Fogwill se adelantó a su época, también el Nuevo Cine Argentino. Aprendí a leer mucho desde el cine argentino de esos años. Hubo algo que captó la literatura y los discursos más tradicionales tardaron más en procesar. La literatura lo registró como percepción, como transformación de la sensibilidad, no conceptualizando o describiendo un estado de cosas sino haciendo ver, no lo que estaba oculto, sino haciendo ver lo visible. Había cierta dimensión de algo que estaba cambiando, cierta modernización en curso, un terror económico.
Esa ciudad-campo como ficción cultural, como civilización y barbarie, como modo de pensar la cultura tuvo a la literatura como protagonista. Esos territorios y los desplazamientos de las fronteras en la cultura latinoamericana tuvieron a la literatura como protagonista para diseñar ese especie de mapa. En el tiempo que tomo en el libro ese mapa se empezaba a desflecar. En mi libro sobre literaturas del desierto había fases sobre las que el Estado todavía no había llegado, el relato era como una especie de avance sobre un territorio desconocido que había que ir integrando y procesando en términos de civilización y barbarie, cuidad y campo. Lo que me encontraba en nuestro fin de siglo, en los 90, es que el Estado se había ido retirando.
¿En ese par campo-ciudad, las fronteras parecen difuminarse también, no?
En una de las novelas de Chejfec se dice que la ciudad moderna entra en remisión. Las ciudades de Chejfec están marcadas por baldíos, por territorios llenos de escombros y al mismo tiempo el campo se empieza a transformar, tampoco se puede reconocer al campo de la misma manera, se vuelve extraño, se desfamiliariza, no estamos en el campo de la tradición. Hay, en general, una jerarquía que no pasa tanto por los territorios como por los cuerpos, que quedan adentro y afuera. Están los que son personas ciudadanas incluidas en el mercado versus las que se cayeron del mapa de la pertenencia, la ciudadanía. Aparece una galería de personajes caídos del mapa. Es un poco ese vivir afuera del que hablaba Fogwill. O incluida por esa exclusión casi permanente de lo que tradicionalmente eran los sistemas de inclusión como la escuela, la familia, el trabajo.
El par cuerpo-trabajo es lo que se va poniendo en juego en las distintas etapas. ¿Las señales de vida del título parecen definirse ahí?
Hay un dispositivo visual, una serie de textos que no están ahí para describir la realidad sino para hacer ver lo que no captábamos porque estábamos captados por el hábito o por la construcción de una indiferencia social y la literatura y el cine lograron interrumpir. No se trataba de algo oculto que la literatura venía a descubrir sino que se trataba de la lógica de la carta robada. La literatura capta lo que estaba a la vista: el carro de cartonero transformando la ciudad y eso que entendemos como trabajo precario y precarizado y no como un afuera del trabajo. Esto ya estaba funcionando en una novela de Aira o de Chejfec. En ese sentido, me parece notable como Fogwill en «Los pichiciegos» del 83, capta cierto proceso de desnacionalización con los desertores del ejército que construyen una comunidad que forma una especie de gobierno donde lo que rige son las condiciones económicas, una especie de mercado informal que rige subterráneamente nada más y nada menos que una guerra. Esto anticipa el mercado como modo de gobierno de los años 90. No son los jóvenes alfonsinistas contemporáneos a Fogwill sino los menemistas desempleados, sin escuelas, caídos de una sociedad por medio del trabajo. Entonces la relación es de anticipación, de ir procesando por medio del lenguaje, por el modo de ver y la perspectiva algo que los discursos formales tardaron más en procesar. Me gusta esa literatura que no va a la cola de la teoría social sino que se despega por sus propios medios, haciéndonos escuchar.
El libro empieza con el foco puesto en la literatura nacional y se va abriendo a la literatura latinoamericana, ¿cómo ves ese desplazamiento?
En el caso de Diamela Eltit, la literatura chilena siempre fue un laboratorio de esas configuraciones polémicas en relación a los discursos dominantes o las ficciones dominantes. Los ’90 son un ejemplo de la instauración de una ficción dominante donde en el ’73 empieza, con el golpe en Chile, un relato de nuevo orden mundial o global que deja franjas enteras de la población afuera. La literatura como laboratorio interroga esos discursos. La novela de Eltit, «Mano de obra», funciona como observatorio para escuchar los tonos no globalizantes. Además traza procesos que son continentales. Me gusta pensar que Latinoamérica se pone como contracara de la globalización para contar las ruinas o el fracaso, como violencia económica de esa modernización. Además son textos que si los leemos desde la literatura moderna, desde Borges, son de una extrema precariedad formal. Son textos que se juegan en cierta tensión propia de las vanguardias de ir hacia la vida, no para ratificarlas sino para transformarlas a partir de hacer ver eso de otra manera.
La obra de Aira atraviesa al libro, ¿cómo analizás su literatura y su figura?
En los 90 los libros de Aira estaban en todos lados. Esa velocidad de la escritura era lo que permitía esa avalancha de textos. Eso supuso un cambio de velocidad para la literatura argentina y toda esa invitación a la acción. No solo la tarea de publicar libros sino la de montar dispositivos que permitan escribir. Con esa idea de que la obra es secundaria, lo que viene a poner en primer plano un escritor como Aira es esa invitación a escribir, la idea del escritor que crea procedimientos para poder escribir y lo mal o bien que puede resultar la obra es secundario. En ese sentido, Aira se vuelve más rápido que las redes, por esa proliferación de la escritura que no se detiene. Eso implica una política de la literatura, la de producir escritores. Esa invitación de Aira a escribir implica el desorden de categorías. Se trata de una literatura con potencia de invención. Eso hace que plantee que escribir puede ser muy fácil y tal vez tenga razón.
¿Cambió en estos años la relación entre la academia y la producción literaria?
Hay cada vez más escritores que escriben con teoría. La critica o la teoría no están viniendo a explicar después lo que quiso decir o hacer un escritor sino que está antes, como si fueran los escritores los que tienen que explicarse lo que van a hacer. Eso se invirtió, hay cada vez más cruces. Pienso, por ejemplo, en Gabriela Cabezón Cámara y el lugar que toman en su obra la critica y la tradición, su gran capacidad de apropiación hace que todo lo que lee lo absorba y lo procese desde cómo darle sentido, forma a algo con la narración y los elementos que tiene un narrador o narradora: el punto de vista, la jerarquía de los personajes, el modo de producir espacios y tiempos. Me gustan los escritores que piensan en un modo de hacer. También lo que está pasando con la literatura desde el teatro con Rafael Spregelburd o Mariano Tenconi Blanco con esa pasión por el lenguaje, por cómo construir personajes desde el lenguaje, con esa pulsión por narrar. Ese ir a la narración como algo que expande la noción de novela.
Foto/Fuente: Télam