Masacre de Trelew, el germen del Terrorismo de Estado
por Leonardo Castillo
Los 19 guerrilleros que habían sido recapturados en el aeropuerto de Trelew, cuando intentaban abordar un avión que los llevaría a Chile, eran fusilados hace 50 años -el 22 de agosto de 1972- por efectivos de la Armada en la base Almirante Zar, en un acontecimiento conocido históricamente como la Masacre de Trelew.
Sólo tres de esos militantes lograron sobrevivir para dar testimonio de ese crimen colectivo ocurrido el 22 de agosto de 1972, y que anticiparía el plan sistemático de terrorismo de Estado que iba a aplicarse en el país durante la segunda mitad de la década de los ’70.
Una semana antes, militantes de las organizaciones armadas de ERP, FAR y Montoneros habían puesto en marcha un ambicioso plan de fuga de la prisión de Rawson, con el cual se proponían liberar a más de un centenar de presos políticos.
Por algunos errores de ejecución de los grupos que debían prestar apoyo logístico desde afuera del penal, la evasión completa de todos los guerrilleros se frustró.
Sólo pudieron escapar seis jefes guerrilleros: Mario Roberto Santucho, Enrique Gorriarán Merlo, Domingo Menna (del PRT-ERP), Carlos Osatinsky, Roberto Quieto (FAR) y Fernando Vaca Narvaja, de Montoneros, quienes salieron del penal y lograron subir a un avión que había sido tomado por militantes en el aeropuerto de Trelew.
El segundo grupo de evadidos que llegó desde el penal a la terminal aérea no logró alcanzar ese vuelo, que concluyó su periplo en el Chile que gobernaba el socialista Salvador Allende.
Sin embargo, los guerrilleros se desplegaron por el aeropuerto y lo tomaron para negociar luego una rendición con los efectivos militares y policiales que cercaron el lugar.
Tras horas de negociaciones, los 19 guerrilleros, que integraban varias de las organizaciones armadas que luchaban contra la dictadura militar que presidía Alejando Agustín Lanusse, fueron trasladados a la base Almirante Zar por efectivos de la Armada.
Al llegar a la unidad, en la noche del 15 de agosto, quedaron alojados en ocho celdas ordenadas a lo largo de un pasillo.
A pesar de no haber logrado escapar, el operativo conjunto de las organizaciones armadas constituyó un duro golpe para el régimen militar y eso templaba el ánimo de los prisioneros.
Durante los dos primeros días, el trato que recibieron de parte de los marinos estuvo dentro de los parámetros de la corrección: los militantes comían e incluso se animaban a charlar con algunos de sus carceleros, que eran soldados conscriptos.
Pero el 17 de agosto las cosas comenzaron a cambiar de forma dramática. En los primeros interrogatorios que les formularon, los marinos no habían obtenido información significativa de parte de los detenidos.
Las requisas se incrementaron y la guardia pasó a estar a cargo de suboficiales, que colocaron dos ametralladoras pesadas a ambos lados del pasillo.
El capitán Luis Sosa y el teniente Roberto Bravo estaban a cargo de los prisioneros y de los interrogatorios, que con el correr de las horas se volvían más ríspidos.
«Confesá, hijo de puta. ¿Quién les pasó los materiales? ¿Fue tu abogado?», inquiría Bravo a los gritos a cada uno de los detenidos desde la puerta de las celdas en las que estaban alojados.
Los detenidos empezaron a comer de a uno por vez y tenían cinco minutos para hacerlo, mientras eran apuntados por soldados y suboficiales.
A Pedro Bonet, militante del ERP, le pusieron un arma carga en la mesa cuando comía mientras uno de los oficiales lo provocaba: «Dale, hijo de puta. Agárrala que te vuelo la cabeza de un tiro».
En la madrugada del martes 22 de agosto, Sosa y Bravo encabezaron otra requisa furibunda y les ordenaron a los presos dar vuelta los colchones y doblar las sábanas, para luego ordenarles que salieran de las celdas.
Los presos comenzaron a parase en el pasillo y entonces se sucedieron las detonaciones, que venían desde una de las ametralladoras dispuestas en el lugar.
En medio de la balacera, los militantes buscaron refugio en sus celdas, y lo marinos entraron en los cubículos para rematarlos. No había posibilidad de escape.
Bravo entró a la celda de Alberto Camps (FAR) y Mario Delfino (ERP) y les preguntó si iban a prestarse a ser interrogados.
Ambos se negaron y fueron baleados: Delfino murió, pero Camps, herido en el vientre, logró sobrevivir al permanecer inmóvil mientras continuaban las ejecuciones.
María Antonia Berger y Ricardo Haidar, ambos integrantes de Montoneros, también lograron sobrevivir a la masacre.
Cuando la balacera había concurrido, se escuchaba que los militares ensayaban una versión que justificara esos asesinatos.
«Tenemos que decir que quisieron fugarse. No se olviden. (Mariano) Pujadas, de Montoneros, le quiso sacar la pistola al Capitán (Sosa) y tuvimos que disparar».
Esa versión de un guerrillero que se abalanzaba sobre Sosa, mientras los otros intentaban algo similar, fue la difundida por Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, pero muy pocos lo creyeron.
Carlos Heriberto Astudillo, Rubén Pedro Bonet, Eduardo Adolfo Cappello, Mario Alberto Delfino, Carlos Alberto Del Rey, Alfredo Elías Kohon, Clarisa Rosa Lea Place, Susana Graciela Lesgart, José Ricardo Mena, Miguel Ángel Polti, Mariano Pujadas, María Angélica Sabelli, Humberto Segundo Suárez, Humberto Adrián Toschi, Jorge Alejandro Ulla y Ana María Villarreal de Santucho (compañera del líder del ERP, Mario Roberto Santucho) fueron asesinados.
Berger, Haidar y Camps lograron dar testimonio de los hechos, pero serían desparecidos años después, durante la dictadura cívico-militar que comenzaría el 24 de marzo de 1976.
Ese martes, a la noche, el peronismo realizó un acto en la Federación de Box, que tuvo al dirigente Héctor Cámpora, delegado de Juan Domingo Perón y futuro Presidente de los argentinos, como principal orador.
La multitud le reclamó que los cuerpos de los militantes fueran velados en la sede del Partido Justicialista ubicada en la avenida La Plata.
«Todos los guerrilleros/ son nuestros compañeros», coreaba la militancia, y tras algunos cabildeos, «el Tío» finalmente cedió.
Al otro día, los cuerpos de los ejecutados llegaron al aeropuerto de El Palomar, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, y sus familiares los retiraron para velarlos por su cuenta.
Pero los restos de Capello, Sabelli y Villareal no fueron retirados por sus deudos más cercanos y, tras varias gestiones, se decidió trasladarlos a la sede del PJ.
Fuerzas policiales no querían que se realizaran pericias sobre los cuerpos, y en la noche del 23 interrumpieron la ceremonia fúnebre para precipitar los entierros, en medio de una violenta represión que estuvo a cargo del comisario de la Federal Alberto Villar.
Tras los sucesos de Trelew, Allende decidió que no podía entregar a los seis jefes guerrilleros que habían escapado a Chile porque las FFAA argentinas, dijo, «habían perdido el honor», y entonces autorizó su traslado a Cuba.
El 24 por la noche, Lanusse habló al país; se aferró a la versión oficial y remarcó que la institucionalización del país «era irreversible».
«Los recientes hechos de Rawson y Trelew muestran con crudeza cuáles son las conductas de estos minúsculos grupos de extremistas que pretenden imponerle al pueblo argentino sus exóticas ideologías», señaló el dictador.
Al día siguiente, el gobierno de facto extendía el plazo para que se presentaran como candidatos las personas que tenían residencia en el exterior, una resolución a medida de Perón, que desde Madrid se solidarizaba con las víctimas de la Juventud Peronista.
La «Masacre de Trelew» hizo evidente que el llamado a elecciones y la proscripción del peronismo no podía dilatarse más.
Pero con los fusilamientos quedó también sembrada la semilla del terrorismo de Estado y la represión ilegal que emergería con fuerza en 1976.