Memorias de Poetas y Canciones
por Mariane Pécora
Parafraseando a Armando Tejada Gómez, podemos decir que la prosa de Adolfo Marino (Bebe) Ponti logra la magia de hacernos volver a esas pequeñas cosas donde amamos la vida.
Su nuevo libro, Memorias de Poetas y Canciones, comenzó -según sus propias palabras- siendo un ejercicio de escritura que poco a poco se fue convirtiendo en un compendio de historias, anécdotas y relatos de los más emblemáticos autores, poetas e intérpretes del cancionero popular argentino. Y, para esta cronista, en un lugar para el encuentro con nuestra identidad cultural y sus raíces.
El 7 de noviembre, el escritor y poeta presentó su libro a sala llena, en el mítico Marabú, este salón que fue parte de la historia del tango, con figuras como Homero Manzi, Troilo y Piazzolla, donde también sonó el rock nacional en su primera época, y que en la actualidad funciona como salón de milonga. Pero hoy se convierte en salón literario y espectáculo de tango y folclore. Luz en el escenario. Bebe Ponti lee algunos relatos, espaciados con tangos, zambas y bailarines. Y el libro aparece. Destacan Peteco Carabajal, Pablo Banchero con sus músicos de tango y la bailarina Natacha Poberaj. Hay poetas entre el público como Leopoldo “Teuco” Castilla y Norberto Barleand, músicos y escritores. Y una sorpresa, la presencia en primera fila de la cantante brasileña María Creuza, aquella garota de Ipanema que entonaba sambas y bossas junto a Vinicius de Moraes.
Memorias de Poetas y Canciones, es un viaje en el tiempo que nos permite encontrar personajes, recorrer las calles y los lugares que inspiraron las letras de tangos inolvidables. Por allí aparece Pascual Contursi en los albores del siglo veinte, cuando esa melodía de arrabal y conventillo conquistaba la Buenos Aires afrancesada. Homero Manzi, el poeta del tango nacido en Añatuya, Santiago del Estero, donde la humilde casa de su infancia aún permanece en pie -nos cuenta Bebe Ponti- como deshaciéndose en la intemperie del tiempo. Aparece Catulo Castillo, escribiendo Tinta roja en aquel Caserón de tejas donde, tal vez, esperaba a María. Aparece Discepolín y el tango Cambalache, esa precisa descripción de un comienzo de siglo que por entonces se presentaba como una tragedia (y que ahora pretende repetirse como una farsa). Aparece Celedonio Flores y el naufragio de un amor en la letra de Mano a mano. Enrique Cadícamo, la Garúa en el desolado paisaje del puerto, y Aníbal Troilo, Pichuco, escurriendo esa nostalgia en el fuelle del bandoneón. Aparece el poeta Julián Centeya, ese Hombre gris sentado en el café Domínguez de la Corrientes angosta esquina Paraná, tal vez en la misma mesa desde donde, hace una veintena de años, Bebe Ponti vio bailar por primera vez a su compañera de vida, Silvina Damiani. Aparece Homero Espósito en el quartier Pigall de París, conquistando a una francesita al conjuro de un viejo gotán. Aparece el “Chiquilín”, de Horacio Ferrer, apretando la ñata contra el vidrio en el bodegón de Bachín en la calle Rodríguez Peña, a metros de Corrientes. Y, “Desplegando las alas del alma”, nos encontramos con Eladia Blázquez, aquella mujer de tango a la que, tal vez, por contrariar su destino, dios se le escapaba en cada esquina.
Los juglares, aquellos trovadores que con su canto encarnan el sentir del pueblo, aparecen dando testimonio de aquella primavera democrática de principios de los ‘80 que, pese a tantas vidas diezmadas, la Dictadura militar no logró detener. Horacio Guarany volvía del exilio con metamorfosis de guitarra para proclamar: “Si se calla el cantor, calla la vida”. María Elena Walsh, desde la censura, el retiro de los escenarios y largos viajes al Exterior, esbozaba los versos de esa canción que Bebe Ponti define como la alegoría de la salvación. “Cómo la cigarra” es para el autor de este libro “la metáfora de los argentinos, a cuya letra vamos siempre para ganarle a la desesperanza”. Y siguen aquellas y aquellos que transitan el barrio San Nicolás -más conocido como el Centro porteño-, los vecinos de SADAIC, como Teresa Parodi empuñando las alas de la canción para abatir el olvido. Nacho Wisky, ese ángel californiano que solía entablar etílicos debates poéticos con Hamlet Lima Quintana y Armando Tejada Gómez en un bar aledaño a SADAIC. Peteco Carabajal, componiendo “Las manos de mi madre” al amanecer, mientras asomaba el sol en el barrio de Constitución. Ariel Prat, inseparable compañero de aventuras de Bebe Ponti, inmortalizando la ternura cotidiana de la humildad en su canción “Olor a hogar”. Jorge Fandermole, rosarino y pescador, ensayando “Oración del remanso” sobre un pentagrama de peces. Luis Alberto Spinetta, el flaco, que inauguró la edad del amor con “Muchacha ojos de papel”, compuso mil canciones y una tarde de febrero decidió marcharse en esa balsa que nunca zarpó.
El folklore, ese latido de pueblo adentro, completa este compendio de vivencias y narraciones que, sin nostalgia ni melancolía, nos transportan a la salamanca norteña donde el supay nos inicia en las artes de la música, como lo hizo con Bebe Ponti, cuando escribió, en su Quimilí natal, la letra de “Incendio del poniente”, la canción que dio nombre al primer disco de Jacinto Piedra. Y cuando más tarde trazó las coplas de “Para cantar he nacido”, esa chacarera profética que Mercedes Sosa inmortalizó con su voz.
Y por estos senderos del libro, como si tratara de un embrujo, nos encontramos con el rostro aindiado y la frente tallada por cuerdas guitarra de don Atahualpa Yupanqui, el hombre que llevaba el paisaje en la sangre, recordando un encuentro con un aprendiz de supay por los pagos de Salavina. Encontramos a Juan Carlos Carabajal, el padre de la chacarera, y su inmensa obra inmortalizada en una vidala. Y andando por semblanzas de autores, poetas y cantores, entre el buen vino y viajes tierra adentro, nos encontramos con un Jaime Dávalos, que, al partir de este mundo, legó el embrujo de la “Tonada del viejo amor” en una muchacha que cautivó al autor en un paraje catamarqueño.
Julián Zini, el gurí hecho hombre, recorre en estas páginas la selva correntina, cual relámpago de zapucay, para cambiar un beso por un puñado de guindas a la “Niña del ñangaripí”. El violín del monte, don Sixto Palavecino, y la anécdota de ese fortuito encuentro citadino con Felipe Corpos, el hombre que puso voz quechua a sus cuerdas. Y del hallazgo de la descomunal figura de Ariel Petrocelli recitando coplas en un bar porteño, nace la reseña a la magia de ese compositor y poeta cuyos versos hacían visible lo invisible.
El exilio provinciano de Armando Tejada Gómez y su repentina aparición en la recoleta Buenos Aires, tras la derrota de Malvinas, se presenta como una de las postales más elocuentes de la distancia que existe entre las gentes del puerto y las de tierra adentro. Para completar esta idea, surge un Ramón Ayala, el mensú, haciendo latir el esplendor de la selva misionera sobre la espalda fatigada del trabajador yerbatero. Y, desde el Chaco boliviano, Antonio Nella Castro retrata el devenir de las etnias de esta tierra en “Zamba del chaguanco”.
Las anécdotas de hombres necesarios como Halmet Lima Quintana. Admirados como Félix Luna, Ariel Ramírez, Julio Fontana y su “Zamba para olvidar” se completan con la semblanza a “Todavía cantamos”, la canción de Víctor Heredia que se convirtió en el himno de la lucha por Memoria, Verdad y Justicia. Y que, en estos tiempos oscuros, es símbolo de resistencia.