Neutralizar la meritocracia desde el arte comunitario
Entrevista a Edith Scher
por Mariane Pécora
El grupo de teatro comunitario Matemurga, dirigido por Edith Scher, se gestó tras revuelta popular de 2001 -en respuesta a la cultura meritocrática impuesta por el neoliberalismo-, como una forma de expresión artística capaz de condensar en un Nosotros cada aporte creativo individual.
En el mundo moderno el concepto de meritocracia encarna el principio orientador de la ideología neoliberal contemporánea. La medida del mérito está signada por las capacidades individuales y el espíritu competitivo de las personas para ascender en la escala social. Lejos de propiciar la igualdad de oportunidades, el mérito promueve una segregación exclusiva que deviene en un individualismo antagónico a la empatía que impulsan otras experiencias, como por ejemplo, el teatro comunitario.
Cuando en 1958 el sociólogo británico Michel Young acuñó el término meritocracia en el libro El triunfo de la meritocracia lo hizo en un sentido peyorativo, pues trata de una distopía situada en 2034, que describe un mundo ya no gobernado por el pueblo sino por la elite de los más capacitados. Lo asombroso, en este tiempo poco distante al descrito, es que este texto se asemeja a una profecía.
Young, que en 2001 se arrepintió profundamente de emplear este término, advierte en El triunfo de la meritocracia que la doctrina del mérito lejos de propender a una igualdad de oportunidades deviene en un mecanismo que neutraliza las desigualdades mediante el disciplinamiento. Bajo la excusa de la ‘igualdad de oportunidades’, el narrador describe en el libro el escalafón jerárquico que organiza las clases sociales en función de la inteligencia y aptitudes, perpetuando el orden social a través del sistema educativo, de manera que los privilegios de clase mutan en ‘dones’ o ‘méritos’ personales. Los de abajo, dice el narrador, han pasado por la maquinaria que los ha convencido de su condición de inferioridad. Y asegura que la meritocracia logra un sistema de desigualdad social con gran estabilidad ideológica y mental.
Las jerarquías meritocráticas descriptas por Young hace 60 años, son absolutamente equiparables a las de los CEOS de las corporaciones que digitan el devenir del mundo. La diferencia radica en que el mérito no equivale al nivel de formación, sino a la capacidad de extraer ganancias. Quienes gobiernan forman parte de esa elite, o bien sirven a ésta. Pues, desde la perspectiva neoliberal, tras la idea del mérito hay una noción particular de lo que es valioso para la sociedad. Una sociedad cuyas necesidades reales son ajenas a las elites y que, cuando se lo propone, subvierte el mito de la salvación individual.
El teatro comunitario, se erige aquí como la antípoda de la meritocracia, pues consiste en un espacio de absoluta inclusión, donde cualquiera puede participar sin ningún tipo de casting ni selección desde una concepción del arte como derecho. Así lo entiende Edith Scher, directora de Matemurga, grupo de teatro comunitario que nació al calor del estallido social de 2001. El primer gran coletazo que recibió el culto a la meritocracia, institucionalizada a partir advenimiento del neoliberalismo en nuestro país.
Hace exactamente 20 años, Edith Scher se lanzaba a esta aventura; sentía la necesidad de ofrecer algo a esa humanidad que tomaba las calles y se erigía sobre las cenizas del despojo y la indolencia. Formaba parte de ese colectivo; el horror signó su existencia tras el atentado a la AMIA. Su madre fue una sobreviviente y junto a ella clamaba por esa justicia, que intuía, nunca llegaría. Como aún no llegó.
Música, compositora, crítica de arte y actriz, Edith Scher asegura hoy que en una sociedad donde prima el individualismo, el teatro comunitario propone un sujeto colectivo que narra, es decir, elabora una síntesis poética donde la conjunción de cada aporte personal confluye en un Nosotros. Este enfoque sitúa al arte no solo como herramienta, sino como una práctica transformadora en sí misma, que incide tanto en la subjetividad como en el empoderamiento de una comunidad.
¿Qué mecanismos ponen en marcha esta práctica transformadora del arte comunitario? ¿Cómo se manifiesta este empoderamiento?
En principio, el carácter transformador del arte deconstruye el mandato socialmente impuesto respecto a la domesticación de los cuerpos. Por eso en el teatro comunitario se juega. Y este juego no solo se desarrolla porque se están entrenando técnicas de actuación, sino porque el juego conforma la sustancia del proceso creativo en la medida en que transforma a la persona y transforma a ese grupo, que cada vez se empodera más en una sociedad que todo el tiempo le está diciendo: No se puede. Este empoderamiento, esta sensación de que es posible cambiar cosas que parecen inmutables, genera muchas transformaciones en lo personal, porque el hecho de poner el cuerpo y jugar, el hecho de poder cantar, y que esto se convierta en una ficción que expresa un Nosotros y genera un mundo propio, desde una mirada territorial y desde un concepto de celebración, donde arte, memoria e identidad están presentes, es en sí transformador. Te posiciona en el mundo de otra manera, y desde el vamos, sin pretender ser pretenciosa, ayuda a vivir mejor.
¿Cómo opera el carácter transformador del arte comunitario en una sociedad signada por el individualismo?
Obedecer es no jugar otras posibilidades. El condicionamiento intelectual y la determinación de la corporalidad son indisolubles, la mentalidad se construye desde ahí. Lo que hace el teatro comunitario para crear es atacar esos estereotipos, trabajando lo corporal desde los diferentes abordajes del juego. El juego tiene que ver con generar actuación, y desde allí, ficción. Y, si ese juego es colectivo, lo que se crea es un universo donde van apareciendo los personajes para una obra sin entrar en los clichés.
Se trabaja sobre consignas, se propician improvisaciones, rondas de relatos y todo el tiempo se va sintetizando la idea hasta que el mundo que se va gestando nos va diciendo hacia dónde ir. Por eso es muy importante no tener el texto escrito, sino construirlo con aportes colectivos hasta lograr una dramaturgia que concentre esa polifonía de voces, sintetizada por una mirada condensadora. Se trata de un proceso que lleva mucho tiempo y que una vez terminado, ya no se pueden diferenciar las particularidades. Nadie puede decir qué es de quién. Eso es lo que tiene de comunitario y al mismo tiempo de transformador.
¿La empatía es algo inherente a lo comunitario?
La empatía no es algo que se dé naturalmente. Vivimos en un mundo neoliberal donde las leyes del individualismo son muy fuertes. Todo se gesta. La empatía también. Se trabaja mucho sobre este aspecto, no solo hablando sobre el tema sino con la tarea misma. Porque si la comunidad tiene derecho a crear ficción a partir del arte, construye un relato que modifica lo que parece dado, lo que aparece como único. Desde la simple contundencia de plantearse: antes nada y dos años después un espectáculo. Hasta publicar libros, grabar discos, pensar en una filmación, en un viaje… Todo esto empieza a suceder en la vida de una persona gracias a este mar colectivo que tiene al arte como centro y le permite hacer con otres cosas que en soledad no podría realizar.
Por eso, en esta práctica comunitaria centrada en lo artístico el Yo no sirve si no suma a un Nosotros. Pero nadie se aliena ni se pierde, porque a la hora de crear un espectáculo cada quien tiene que trabajar en su personaje desde el cuerpo, con su particularidades, sus modos de andar, su voz, su historia y su conflicto dentro de esa historia. Cuando se hace la puesta de la obra no nos encontramos con un todo homogéneo, vemos cada personaje en su singularidad. Ese es el aporte individual que se hace a esta totalidad que constituye lo colectivo. El grupo es mucho más que la unión o la suma de sus individualidades. Es el grupo como grupo y eso es altamente transformador. En principio para quienes participan, pero también para quienes asisten al espectáculo, que de pronto se dan cuenta de que la creación con aportes colectivos es posible.
Matemurga comenzó a tomar forma en 2002, de la mano de Edith Scher en una sociedad que, ofuscada ante desencantamiento neoliberal, exploraba formas autogestivas de expresión comunitaria. Al cabo de 20 años Matemurga gestó un elenco de teatro, una orquesta y un grupo de titiriteres. Espacios que se sostienen con una sinergia que ni la pandemia logró frenar. Por el contrario, durante el aislamiento casi la totalidad de los integrantes de este colectivo siguieron en constante actividad a través de zoom o meet. Se generaron canciones, espacios de actuación y de escritura. Experiencia que resultó terapéutica y produjo una síntesis poética, que se materializará en la grabación del disco Canciones en pandemia, y en la edición de un libro de relatos trabajado en forma colectiva. La post pandemia, habilitó el reencuentro de las corporalidades y el preestreno de un nuevo espectáculo, creado en 2019, antes del encierro, que paradójicamente se denomina Falta el aire.
Epilogo sin ánimo de spoiler: hacia el final del libro El triunfo de la meritocracia, Michel Young anticipa un estallido social encabezado por las mujeres, excluidas de la elite gobernante, que, junto a las dóciles clases inferiores, rebeladas, y a una minoría de intelectuales disidentes, irrumpe en las calles arrasando con la totalidad de los meritócratas…, hasta con el propio narrador.
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