Oscar Aleman: Singularidad e identidad

Por Carlos Semorile

La vida y la obra de Oscar Aleman parecen jugar un persistente dilema entre la singularidad y la identidad. Su nieta, Jorgelina Aleman, asegura que el INADI considera a su abuelo “como descendiente de afroamericanos. En realidad a mí siempre me dijeron que venía de una mezcla de indios del Chaco. Seguramente había allí alguna rama africana y otro poco de sangre de españoles. Era definitivamente mestizo. Su padre era un Moreira, ese apellido famoso”. En Sudestada, Hugo Montero cuenta que cuando la familia Alemán bajó desde el Chaco para presentarse en la Capital como Sexteto Moreira, “el público ovacionaba a los dos más chicos, que bailaban en el medio de la pista. Pero si había uno que sobresalía a los ojos de la gente, ése era Oscar. Hasta campeonatos de malambo llegó a ganar cuando no llegaba todavía a los diez años”.

Pocos años después, se daría una escena semejante en la ciudad de Santos: “El negrito bailaba y se contoneaba, todo sonrisa, todo simpatía -dice Montero-, y una multitud detenía el tránsito de la vereda para mirar aquella danza increíble, aquel negrito artista”. La madre había muerto en Buenos Aires, el padre se había suicidado en Brasil, y Oscar -que había perdido todo contacto con sus hermanos- lustraba zapatos, abría puertas de autos en un hotel, y en cuotas se pagaba el cavaquinho con el que llamaría la atención del músico Gastón Bueno Lobo. El brasilero le regala una guitarra y le enseña los rudimentos del instrumento que lo acompañará toda la vida.

Juntos llegan a Buenos Aires a mediados de 1920, tocan distintos géneros de música popular y conocen a Charlo, Cadícamo, Discépolo y Gardel. Luego viajan y se establecen en España, hasta que la falta de trabajo hace que Lobo viaje a París y se postule como guitarrista de Josephine Baker. Pero Lobo es rechazado por los músicos de “la diosa de ébano” -que lo quieren a Alemán-, y regresa a su tierra. Según Alemán, “cuando él supo que yo estaba contratado por Josefina Baker, se suicidó en Brasil, en una plaza”. Su segundo padre, el hombre que lo había rescatado de la calle, también se suicidaba.

La década del 30 lo encuentra brillando en la banda de la norteamericana, a la que llegará a dirigir. “El niño terrible de la música” -como lo llama la Baker-, es ambicionado nada menos que por Duke Ellington, pero ella no se lo cede. Años más tarde, entrevistado por Roberto Espinosa, Oscar dirá: “Debería tenerle bronca a Josephine porque mi vida hubiera cambiado. Ellington me ofrecía el triple de lo que ella me pagaba y me iba a presentar mejor”. Por la misma época, fascina a Louis Armstrong quien lo escucha interpretar “Hombre mío” y se suma a la música, primero con la embocadura de la trompeta y luego con su clásico “scat”.

En París conoce a otro inmenso violero, el gitano Django Reinhardt, con quien comparte las veladas del Hot Club en verdaderas reuniones cumbre. Sin embargo, el prestigioso crítico Leonard Feather escribirá luego de conocerlo a Oscar: “Si alguien vuelve a mencionarme de Django Reinhardt, lo miraré fríamente; Alemán tiene más swing que cualquier otro guitarrista en el continente”. Su discípulo y colega Carlos “Chachi” Zaragoza va todavía más lejos al considerarlo “el mejor guitarrista del mundo”.

La llegada de los nazis a París hace que tenga que dejar Europa en su mejor momento artístico. De regreso en Argentina, será uno de los principales protagonistas del espectáculo argentino durante cuatro décadas, animando con jazz y otros géneros populares los concurridos bailes de los dorados años de “la típica y la jazz”. Hernán Gaffet, realizador del documental “Oscar Alemán, vida con swing”, dice: “Oscar es al jazz argentino, lo que Gardel es al tango (…) Gardel quedó como un emblema argentino, porque el tango es un ritmo autóctono, mientras el jazz es un ritmo americano, pero Alemán lo hizo muy argentino”.

El hombre que se reencontró de adulto con sus hermanos perdidos, el que dijo que “fui creando solo mi propia manera de tocar jazz”, el artista singularísimo que fue amigo de Discépolo, Troilo y Salgán, el que transitó el olvido y pasó varias navidades a mate y pan, es el mismo genio que dejó una marca de identidad insoslayable para la música nacional.

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