Postales de la nave de los locos…

por Marcelo Valko

Muchos imaginan que la Tour Eiffel, ícono indiscutible de París y de toda Francia, estuvo desde siempre, pero se equivocan: para lo que son los procesos históricos es muy reciente. Se inauguró en 1889 durante la Exposición Universal. Su altura de trescientos metros se divisa desde casi toda la ciudad. Nosotros estuvimos a mediados del otoño, y al caer la tarde imitamos a los numerosos grupos de personas que se instalan en los parques de las inmediaciones para estar allí cuando se enciende en una fiesta de luces y se convierte en un enorme árbol de Navidad, de un magnetismo perceptivo que hipnotiza provocando una alegría visceral que se advierte en la exclamación espontánea de la gente. Algo comenté hace tiempo en estas páginas al adentrarme en el París de La Maga, sus puentes y la triple tumba del Cronopio, se trata de una hermosísima ciudad por donde se la mire. Ni que hablar de Notre Dame con sus famosas gárgolas que hasta los chicos conocen debido a los dibujitos, o la increíble Sainte-Chapelle con los exquisitos diseños de los vitrales del Gran Rosetón que narra la historia de las supuestas reliquias sagradas que albergaron sus paredes como la corona de espinas de Cristo, los clavos de la cruz, el hierro de la lanza del guardia que lo atravesó y hasta la esponja que el emperador Balduino de Constantinopla, apremiado por sus deudas, le vendió a Luis IX en 1241.
Como tantas ciudades de origen antiguo, en este caso es pre-romano, el diseño de sus calles es un tanto intrincado, muchas son estrechas y quizás por ello, numerosos bares que tienen pequeñas mesitas en la vereda sus sillas están orientadas de espaldas a la pared para no perder detalle y seguir sumergidos en la vida que transcurre como un río que no deja de fluir.
Otra visita obligada a la que le dedicamos un día entero tiene que ver con un río. Si bien el Museo del Louvre se encuentra junto al sinuoso Sena, el río al que aludo se encuentra en una de sus galerías pictóricas y cobija la obra de un artista muy particular. Se trata de una cita que aguardo desde mi época de estudiante cuando me sumergí en el primer tomo de La historia de la locura de Foucault. Al comienzo del libro se enfrasca en en La nave de los locos, obra de Hieronymus Bosch conocido como El Bosco. El óleo sobre tabla de 1503 muestra una barcaza que transporta una serie de personajes alucinados que cantan y beben mientras navegan hacia una deriva sobre la que no tienen injerencia. Afortunadamente, las salas que exhiben la obra de este pintor flamenco de una imaginación con asociaciones tan increíbles y lejanas que cuesta desentrañar, estaban desiertas. Teníamos todo el tiempo para admirar su trabajo como quisiéramos en íntima soledad. Para poseer una carga simbólica tan profunda, me sorprendió que con sus pequeñas dimensiones la pintura, que seguramente formaba parte de un díptico o tríptico, logre dar cuenta de la fascinación que ejerce la demencia. Posee una fuerza primitiva de revelaciones verdaderas que propone y asegura la realidad de lo onírico, de lo que no tiene sentido. Resulta evidente que El Bosco se inspiró en parte en el poema satírico del escritor Sebastián Brant impreso en Basilea en 1494, llamado Stultifera Navis, que tuvo un éxito inmediato relatando los periplos de una embarcación tripulada por lunáticos que desciende los ríos de Renania hacia Narragonia (el paraíso de los locos), de hecho, en el mástil flamea la bandera de los lunatici. Pronto se traduce en francés y también alemán como Das Narrenschiff. Vale acotar que la obra de Brant se publicó dos años después del Descubri-MIENTO de América. La irrupción del Nuevo Mundo fue un poderoso disparador intelectual del imaginario europeo, un ejemplo es la obra de Tomás Moro que da cuenta de la Isla de la Utopía. Evidentemente, el Bosco, especialista en espantos, miserias e infiernos, también nos indica que el imaginario de aquel entonces estaba obsesionado con el tema de la locura. No olvidemos que El elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam es de 1509, ya que la locura desafía el orden, lo ridiculiza, como bien lo describe Humberto Eco en el Nombre de la Rosa al hablar de lo peligrosa que resulta la risa, la burla, puntualizando verdades, frente a la cual poco puede hacer el poder.

Aquella sensación de introspección que experimenté frente a la pintura del Bosco me conduce a otro lugar que en vez de elevarse al cielo como la Torre Eiffel frente a la que se aglomera la gente haciendo colas infinitas o ingresando en tromba como en el Museo dando codazos para sacarse una selfi frente a la Gioconda, se encuentra debajo de los profundos cimientos de la ciudad. Me refiero a las Catacumbas, en comparación son pocos sus visitantes, una cuestión que potencia y favorece lo íntimo y lúgubre del asunto. Es un descenso a los círculos infernales de la Divina Comedia. Es necesario abonar una entrada, que podemos asociar con las dos monedas que los griegos colocaban en los ojos del difunto para que en el Más Allá pudiera pagar al barquero Caronte el traslado por la laguna de Estigia y así llegar a destino en el Hades. Comenzamos un descenso vertical de veinte metros por una escalera en espiral para llegar a las galerías de las canteras de roca caliza que ocupan buena parte del interior parisino e incluso discurren debajo del Sena y también de las intrincadas líneas del Metro. El inicio de los socavones data de la época medieval para utilizar los yacimientos de piedra destinados a la construcción. La expansión de la ciudad siguió carcomiendo el subsuelo donde incluso los canteros excavaron acueductos por orden de María de Médicis en 1613. Con el tiempo, y por cuestiones de salubridad, comenzaron a arrojarse en las galerías abandonadas los despojos de los muertos de los abarrotados cementerios parisinos.

La escalera de 130 peldaños finaliza en una especie de hall. Allí, grabada en letras mayúsculas, sobre el dintel de la puerta de ingreso, una nítida advertencia dice: ARRETE! C´EST ICI L´EMPIRE DE LA MORT (Detente! Aquí empieza el reino de la muerte). Tras cruzar ese umbral, abandonamos este mundo y realmente comienza aquel imperio. Las catacumbas tienen dos niveles de galerías y están “habitadas” por los despojos de más de seis millones de parisinos. Con total razón, llaman al extraño osario el duplicado de la ciudad, quizás siguiendo aquel axioma alquimista que atraviesa el tiempo desde Hermes Trismegisto, que afirma “Como es arriba así es abajo” y que también lo encontramos con los opuestos complementarios del taoísmo: yin-yang. La Ciudad Luz de arriba aquí abajo padece una oscura metamorfosis. Es un ámbito sobrecogedor donde se advierte lo binario y el contrabalanceo de dos fuerzas poderosas, el mágico equilibrio de la vida y la muerte, lo opaco y lo traslúcido, la idea y el signo. Recién hacia 1810, los restos acumulados en un revoltijo comenzaron a ser ordenados de modo “decorativo”. Así se apilaron cráneos y huesos largos en hileras con un «ritmo», formando una especie de pared o fachada detrás de la cual se almacenaban los huesos restantes. Supongo que no ha de existir en ningún lugar del mundo un espacio similar. Se avanza por un kilómetro y medio de pasadizos, y hasta columnas tapizadas de restos esqueletarios, cráneos, tibias y fémures están amontonados siguiendo un patrón estético sorprendente. Finalmente, después de cruzar debajo de varias calles, se llega a la escalera que tiene otro centenar de escalones, dejamos atrás la humedad y la muerte y accedemos a la superficie, al aire, a la vida de la Ciudad Luz.

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