Relatos Indómitos

El niño que abrazaba los semáforos

por Marta García

Tenía siete años. Su mamá se ponía roja para que él pudiera bailarle a unos autos que no querían pagar la entrada a ese espectáculo único: Michael Jackson y su caminata lunar en patas. También le cuidaba el trapito y ante una inminente lluvia de desprecio lo rescataba poniéndose verde. Cosas que solo hace una mamá.
Con los mocos colgando, olor a pis y limpiándose con servilletas usadas, dormía debajo de un banco de la plaza con ese calor que construye la intemperie con caja de caloventores.
Fue presa fácil para varios depredadores. Un día apareció alguien con cara de estado ausente y lo catalogó como un niño en situación de calle y lo sacó de allí para ubicarlo en situación de abandono dentro de uno de los pliegues jurídicos estatales y allí se convirtió en una pelusa en situación de expediente.
Aunque lo bañaran seguía oliendo a pis porque el olor a abandono no se va solo con jabón. Se te mete en la epidermis hasta chuparte toda la queratina. Allí estaba en las puertas del juzgado pidiéndole a la asistente social que fueran a la plaza a buscar su caloventor de cartón porque iba a llover y que extrañaba al semáforo. La jueza, finalmente, los llamó. Olfateándolo y sin mirarlo, intentó abrir la ventana. Como le costaba hacerlo y con la rapidez de un sobreviviente callejero, él se levantó y en puntitas de pie la ayudó.
-¡Ah, por favor, agarre a este chico y siéntelo…! puuf…. -con la mano apantallándose la cara.
¿Se puede ser más oscura? Si estás en un despacho donde no se anima a entrar el sol, sí.
No lejos de allí, Marina, una maestra que hacía delivery de hamburguesas entraba como cada mediodía a Tribunales llevando los pedidos para el almuerzo. Ese día hubo una confabulación de los ascensores en Buenos Aires. Y dejaron de funcionar -de algún modo hay que explicarlo- por causas técnicas. Mientras subía por las escaleras con el peso de quince pedidos en su mochila, sucedió.
El olor a hamburguesas cruzó coordenadas con el olor a pis en plena escalera. Y se olieron que es otro modo de hablarse. Ella subía con el pedido, él bajaba con el desprecio. En aquel despacho apagado se enteró de la situación de aquel olor que la había conmovido. Y luego de un tiempo y de una serie de trámites, ese niñito que se aferraba al semáforo como a una mamá, abrazó a una de verdad. Y su piel volvió a producir queratina antes de conocer el jabón. Ya estaban maternando.
Nunca más se separaron. Descubrió la interminable variedad de olores que fabrica un hogar. Feos, espantosos, irresistibles, maravillosos, transpirados, cristalinos, aromáticos, enojados, raros, cumpleañeros.
“No te preocupés, nadie te va a retar porque comas con la boca abierta, pero si podés tratá de no hablar a la vez porque aparte de que nos divertimos con tus gestos graciosos también se pueden caer al suelo restos de comida y Gutierrez que tiene problemas renales se los come y se enferma”.
Y un día dejo de hacerlo no porque es lo que corresponde a un niño hegemónico, es lo que hace un niño sensible por un perrito que lo recibió el primer día revoleándole la cola, tirándolo al suelo y dándole lambetazos, a pesar de sus problemas renales y sus veinte años. También descubrió la infinita variedad de colores que puede tener en un mismo día un rostro materno.
Oportunidades laborales llevaron a la familia hasta Córdoba. Ya pasaron doce años. Hace unos meses, él comenzó una carrera en la UNC como ya lo habían hecho sus dos hermanas. Marina y su compañero pelean por sus vidas con sueldos docentes sin pólvora. Hay días en los que no bajan los brazos porque tienen que hacer señas al colectivo para movilizarse hacia la lucha de clases.
Él aun baila como Michael Jackson y recuerda a su mamá de tres luces.
Tampoco se olvida de ese olor a hamburguesa que en una escalera abrazó a su hedor. Cada vez que ve a un chico de su edad, no de su edad fragancia jabón sino de su edad fragancia pis, limpiando parabrisas que lo quieren muerto, ve a un david cercado por goliats recién bañados en su propia roña.
Entonces se da cuenta. Entre uno y otro destino la diferencia fue un ascensor descompuesto. Si aquel 28 de agosto de 2012 hubiera funcionado, él sería otro david al que nosotros, goliats mugrientos, hemos despojado de todo. Hasta de la piedra.

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