Salud y lógicas de mercado: La píldora mágica
por Celeste Choclin
“¿Está el cuerpo preparado para la vida moderna?” Se pregunta el personaje de Capusotto y en seguida presenta al superhéroe Robotril: “El pequeño gigante que hace que todo siga funcionando sin cuestionamientos”. La sátira hace una excelente síntesis de la lógica actual de la industria farmacéutica. El superhéroe aclama: “Lo importante no es curarse, sino anular los síntomas para que tu vuelvas a trabajar y consumir libremente lo más rápido posible”. Y ante los efectos colaterales de fármacos, que sirven al corto plazo y a su vez crean otras dolencias, Robotril presenta la Liga de la Justicia Farmacéutica: un abanico de medicamentos que aplacan estos efectos secundarios. Uno combatirá la acidez, otro las migrañas, un tercero las contracturas, y así sucesivamente. Hasta que el enfermo se encuentra inesperadamente enganchado en una maraña de pastillas de la que resulta muy difícil salir.
¿Es ético promover medicamentos como soluciones mágicas?, ¿qué visión del cuerpo se esconde detrás de esta mirada parcial de las dolencias?, ¿se debe considerar al medicamento como un bien de consumo?, ¿por qué no plantear el problema a fondo y buscar soluciones integrales?
Sin subestimar los avances de la medicina, ni el uso de medicamentos cuando es necesario, realizaremos un recorrido por estas cuestiones desde la convicción de que la salud es un derecho humano fundamental y no debe ser mercantilizada.
Cuerpo, colección de órganos
El modelo médico hegemónico en Occidente ha tendido a ver al cuerpo separado del hombre que lo porta, un cuerpo que carece de totalidad y más bien se parece a una colección de órganos. “A partir de los primeros anatomistas, la representación del cuerpo deja de ser una visión holista de la persona (…) el médico despersonaliza la enfermedad. No se la ve como la herencia de la aventura individual de un hombre en un espacio y en un tiempo, sino como la falla anónima de una función o de un órgano”, afirma David Le Breton en Antropología del cuerpo y modernidad. El médico se aboca a la curación del órgano enfermo como si fuera un ente autónomo, dejando de lado la historia del sujeto, su cultura, sus relaciones sociales (1).
En la actualidad, esta despersonalización del enfermo se profundiza en los sistemas de salud donde se recurre directamente al especialista, con tiempos de consulta tan breves que impiden ir más allá de la curación inmediata de la dolencia puntual. Y se nota la ausencia de historiales clínicos unificados y de la figura del médico de familia, que poseía un conocimiento más a fondo de las trayectorias familiares.
Bajo esta concepción instrumental del cuerpo, el enfermo asume su rol de paciente: se abandona a las manos del médico y espera que el tratamiento haga efecto, como si la enfermedad fuera algo ajeno a éste: “El paciente no es llevado a preguntarse sobre el sentido íntimo del mal que lo aqueja, ni a hacerse cargo de él. Lo que se le pide, justamente, es que sea paciente, tome los remedios y espere los efectos”, afirma Le Breton.
Felices por siempre
Esta concepción de un paciente pasivo se complementa con la idea de plantear el dolor, más que como síntoma, como un estado pasajero que debe anularse lo más rápido posible.
El filósofo esloveno Slavoj Zizek sostiene que en la actualidad se exige felicidad y se procura borrar el dolor. Hay un estado de agradable pasar asociado al consumo de objetos. En el artículo “Tú puedes”, Zizek muestra cómo se impone la exigencia de felicidad, no sólo se debe obedecer a ciertos mandatos sino que debemos sentirnos felices por ello: “Ahora que el viagra se hace cargo de la erección no hay excusa: debes tener sexo cada vez que puedas y si no lo haces deberías sentirte culpable. Los sujetos experimentan la necesidad de ‘pasarlo bien’, de disfrutar, como si fuera un deber y por consiguiente, se sienten culpables si no son felices.”
Este mandato de felicidad y ausencia de dolor se enmarca en una sociedad donde la aceleración propia del mundo urbano exige un cuerpo “sano” y productivo. Las dolencias del cuerpo o del alma deben pasar pronto para retornar al trabajo y el disfrute. En este marco, no es de extrañar el crecimiento en el uso de psicofármacos. Los antidepresivos funcionan muchas veces anestesiando la molestia, proporcionando una solución rápida pero parcial, y el problema de fondo queda en el olvido. Quedan obturados los tiempos de cada uno en realizar un duelo o los motivos reales que lo llevaron a “estar a mil”. Los fármacos en estos casos actúan como soluciones mágicas y se deja a un lado la idea metonímica de síntoma como indicio de otra cosa más grande, más profunda. Se le quita protagonismo al sujeto, que se cosifica en consumidor/usuario. Y se le otorga el poder a la ciencia, la medicina, el laboratorio y la píldora, que son vistos como ámbitos objetivos, seguros, fiables, únicos portadores del saber y por tanto de la indiscutible solución.
Industria del dolor
La industria farmacéutica ha logrado posicionarse como uno de los sectores más rentables. Concentrada en grandes multinacionales, también llamadas Big Pharma, su poder ha consolidado modelos médicos hegemónicos propensos a la medicalización, ha influido en las decisiones políticas (en nuestro país la destitución del presidente Illia luego de promulgar la Ley de Medicamentos fue en claro ejemplo de ello), ha trabado el desarrollo de los laboratorios públicos, de los pequeños laboratorios, y el uso de los genéricos.
Joan Ramón Laporte, profesor de farmacología en la Universidad Autónoma de Barcelona, cuenta los factores que consolidaron el monopolio de las grandes multinacionales farmacéuticas.
Laporte sostiene que hacia los años 80, la Federación Internacional de Fabricantes de Medicamentos (IFPMA) propuso a las autoridades reguladoras de EEUU, la Unión Europea y Japón “crear un foro para discutir y fijar los criterios técnicos de la regulación sobre medicamentos”. Lo que derivó en la constitución de la Conferencia Internacional de Armonización (ICH). “La ICH creada a iniciativa de la industria, y en la que la OMS (Organización Mundial de la Salud) es un simple observador, ha sido el instrumento del pensamiento único de las corporaciones multinacionales en materia de medicamentos”, afirma Laporte. Esta asociación entre las grandes industrias y los entes reguladores de las mismas, se sustenta más en las necesidades industriales que en la salud de las poblaciones. La ICH ha desplazado a la investigación independiente y determinado la agenda sanitaria de las poblaciones.
Por su parte, la industria farmacéutica invierte el doble en promoción que en investigación y desarrollo. Dicha promoción no se limita a la saturación de publicidad en los medios masivos, sino que incluye los visitadores médicos a los profesionales, la invitación a viajes, obsequios, conferencias, incluso el control de muchas publicaciones científicas. Así se consolida un discurso del saber médico monopolizado prácticamente por un puñado de empresas que, asociadas a los organismos que deben controlarlas, definen qué enfermedad se tratará y qué fármaco se deberá usar para neutralizarla.
Desde la creación de la Organización Mundial de Comercio en 1992 se consideró que los medicamentos deber ser tratados como cualquier objeto de consumo y no como herramientas para preservar la salud. Y se aplicaron los acuerdos de protección de la propiedad intelectual, donde el propietario de la patente tiene derecho exclusivo sobre ésta durante veinte años. Así, los países más pobres quedaron en total dependencia de los grandes laboratorios para trazar sus políticas sanitarias.
Laporte indica que “la mayoría de los nuevos fármacos no son en realidad tan nuevos sino versiones modificadas de otros ya disponibles y menos costosos”. La industria farmacéutica, como cualquier otro productor de bienes de consumo, tiene su obsolescencia percibida. Los medicamentos deben renovarse, sobre todo cuando su patente está próxima a caducar. Y el modo de hacerlo es cambiando un detalle o prometiendo aliviar algún efecto colateral, aunque los tiempos no den para realizar las pruebas suficientes y se ponga en riesgo la salud. Tal como sucedió con el VIOXX, un analgésico que salió en 1999 y carecía de toxicidad gastrointestinal (el gran problema de los analgésicos), pero terminó promoviendo el cáncer de mama y el infarto de miocardio. Solamente en EEUU se calcula que produjo entre 80.000 y 140.000 infartos de miocardio. Ha sido la mayor tragedia atribuible a un medicamento, pero las demandas fueron tapadas durante años hasta que en 2004, Merck, el laboratorio responsable que forma parte de las Big Pharma, sacó el medicamento del mercado.
Medicar vs. medicalizar
“Medicar es un acto médico”, indica Enrique Carpintero en el libro La subjetividad asediada, donde el fármaco es tan sólo el instrumento. “En cambio la medicalización alude a los factores políticos, sociales y económicos que intervienen en la producción, distribución y venta de las grandes industrias de tecnología médica y farmacológica. La medicalización es un término que se viene usando desde hace algunos años para demostrar los efectos en la medicina de la mundialización capitalista, donde lo único que importa es la ganancia. Las grandes industrias redefinen la salud humana acorde a una subjetividad sometida a los valores de la cultura dominante. El resultado es que el sujeto atrapado en las ´pasiones de la tristeza´ encuentra en una pastilla la ilusión de una felicidad transitoria”.
En la industria farmacéutica actual se habla de “desequilibrio 90/10”: el 10% de la investigación sanitaria mundial se invierte en atender las enfermedades que afectan al 90% de los enfermos del mundo y el 90% de estos recursos se destinan a enfermedades que afectan tan sólo al 10% de los enfermos.
¿Cuáles son las enfermedades donde se gastan el 90% de los recursos de investigación? Las de las clases medias-altas cuyos pacientes, entendidos como usuarios-consumidores, están dispuestos a pagar muy bien. Por eso los esfuerzos no están destinados a curar pandemias, propias de los países más pobres, sino más bien a reformular viejos fármacos o a realizar una práctica cada vez más en boga: la invención de enfermedades.
Enfermedades para sanos
Jörg Blech, en su libro Los inventores de enfermedades, señala cómo se inventan dolencias para hacer creer a personas sanas que están enfermas y proporcionarles el fármaco correspondiente. Bajo esta lógica, procesos normales en el ser humano como la adolescencia o la vejez, la potencia sexual, el cansancio, la tristeza, la soledad, la timidez (rebautizada como fobia social), el luto, el niño revoltoso, son definidos como trastornos específicos. Se convence de su padecimiento, se hace sentir culpable a quien la porta y se exige la búsqueda de una solución rápida a través del suministro del fármaco correspondiente. Un remedio químico que consiste en inhibir el síntoma del malestar (incluso aunque éste no tuviera molestia alguna) sin tomar el problema de fondo. Y ello está validado por artículos en revistas científicas, campañas de concientización, congresos médicos, y por la publicidad.
El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) provee una lista de “enfermedades”, que abarcan desde la infancia hasta la vejez, con sus caracterizaciones correspondientes, asociadas al uso de fármacos determinados. Este manual fue aprobado por la Asociación Norteamericana de Psiquiatría y publicado en 1952 bajo la denominación de DSM-I. En 1968 fue reemplazado por el DSM-II, por el DSM-III en 1980, por el DSM-III-R en 1983, DSM-IV en 1994 y luego el DSM-V.
En el artículo “El DSM: la Biblia del totalitarismo” dentro del libro La subjetividad asediada, el psicoanalista español Juan Pundik señala: “Actualmente en España, donde no se elaboran muchas estadísticas ni tampoco fiables, se calcula que un 20 % de la población infantil podría estar siendo medicada con metilfenidato, antidepresivos, antipsicóticos, antiepilépticos y otras drogas similares, como consecuencia de los diagnósticos fundamentados en el DSM-IV. Sin contar con que la OMS, paradójicamente, advierte siempre a las autoridades sanitarias españolas acerca del exceso de consumo de antibióticos y antihistamínicos. Y millones de niños ´hiperactivos´ de generaciones anteriores, sanos, pero que dábamos más trabajo a los adultos por nuestra curiosidad, nuestro interés y la intensidad de nuestra actividad, nos hemos salvado de ser diagnosticados y drogados porque el DSM no apareció, afortunadamente hasta 1952”, dice Pundik.
En EEUU se calcula que seis millones de niños están medicados con metilfenidato (bajo los nombres de Ritalin o Rubiferm), un fármaco recomendado para uno de los trastornos listados en el DSM: el Trastorno de Déficit de Atención con o sin Hiperactividad (TDAH). Pundik señala que este fármaco, cuyas contraindicaciones abarcan desde el insomnio y náuseas hasta nerviosismo, vértigo y palpitaciones, está considerado como una de las drogas más adictivas. Según menciona Pundik, la Agencia Antidroga Norteamericana (DEA) ha informado que cuando se suministra cocaína, anfetamina o metilfenidato en dosis comparables, se producen efectos similares. A tal punto, que los críticos al enfoque del TDAH llaman al metilfenidato la “cocaína pediátrica”. Por otra parte, muchos padres reciben amenazas en EEUU por resistirse a medicar a sus hijos. Amenazas que van desde la expulsión del colegio hasta la privación de la tutela de los hijos.
Cada trastorno tiene su número en el manual: el trastorno de la lectura es un F81.0, el tartamudeo es un F98.5, el trastorno “negativista desafiante” es un F91.3, el trastorno de ansiedad por separación es un F93.0, las pesadillas son un F51.9, y así podríamos seguir. Y cada trastorno tiene un fármaco que tapa el síntoma sin que lleguemos nunca al fondo del problema. “El DSM refleja el intento más universal que haya existido de ataque a la subjetividad y de intromisión en la vida de los individuos”, concluye Pundik.
Psicoanálisis vs. fármacos
En una conversación, la psicoanalista Gabriela Klachko nos comenta que si bien muchas veces el medicamento resulta necesario, no se puede anular el síntoma porque éste es el indicio de algo más profundo: “Lo que hace la medicación es taponar la angustia y brindar una solución rápida y generalizada para problemas particulares. La gente no tolera la angustia, suele ir primero al psiquiatra a buscar la medicación y luego comienza una terapia. A veces se debe suministrar el fármaco porque no hay posibilidades de expresión; pero si hay, entonces hay que hacer hablar a la angustia. El síntoma es un buen indicio, no hay que sacarlo de un plumazo, sino ponerlo a trabajar desde lo singular de cada sujeto. Si tomamos a cada paciente como único, las clasificaciones de los DSM no son necesarias. Ahora bien, ¿entonces para qué clasificamos?”, se pregunta Gabriela Klachko.
“Para el mercado, para tener una respuesta rápida a la angustia, para poder nombrarnos y afirmar: ´soy esto o aquello`. El psicoanálisis coloca un coto a esta prisa y, con su escucha particular, nos pone a trabajar a través de la palabra hacia el malestar de cada sujeto, orientándonos por el síntoma.”
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1. Un ejemplo de esto ocurre en la exitosa serie Dr. House (que no es satírica), donde el protagonista clama y reitera que él lucha contra la enfermedad y que el paciente es sólo el campo de batalla. El Dr. House se niega incluso a entrevistar a los enfermos, porque dice que mienten, disfrazan los síntomas. Y la serie transcurre entre el solipsismo y la soberbia del Dr. House, análisis químicos, radiológicos o magnéticos o nucleares, abanico de fármacos, conjeturas en un pizarrón y catálogos de enfermedades, todo por fuera de la subjetividad y la historia del paciente. (N. del Editor).
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Celeste Choclin es Doctoranda en Ciencias Sociales (UBA), Magister en Comunicación e Imagen Institucional, Lic. en Comunicación (UBA), docente universitaria UBA (integrante de la Cátedra de Comunicación I, carrera de Comunicación), docente de Teorías de la Comunicación e Introducción a la escritura literaria (Carrera de Comunicación e Imagen y Carrera de Comunicación y Cultura, Fundación Walter Benjamin) e investigadora en comunicación y cultura urbana
Publicada en Revista Kiné 117
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Excelente artículo. Deja a la vista y, de quien quiera entender que, la salud es sagrada, es nuestra responsabilidad. El hábito de las excusas tóxicas justifica las acciones mas perversas y destructivas. Veo con satisfacción que, lentamente la gente desatendida, no escuchada, no contenida, comienza a escuchar la necesidad de volver a las fuentes. Nacimos perfectos y debemos aceptar que destruimos nuestro organismo de todas las formas posibles, creyendo todos los mensajes de la vida «moderna». El precio se paga. El cuerpo grita lo que la boca calla, se escribió, y es cierto.Desde los Fenicios en adelante, el comercio fue la primera prioridad, llegamos a extremos insalubres de todo orden. Llegó el momento de la reflexión y la subsistencia racional, simple, natural, objetiva, y elemental, todos tenemos que ver con todos, cada cuerpo es mucho mas que un grupo de órganos, hay energía, espíritu, vitalidad. La pastilla mágica nunca existió, salvo en nuestras mentes fuera de control, volver a nuestro Yo, nuestro sanador interior y caminar con sabiduría. Gracias por vuestro aporte invaluable.