“Zurita, verás no ver”
por Ana Clara Pérez Cotten
«El arte surge de cierto desacomodo, de un malestar del individuo con el mundo», arriesga el poeta chileno Raúl Zurita justamente por «sobreponerse al dolor con versos, con palabras comprometidas con la vida, la libertad y la naturaleza» y por hacer frente al miedo con la dignidad de la palabra.
A los 70 años, Zurita sigue firme en convertir los desacomodos y las heridas en poesía y acción. El Parkinson -que padece desde hace 20 años y que relaciona con las patadas de botas negras que recibió durante su detención en la dictadura de Augusto Pinochet- no le ha impedido en los últimos meses protagonizar un documental sobre su vida y su obra, ponerle voz a varios sonetos junto a una banda de rock ni salir a flamear la bandera chilena por Santiago durante las manifestaciones del último año en contra de un statu quo de gran desigualdad.
En la antesala del plebiscito que definirá si el país se encamina a tener una nueva Constitución que reemplace la heredada de la dictadura, Zurita dialogó sobre la sensación agridulce que le genera la posibilidad de que se imponga el «Aprueba» en plena pandemia y sobre cómo ejercita a diario una introspección que lo acerca a humanidad.
¿Cuáles son sus expectativas ante el escenario que abre el plebiscito?
Raúl Zurita: Fue un año convulso y contradictorio. El estallido social abrió una esperanza de cambio y al tiempo surgió la pandemia. Pero a la vez, el estallido también es complejo porque tiene brotes de una violencia anárquica que deja vidas en el camino. Por estos días, todo es una mezcla de esperanza y desesperanza: me ilusiona el futuro después del plebiscito, pero está la pandemia con su muerte silenciosa. El panorama en Latinoamérica, donde se conjuga la pobreza y la pandemia, es bastante apocalíptico. Tengo una gran esperanza en que ganemos, pero sé también que podemos ganarlo y perderlo todo, porque el pueblo chileno no puede volver a sentirse burlado. Vamos a necesitar de mucha unidad entre las fuerzas populares y de izquierda. Me invade una sensación agridulce: lucha y esperanza pero con cautela.
Es difícil sostener una idea de felicidad en este contexto.
La felicidad plena no existe. Es imposible. Cada ser humano tiene un derecho inalienable a ser feliz aunque sea un minuto en medio del apocalipsis. Pero nadie puede ser enteramente feliz en el marco de lo que una pandemia que ha blanqueado, una desigualdad insoportable.
En Argentina, algunos sobrevivientes a la Dictadura sienten que, aunque lógicamente no se trate de una inmunidad al virus, tienen una suerte de resistencia frente a la pandemia. ¿Qué opina de eso?
Hay una idea muy interesante en ser sobreviviente porque articula lo individual con lo colectivo. Basta que haya un solo desaparecido para que todos seamos sobrevivientes. Un torturado, y todos somos sobrevivientes. Pero la verdad, no creo que esa experiencia me dé una posición distinta frente a los más jóvenes, porque ellos tienen sus propias resistencias. Estamos todos expuestos e indefensos, con los mismos miedos. Ante este panorama de incertidumbre, yo prefiero una política conservadora: cuidarse, cuidarse, cuidarse lo máximo que se pueda. Y bueno, son días de mirar hacia adentro.
¿Qué encuentra Zurita cuando emprende el camino de la introspección?
Lo que trato de hacer, aunque no sé si me sale, es bucear en mí sin autocompasión ni falsa solidaridad. Creo que si uno logra eso, llega a la humanidad entera: todos somos parecidos en cuanto al amor, el miedo a la muerte o la incertidumbre frente al futuro. Si uno puede realmente volcarse hacia sí mismo, se vuelca hacia la humanidad toda y la toca.
Chile, su geografía y las heridas de la historia fueron, a lo largo de los años, los temas que inspiraron gran parte de sus versos. «Del amor de Chile, del amor de todas las/ cosas que de norte a sur, de este/ a oeste se abren y hablan/ los torrentes y los nevados que se tocan/ y hablan amándose porque en este mundo/ todas las cosas hablan de amor». En el documental «Zurita, verás no ver» de Alejandra Carmona Cannobbio, estrenado en Argentina en el marco del Filba, el autor de «Purgatorio» (1979) y «Anteparaíso» (1982) cuenta en qué medida la dictadura cambió su percepción: «Estaba listo para suicidarme. Pero veía cómo mataban gente, cómo desaparecían, y me pareció ridículo matarme. Entonces, en lo personal, yo podría decir que posiblemente a mí el golpe militar me salvó la vida». Y a pesar de que Zurita admite que «arte y salud son ideas disjuntas», la directora de la película logró registrar la vitalidad que el poeta le imprime a todo: cuando canta una canción de Silvia Pérez Cruz, cuando trabaja en su MacBook o durante la inauguración de una retrospectiva.
¿Cómo hizo para convertir la herida en fuerza vital y no en un lastre?
No soy ejemplo de absolutamente nada. Los sanos, esos que se levantan al alba y trotan 40 kilómetros, están demasiado contentos consigo mismos. Y el arte surge de cierto desacomodo o malestar del individuo con el mundo. Son los grandes complejos los que llevan a alguien a convertirse en artista. Si no hay herida, es difícil que haya arte. Pero no me gusta dar lecciones porque no creo en la misión del arte.
Gran parte de su obra denuncia el efecto del silencio y el ocultamiento que sobrevino tras la dictadura de su país. No cree que el arte tenga una misión pero ¿Puede la poesía ser el puntapié para la acción?
No me gusta la poesía de los buenos sentimientos. No tengo nada contra ella, pero no me gusta, no me interesa. Si yo escribo sobre la pedofilia, de ninguna manera puedo ser castigado por ello porque sino se me recorta la libertad de indagar en las zonas más oscuras y eso es necesario verlo y sacarlo. Entonces, yo creí toda mi vida en un arte vinculado a lo político y al compromiso social pero no puedo recomendárselo a nadie. En ciencia, cualquier contraejemplo, hace que todo se derrumbe. Y en el arte es al revés: son todos contraejemplos.
Dijo una vez que «la escritura en el cielo es tan íntima como la escritura de un soneto» ¿Dónde reside la intimidad si no es en la materialidad de la escritura?
Tardé ocho años en poder escribir en el cielo y en las laderas de las montañas, pero siempre estuvo en mí. Creo que es eso, algo que uno tiene en la imaginación y que es muy íntimo. Son esas cosas que uno se confiesa a sí mismo cuando se está quedando dormido, esa claridad que solo se alcanza en ese momento. Quiero mucho a esas obras, no porque sean espectaculares, sino porque estuvieron mucho tiempo dentro mío.
Usted sostiene que la poesía sufre de la «maldición de Casandra», que si en los 90 hubiéramos escuchado a los poetas hoy no tendríamos una serie de padecimientos. ¿Por qué no se escucha a la poesía?
En Chile, la poesía hablaba de las barras bravas, el narco, la pedofilia y el consumo desenfrenado. Todo está escrito, todo está ahí, pero a nadie le importa la poesía. Podría decir todo sobre el pasado, el presente y el futuro pero nadie la escucha. Y esto tiene que ver con su cercanía al inconsciente de la lengua, que sabe mucho de nosotros.