Tiempos irracionales
Dicen: El presente se ha vuelto extraño. El pasado está siendo contestado. El futuro es incierto.
Pero ¿de qué Presente hablan? ¿A quién pertenece su pasado? ¿Para quién habían reservado ese futuro?
El orden de todos los valores bascula. El eje de la Tierra inclina. Los polos se desplazan.
El polo norte está en fuga hacia el este: ha dejado de dirigirse hacia la bahía de Hudson en Canadá y ahora se desplaza lentamente hacia el meridiano de Greenwich en dirección a Londres.
El hielo se funde. Las mareas suben. Los bosques arden. Las bombas, lejos o cerca, no dejan de caer. Nuestra forma de existencia social, más o menos brutal, es la guerra.
Ya nada es simple, ni el aire que respiras ni el tiempo que pasa ni el suelo que pisas ni el nombre que llevas.
Nuestro presente, el presente de los cuerpos de las minorías oprimidas, el presente de los pueblos antaño colonizados, el presente de los cuerpos a los que se les ha asignado género femenino en el nacimiento, de los cuerpos racializados, el presente de los pueblos indígenas, de les trabajadores pobres, de los cuerpos considerados anormales, sexualmente desviados, homosexuales, trans, enfermos mentales o discapacitados, el presente de les niñes y les ancianes, el presente de los animales no humanos, de las minorías étnicas y religiosas, el presente de les migrantes y refugiades…, este presente ha sido siempre extraño, y nuestro futuro no fue otra cosa que una serie de preguntas sin respuesta. La diferencia ahora es que nuestra condición de precariedad y expropiación, de encarcelamiento o exilio, de sometimiento y desvalimiento se ha generalizado. Hablan de la feminización del trabajo, de la seropositividad de las masas, de la devastación ecológica, del devenir negro del mundo. Hablamos de alcanzar la masa crítica de la opresión. ¡Basta!
No somos simples testigos de lo que ocurre. Somos los cuerpos a través de los que la mutación llega para quedarse.
La pregunta no es quiénes somos, sino en qué vamos a convertirnos
Paul Beatriz Preciado, Dysphoria mundi pág. 37
por Mariane Pécora
Tras tres días de intensas de protestas, feroz represión, nulo debate y turbias negociaciones, el proyecto del Poder Ejecutivo, denominado Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos, o Ley Ómnibus, fue aprobado en general por los diputados. La victoria, incautamente caricaturizada por los mismos voceros presidenciales con irrisorias imágenes de un león gigantesco arengando a las masas, duró poco. El martes 6 de febrero, en su tratamiento en particular, la normativa comenzó a ser desguazada por propios y ajenos. Y rápidamente, el capítulo sobre la reforma del Estado se convirtió en una cáscara vacía de facultades extraordinarias.
Ante la perspectiva de no contar con los votos para aprobar los artículos claves, como las privatizaciones de las empresas públicas, las reformas a la ley de sostenimiento de la deuda externa y el agravamiento de penas para limitar las protestas sociales, el oficialismo decidió levantar el proyecto.
“Si se aprueba una ley declarando la emergencia en materia económica y financiera y, en su tratamiento en particular, no se dan las herramientas para tratar esa emergencia, el tratamiento de la ley no tiene ningún sentido”, explicó más tarde el ministro del Interior Guillermo Francos.
Lejos de favorecer a la población, las profundas transformaciones promovidas en la Ley de Bases cimentaban un ordenamiento político, económico y jurídico de libre mercado, reduciendo la injerencia estatal a su mínima expresión en beneficio de las corporaciones extractivistas, pools de siembra, unicornios informáticos, banca externa, laboratorios farmacéuticos y conglomerados de mediáticos, entre otros. La medida pretendía concentrar la totalidad del poder en el Ejecutivo, limitando la autonomía de los organismos de control y debilitando las instituciones democráticas.
El fracaso de la Ley de Bases significó un fuerte revés para Javier Milei. El mandatario responsabilizó de la derrota a la casta política, a la que acusó de imponerse contra la voluntad del pueblo, e inició una desaforada batalla contra los gobernadores que se materializó con el quite del subsidio al transporte público en las provincias. Un nuevo y furibundo ajuste contra ese mismo pueblo. Al impacto de esta medida, que triplicó y hasta quintuplicó el precio del pasaje de corta y mediana distancia, hay que sumarle la fuerte caída de la actividad económica: la reducción de empleos, la quita se subsidios a la electricidad y el gas, la suba de las naftas y un índice de inflación que, desde que asumió la actual gestión de gobierno, en sólo dos meses, superó el 51 %.
Lo llamativo de esta situación, donde se confunde la ganancia de las corporaciones varias con el bien público, es el delirio. La idea difundida de que Argentina hace más de cien años era la primera potencia mundial y que volviendo a la ideología y estructura de entonces, desmantelando el Estado para beneficio de empresarios y financieros y siendo decimonónicos como Alberdi y Roca, encontraremos el crecimiento y el bienestar general, es un pensamiento mágico. Un delirio. ¿Vivimos en tiempos irracionales?
La acometida contra diputados traidores y gobernadores insurrectos ejercida por Milei, no perjudica a la casta o clase política, de la que el mismo Milei y la mayoría de su gabinete forman parte. Perjudica, sí, al entramado social, la calidad de vida y el devenir de millones de personas de los sectores medios, pobres y vulnerables. En nuestro país, la pobreza alcanza no sólo a las personas sin trabajo o los beneficiarios de un plan social, sino a miles de trabajadores registrados. La mayoría de los votantes del Libertario perciben haberes que no alcanzan a cubrir la canasta de pobreza, valuada en 596.823 pesos. Y el ingreso de más de 5 millones de jubilados se sitúa por debajo de la canasta de indigencia, valuada en 285.561 pesos. El salario mínimo vital y móvil, $ 180.000, también se sitúa por debajo de la línea de indigencia para una familia tipo.
Un reciente estudio del Observatorio Social de la UCA dimensiona la distancia que existe entre el sujeto pueblo y la arenga presidencial. En el mes de enero, la pobreza afectó al 57,4% de los argentinos, lo que equivale aproximadamente a 27 millones de personas -el porcentaje más alto desde 2002, cuando la pobreza llegó al 54%-, mientras que la indigencia alcanzó al 15% de la población, es decir, alrededor de 7 millones de personas. En paralelo a estas cifras, los sectores empresariales relacionados con la exportación, las petroleras y las concesionarias de servicios públicos, han incrementado sus ganancias.
Ante este escenario, resulta difícil convencerse de que el programa de Gobierno cuenta aún con el respaldo del 56% de los argentinos. Y resulta irracional seguir la prédica Milei, cuando asegura que no negociará con quienes han causado daño al país. Para botón de muestra tenemos al titular de la cartera económica, Luis Caputo, uno de los principales responsables del endeudamiento con el FMI y protagonista del empobrecimiento del país durante la presidencia de Mauricio Macri. ¡Sin embargo, Milei y Caputo negocian y gobiernan! Y en este gobierno, un tránsito de la incertidumbre a la desesperación de millones de personas, Milei y Caputo celebran. Tienen motivos, dicen, y anuncian que por primera vez desde agosto 2012 el gobierno gasta menos de lo que recauda y que el pago de los intereses de la deuda no deja las cuentas fiscales en rojo. En enero, enuncian, el sector público nacional registró un superávit primario de $2.010.746 millones; se pagaron $1.492.338 millones en intereses de deuda, por lo que quedó registrado un superávit financiero de $518.408 millones. Lo que omiten explicar es cómo se origina esta cifra, que no es fruto del trabajo ni de la producción, mucho menos de impuestos cobrados al gran empresariado, sino del recorte de los planes sociales, de la licuación de salarios y jubilaciones y de la quita de subsidios a los servicios básicos y al transporte, entre otros daños.
En tiempos irracionales, cualquier desatino es la norma.
Ilustración: intervención sobre “La Edad de la Ira I” de Oswaldo Guayasamín. Esta pieza forma parte de la etapa de pintura donde el artista denuncia las injusticias y la violencia a nivel mundial. Serie que inició en la década de los 60’ y nunca concluyó. Pues para el autor “la violencia no termina”.