Todos somos Télam
por Raúl Queimaliños
Transito en Télam las últimas semanas de mi carrera periodística. Estoy a punto de jubilarme. Recomendaciones médicas me alejaron hace algún tiempo de las notas de calle y de las secciones más calientes de la redacción, de la adrenalina de esta profesión que me apasiona y que ejerzo sin interrupciones desde los 25. Disfruto la tarea de coordinar la red de corresponsales en las provincias -un valioso capital de Télam que ningún otro medio posee- y me ilusionaba con que, al margen de alguna bronca circunstancial, haría un aterrizaje suave hacia mi despedida de la agencia y el inicio de mi vida poslaboral.
De pronto, estoy en medio de una masacre: 357 despidos sobre 878 trabajadores en total. La explosión no discriminó nada. La lista de cesantes incluye trabajadoras y trabajadores del área comercial y publicitaria, administrativos, secretarias, fotógrafos y periodistas. Entre los despedidos hay compañeros/as especializados en política internacional, cultura, economía, policiales, sociedad, política, deportes. El daño alcanza desde gente con pocos años de antigüedad a otros que hace décadas se desempeñan satisfactoriamente en Télam, y golpea también a muchos corresponsales, a tal punto que deja media docena de provincias sin cobertura.
Es sin duda el conflicto laboral más grave en el que me haya visto involucrado en mi vida y paradójicamente el primero en que siento inmunidad: “nadie va a echar y tener que indemnizar a un viejo periodista que pronto se irá gratis”, razono. Como confirmación, recibí el famoso mail de la empresa en que dice que cuenta con nosotros para la “nueva Télam”.
La supuesta inmunidad no existe para lo emocional. Hace una semana que mi ánimo está en una montaña rusa. Me contagian las lágrimas de compañeras o compañeros cuando les avisan desde sus casas que llegó la carta documento, me invade la angustia de ponerme por un momento en el lugar de otros que a los 40, 50, 60 años se ven forzados a buscar trabajo, a encontrar de urgencia nuevos ingresos para afrontar una cuota alimentaria, un alquiler o una hipoteca, a suspender sus planes de vida para atender semejante emergencia. Me indigna el cinismo de funcionarios que pretenden disfrazar de servicio a la Patria el maldito ajuste del FMI. Me alarma que mientras demuelen los medios públicos, autorizan a Clarín la mayor fusión empresaria de la historia argentina, que lo convierte en la tercera empresa del país en facturación y el segundo o tercer conglomerado comunicacional en importancia de América Latina.
No tengo dudas: hay que resistir y lo estamos haciendo bien. El paro se mantiene muy firme, la difusión del conflicto es amplísima y las expresiones de solidaridad masivas. Nadie sabe cómo terminará esto, pero las trabajadoras y los trabajadores de Télam ya hicimos nuestra apuesta.
Para qué sirve Télam.
Para que los medios informativos de tu ciudad, y vos mismo, se enteren de lo que pasa en otros sitios del país.
Las noticias que elabora Télam llegan a centenares de medios de todo tamaño repartidos por toda la Argentina, la mayoría de los cuales no podría ni remotamente reemplazar el caudal informativo que regularmente emite Télam para alimentar sus páginas impresas, sus sitios web o sus micrófonos.
En realidad, cualquiera puede informarte qué pasa en las provincias copiándose de la prensa local o con algunos llamados telefónicos. Pero hay una diferencia de calidad enorme si quien te lo cuenta está allí, conoce el entorno y los antecedentes, habla con los involucrados y reporta según normas profesionales. Eso es un corresponsal.
Télam es el único medio que tiene 27 corresponsalías: en las 23 capitales provinciales más Bahía Blanca, Bariloche, Rosario y Mar del Plata. O era.
Si los 357 despidos se confirmaran, seis corresponsalías desaparecerían y otras once quedarían con un solo periodista. También sería notoriamente recortada la capacidad de la redacción central en Buenos Aires.
Si las cesantías fueran ratificadas, la producción periodística de la agencia estatal se vería drásticamente reducida. Se abrirían más espacios para la penetración de la gran prensa privada, especialmente de los grupos concentrados de medios, más interesados en sus negocios económicos y políticos que en una verdadera agenda ciudadana.