Travesías literarias por la pampa seca
por Carlos Aletto
La cartografía literaria de La Pampa seca, el llamado «desierto del siglo XIX», es un lugar de travesía para la literatura canónica argentina, un espacio del «otro lado de la frontera» para Fierro y Cruz y «una excursión» para Mansilla, como lo definen tres críticos que participan por estos días en el Filba Nacional: Carlos Gamerro, Osvaldo Baigorria y el pampeano Matías Sapegno, quien, además, resalta cómo las voces de los que se establecieron en la región pudieron rescatarse con los relatos de los sobrevivientes del genocidio de los pueblos originarios.
Una de las propuestas del Filba que cierra mañana su ciclo 2021, convocado virtualmente desde Santa Rosa (La Pampa), ha sido la de trabajar la noción de «travesía», ese lugar que no se habita y por el que se transita hacia otro destino. La infinitud de la región pampeana descripta impecablemente por el francés Pierre Drieu La Rochelle como un «vértigo horizontal», un espacio central para construir las geografías que habitan nuestra literatura- Incluso «pampa» ha sido tomado en el extranjero como sinécdoque de argentinidad.
Ya el omnipresente Jorge Luis Borges en su juventud en el ensayo «La pampa y el suburbio son dioses» señalaba que Buenos Aires era «babélica», una ciudad que atraía inmigrantes «de las cuatro puntas del mundo», pero sin embargo los barrios periféricos seguían impregnados por la influencia de la pampa.
Pero como se puede leer en la literatura canónica argentina del siglo XIX, incluso en sus reescrituras -entre estas se pueden señalar a César Aira con «Ema, la Cautiva» o a Gabriela Cabezón Cámara con «Las aventuras de la China Iron» entre tantas otras-, se percibe esa noción de desierto e infierno con la que los políticos argentinos decimonónicos promovieron extinguir al indio con campañas militares sangrientas.
La demonización que hace José Hernández y extrema Esteban Echeverría sobre el «salvaje». Lugones llega decir, ya entrado en centenario de la Argentina, en «El Payador» que incluso la desaparición del gaucho «es un bien para el país, porque contenía un elemento inferior en su parte de sangre indígena».
En el panel «Travesías», realizado ayer en el marco del Filba, se debatió cómo se atraviesa la pampa seca y cómo se narra un espacio sin límites. Los escritores Osvaldo Baigorria, Sonia Cristoff, Matías Sapegno y Migue Roth charlaron en torno a eso y también a la pampa como zona mítica de la Argentina.
Sapegno, autor del libro «Paciencia de buey. Cuentos, crónicas y un poema» y quien participó en «Capital Pampeano. Un espacio de reflexión para el desarrollo» y «Biografías Pampeanas», explica que el investigador pampeano José Depetris le hizo conocer lo que era una travesía: «esa manchita que se ponía en los mapas de antes, como advertencia para esquivarlas en el territorio», destaca.
Un tópico de la literatura que se puede remontar a la «Odisea», o más antiguamente a la travesía que debe realizar Gilgamesh para rescatar a su amigo Enkidu del submundo. «Quien entraba en una travesía –en una fuga desesperada o por andar sin rumbo-, era difícil que saliera con vida», destaca Sapegno y agrega: «En las travesías no había agua buena, ni gente, ni animales para cazar. Había que ser muy baqueano para salir entero. Así lo contó el cautivo Santiago Avendaño cuando escapó de las tolderías», explica esta desventura el escritor nacido en 1974 en Santa Rosa.
Osvaldo Baigorria, autor de «En pampa y la vía» y «Correrías de un infiel», ante la pregunta si el medio ambiente (en este caso la pampa) influye sobre los humanos (pueblos originarios, gauchos) tanto como para forjar rasgos determinados, explica que esta «es una pregunta de cierto determinismo del siglo XIX, preocupado por cómo el medio, el suelo, la geografía, influyen sobre el temperamento de las poblaciones».
«Una travesía en la pampa sería como una isla mala, una isla desierta de todo» señala Sapegno. Incluso se atreve a pensarla como idea, como concepto y se pregunta: «¿Pensar esta pandemia como una travesía? Un espacio del que no sabíamos nada, donde hubo que improvisar y adaptarse para atravesarlo, sin conocer incluso sus límites», realiza la analogía.
«Por otra parte, pensar esta región como un desierto le sirvió a una clase dominante en un momento de la historia argentina para avanzar sobre ella y acaparar hectáreas», destaca Sapegno y acota: «No era un desierto. Había ríos, montes de caldenes, pasturas. Y personas, gente de la tierra».
El escritor y crítico literario, quien acaba de publicar «La jaula de los onas», una maravillosa novela que explica en muchos sentidos el lugar que ocuparon en el imaginario los miembros de los pueblos originarios del sur argentino, diferencia las miradas de dos escritores claves para esta noción de travesía: Lucio V. Mansilla y José Hernández. «La distancia de ‘Una excursión a los indios ranqueles’ (1870) de Lucio V. Mansilla a ‘La vuelta de Martín Fierro’ (1879) de José Hernández es la que va de un párrafo cómo éste: ‘Un momento después se presentó [el cacique] Ramón, vestido como un paisano prolijo, aseado que daba gusto verle; sus manos acostumbradas al trabajo parecían las de un caballero, tenía las uñas irreprochablemente limpias, ni cortas ni largas y redondeadas con igualdad’ a los siguientes versos: ‘Su pobreza causa horror – no sabe aquel indio bruto / que la tierra no da fruto / si no la riega el sudor’ […] ‘Y son, ¡por Cristo bendito! / lo más desasiaos del mundo – / esos indios vagabundos, / con repunancia me acuerdo – / viven lo mesmo que el cerdo / en esos toldos inmundos.'», dice.
Gamerro resalta cómo Mansilla realiza su famosa excursión con «el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, […] he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar en sus tolderías»: el habla de lo que ve, no de lo que ‘se dice’ o le contaron; y lo que ve son tolderías ordenadas y pulcras, cautivas que, como la de Borges, la pasan bomba y no tienen ningún deseo de ser liberadas, indios que hablan correcto castellano (no en gerundio como en la gauchesca y la literatura de frontera) y leen los diarios para enterarse de los planes del gobierno contra ellos».
Los indios que conoce Mansilla son individuos: prefiere hablar de Epumer, Mariano Rosas, el cacique Ramón, y no de «el indio» como Hernández. «Hay en la obra de Mansilla abundantes rastros de barbarie, indios borrachos, orgías y violencia, sin duda, pero no hay solamente eso, como sí sucede en la literatura argentina de su tiempo, de Esteban Echeverría a Eduardo Gutiérrez», resalta esta diferencia Gamerro.
Por su parte, Baigorria autor de la novela «Indiada» explica que «Sarmiento, Martínez Estrada coincidieron en que sólo alguien que venía de paso podía habitar la pampa, ese espacio de travesía» y agrega la siguiente e inteligente hipótesis: «De allí surgiría la figura del gaucho, ese ‘señor errante’, ese ‘ser de distancias’ y no solo eso: «también la del croto clásico, el peón golondrina que se hace linyera en la vía, que busca su utopía sin techo. El andariego o trashumante que se adentra en el desierto en busca de algún oasis donde calmar la sed, la sed del deseo», enumera.
Para Gamerro importa, también, la coyuntura histórica. La obra de Mansilla pertenece al momento de los tratados, los indios amigos o aliados de uno u otro bando en las guerras civiles, la guerra como mucha defensiva, encarnada en la célebre «Zanja de Alsina». Hernández escribe el «Martín Fierro», durante «la conquista del desierto, la usurpación de las tierras indígenas, el genocidio planificado».
«Suele hablarse (yo mismo lo he hecho) -dice Gamerro- de la dicotomía ‘Facundo o Martín Fierro’ en las letras y la historia argentinas; pero cuando de indios se trata, no hay dicotomía alguna: tanto Sarmiento como Hernández los condenan a la desaparición sin redención posible, ni siquiera simbólica», expone.
Por su parte, Baigorria remarca que todas estas figuras son también seres de leyenda, de ficción: «Y la identidad no es sino otro fantasma en la sangre. La identidad sirve para construir ficciones (nacionales, literarias, etc.) mientras que en las vidas que vivimos siempre parece que somos mucho más que seres pampeanos, argentinos y a veces incluso más (o menos) que humanos. Somos viento, ave, remolino, pasto, piedra, hueso y nube que pasa y se funde en el horizonte entre la tierra y el cielo», concluye.