Un tal José López Rega…
Por Marcelo Valko*
Hace unos años, pasaron a buscarme por casa para presentar uno de mis libros en el gran Buenos Aires. Manejaba Carlo, a quien conocía de encuentros anteriores. Durante el trayecto hablamos de bueyes perdidos. No recuerdo como salió el tema del tango. Le recordé el Nocturno de Aníbal Troilo, a su vez, Carlo me habló del Polaco Goyeneche y que no hacía mucho habían demolido el bar La Sirena que el cantor frecuentó hasta su muerte. La nostalgia tanguera lo retrotrajo a su infancia, a esa suerte de Patria, y allí, frente a un semáforo rojo sacó de la galera un recuerdo muy vívido para su familia sobre un tal José López. Casi una hora después, estacionamos frente al Centro Cultural donde me esperaban para la charla. En la vereda, varios de los asistentes nos miraban extrañados, en lugar de bajar, seguíamos sentados en el auto. Yo estaba impactado. Semanas después nos encontramos para repasar detalles de una historia ignorada del pasado reciente. Tuvo un solo pedido, solicitó que no constaran los datos de él ni de su padre, y es por eso que sus nombres están cambiados. Como dicen en el barrio: el miedo no es zonzo.
En 1935 escapando del fascismo, el padre de Carlo, Marcelino M. desembarcó en Buenos Aires. Aunque, a decir verdad, en la decisión de emigrar de Italia también pesó un problema de polleras. Al poco tiempo comenzó a trabajar en la empresa Schulman instalada en Leandro Alem al 300. La firma importaba filtros de cobre para bodegas, sin embargo, dada que su pericia logró copiarlas a la perfección, comenzaron a fabricarlas. Obvio seguían vendiéndolas con el rótulo: Made in Germany. Schulman estaba en sociedad con el gallego Manuel Carballo. Corría el año 1937 y ambos giraban dinero a sus respectivos países, el alemán apoyando a Hitler, y el español a los republicanos. Militar en bandos contrarios no obstaculizaba los negocios. Finalmente, Carballo le termina comprando la firma al alemán y Marcelino M. sigue reproduciendo los filtros “importados”. La empresa marchaba de maravillas, incluso durante la Ley Seca contrabandearon a EE.UU. alambiques para destilar alcohol. Por la tardecita, cuando cerraban, solía aparecer José López (muy amigo de Manuel Carballo) y junto con Marcelino M. los tres enfilaban al Luna Park para ver las peleas de catch. Eran fanáticos del Hombre Montaña. Solían cenar en el restaurante Sorrento sobre la calle Bouchard frente al estadio que hacía unas pastas deliciosas. Más de una noche remontaban la calle 25 de Mayo para perderse en los piringundines, que hoy se transformaron en cervecerías after office.
Una mañana, Carballo le comenta a Marcelino M. que López tiene un hijo de unos veinte años, bueno para nada y se lo había encomendado “para ver si era posible enderezarlo”. Incluso lo previno, confesando que más de una vez, le había robado manojos de billetes de un peso que guardaba en una lata arriba del armario del dormitorio. Al igual que su padre se llamaba José López. Tanto Marcelino M. como el nuevo aprendiz, vivían en Saavedra y tomaban juntos el tranvía en Cabildo y Republiquetas para ir al taller. El tano Marcelino M. dobla en edad al pibe y comienza a tomarle cariño. La madre de José había fallecido y solo tenía a su padre. El italiano tenía debilidad por la música lírica, en especial por el tenor Beniamino Gigli, quizás por eso, el muchacho le cuenta que le gustaría ser cantor. Sin más, el otro decide costearle clases de canto con una profesora del barrio que había trabajado en el teatro Colón, lecciones que se suspendieron cuando la mujer le advirtió al tano que el aprendiz no servía para la música y, sobre todo, no ponía empeño alguno en practicar: “señor, no malgaste su dinero”.
Entretanto, ambos seguían en la fábrica de filtros, corría el año 1943. Una mañana, José le confiesa que debe casarse con su novia Josefina. La Chiqui estaba embarazada. El muchacho le pide que le salga de padrino y además le solicita un favor: que le preste $200 para comenzar su nueva vida. Le asegura que se los devolvería pronto. Cuando Marcelino acepta, le agrega todavía un par de peticiones: que corra con los gastos del casamiento y de la ropa, a lo que el buen italiano también accede. Resulta evidente que se había convertido en una suerte de protector del joven López. En esa época, el italiano estaba soltero, y vivía con un par de primos, ganaba muy bien, era muy ahorrativo y seguramente se sentiría solo. La imagen que acompaña esta nota pertenece a la fiesta, donde se ve al novio flanqueado por el padrino Marcelino M.[1]
El padre de José trabajaba en una panadería y no aportó gran cosa para la boda, en tanto la familia de la novia eran repartidores de soda, mientras que ella trabajaba en la textil Campomar ubicada en Blanco Encalada y Libertador, donde por esas casualidades también trabajó mi abuela Kuscherova. Al casamiento que se llevó a cabo el 19 de junio de 1943 en la iglesia Santísima Trinidad que en ese entonces tenía techo de chapas, Josefina invitó a algunas compañeras, entre ellas a Marta con la que Marcelino M. se desposaría al año siguiente.
Después de la luna de miel, José no vuelve a la fábrica. Tiempo después aparece para proponer al tano un “gran negocio” a quien invita a ser parte de una sociedad. El asunto parecía prometedor. Como faltaba chapa hojalata al final de la guerra, López conseguía latas de aceite de 20 litros, con ese material Marcelino debía fabricar tapas para tarteletas y flaneras que José vendería. Irían a medias con la ganancia. La sociedad no duró mucho, porque jamás apareció la parte que le correspondía al italiano que al fin le reprochó: “¿vos todavía no me devolviste los $200 y encima me haces laburar gratis? Busca un laburo m´hijo, ahora tenes a Josefina y a tu hija Normita que alimentar”.
Después de esa primera y única reprimenda, José desaparece durante años. Recién en 1955, meses antes del golpe, la casualidad los cruza en el barrio. Marcelino se sorprende al ver a López vestido de policía. Muy ufano, éste le comenta que es motociclista de la custodia del general Perón, donde había ingresado nada menos que de la mano del jefe de la Policía, el general Filomeno Velazco (el mismo que convence a Perón de secuestrar a los kollas del Malón de la Paz en 1946). Los ex compañeros de trabajo arreglan un encuentro en la pizzería Burgio para ponerse al día con sus vidas. En esa pizzería que aún existe sobre Cabildo casi Monroe, el italiano esperó en vano. López nunca apareció.
Casi veinte años después, en 1973 se entera que su antiguo aprendiz y cabo 1ro de la Federal se había convertido en el ministro de Bienestar Social, con la novedad que se había añadido el apellido Rega de su madre. Perón, aun en el exilio se lo había impuesto a Cámpora dentro del gabinete. Marcelino M. en esa época ya jubilado, cobraba la mínima. Era un importe demasiado miserable para tantos años de aporte y sacrificio. Decidió ir a verlo, pero no para reclamarle aquellos $200 que jamás restituyó, sino para pedirle a su antiguo protegido de la fábrica que le solucione el tema de la jubilación. Fue hasta el ministerio para solicitar una entrevista, le retuvieron los documentos y lo mandaron de oficina en oficina y de piso en piso. Se sorprendió de ver numerosos custodios de civil por todas partes, que ante su insistencia de “ver a mi amigo el ministro” lo miraban con una cara que, en el mejor de los casos, infundía inquietud. Finalmente, en algún despacho le dijeron que lo llamarían para la entrevista. Ya en su casa, advirtió que los documentos habían quedado en el ministerio. Cuando regresó al otro día a buscarlos, no lo dejaron ingresar porque carecía de documentos. Su insistencia fue inútil, como estéril fue la espera del llamado telefónico del ministro José López Rega que, en la foto de la fiesta de su boda, junto al padrino, luce una expresión que concuerda con alguien capaz de estafar a quien siempre le tendió la mano, y quizás, preanuncia un accionar que, por suerte, Marcelino M. no llegó a conocer dado que fallece al poco tiempo. Cobijado por Perón López Rega actuó como jefe de la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina que en aquellos años de plomo ejecutó a decenas de personas con total impunidad y amenazó de muerte obligando a un exilio forzoso a miles de personas. Sus matones tras el Golpe de 1976 pasaron a integrar los Grupos de Tareas de la Dictadura. El acotado “Nunca Más” nunca se atrevió a lidiar con aquellos años. Es lento, pero viene…
Marcelo Valko es historiador y pscoanalista, autor de: Cazadores de Poder, Viajes hacia Osvaldo Bayer: Anecdotario; Ciudades Malditas Ciudades Perdidas; Pedagogía de la Desmemoria; Desmonumentar a Roca y Los indios invisibles del Malón de la Paz.
1. archivo Marcelo Valko