Una poética del espacio
Por Elizabeth Lerner
El desapego es una manera de querernos, de Selva Almada.
(Buenos Aires, Random House, 2015.)
El desapego es una manera de querernos propone una pausa ya desde el título. Hay que leerlo varias veces para degustar el orden visceral de esas palabras y luego, entrar a este libro de relatos de Selva Almada que reúne textos editados a lo largo de los últimos años en diferentes publicaciones. Con un agregado: se trata de una edición revisada por la autora, una vuelta segunda sobre sus propios textos que trazan un arco cronológico desde 2005 hasta 2014. Se trata entonces de la producción “al día” de esta autora joven, nacida en Entre Ríos en 1973. Y se trata de cuentos, ese género que es gema, cristalización, densidad.
“Niños”, “Chicas muertas”, “En familia”, “Intemec” y una serie de “Relatos dispersos”, si bien narran distintos temas y anécdotas particulares, arman un mundo, una geografía específica. Se trata de un espacio-tiempo que es el de la infancia, el del pueblo, el de las bicicletas y los televisores compartidos en la calle bajo el cielo nocturno de un verano sofocante. Como William Faulkner y su territorio inventado –Yoknapatawpha- sobre el mapa real del sur de los Estados Unidos, los personajes de Almada también transitan similares calles, idiosincrasias, conflictos, paisajes.
En algunas zonas de este territorio refundado hay vaivenes del amor, de puertas adentro, de parejas que entroncan su vida alrededor de un silencio cotidiano, como ocurre con los personajes del cuento que da título al libro: “Lo miró fijamente. Estaba pasmada por la noticia, pero también estaba furiosa. Él había llegado del trabajo hacía casi una hora (…) Y en todo este tiempo no fue capaz de decirle que Denis estaba muerto. ¿Qué mierda le pasaba a este hombre?”.
Otros relatos exploran los detalles y ademanes de las familias, esas células tan particulares, a la vez inclusivas y expulsivas, desarticuladas. En “El incendio” la ausencia de un hijo se compensa extrañamente con la aparición de otro joven, que enamora al protagonista, Santiago. Así, los vínculos se difuminan y lo muerto regresa, envuelto en una vitalidad siniestra.
En otros cuentos, lo social se mezcla con lo cotidiano, como en “La camaradería del deporte”, esa pequeña telenovela en la que dos chicas discurren sobre sus aventuras amorosas mientras trabajan destripando pollos en la fábrica local: la historia mínima pinta el panorama social mayor. A lo largo de todo el libro se construye una comunidad que vive bajo el ala de la fábrica del pueblo, de “la Compañía” que aglomera a todos los hombres jóvenes que trabajan. Los relatos hacen visible un sistema de patrones y capataces, de vidas que giran en torno a esa sujeción. Y es allí donde Almada se emparenta con Flannery O´Connor: en ambas autoras un gesto denuncia un mundo de opresiones, las dos poéticas ponen en evidencia sin decir ni enunciar. Ambas muestran y a la vez ocultan, narran y omiten. Bastan pinceladas de un diálogo para trazar el retrato de un personaje, como en “El dolor fantasma”, donde la ausencia de una parte del cuerpo de Sara, habla de miles de faltas y deseos incumplidos.
El relato “Intemec” merece una lectura aparte, tal vez independiente del resto del libro. Se amolda a la misma larga escena de todos los otros textos pero es una pequeña novela o la semilla de una: la historia de Vero, la esposa aburrida y deprimida –como una Emma Bovary de estos tiempos- Lucio, el Willy y la pesada carga que llevan como mandado y mandato de la empresa. Si los relatos cierran como pequeñas piezas talladas, “Intemec”, casi una nouvelle, abre y reabre posibilidades narrativas con una fuerza poética inusitada. Y, al igual que todo el volumen de relatos que integra este libro, susurra poderosamente una crítica: mujeres y hombres que mueren injustamente, horas de trabajo demenciales, imposiciones patriarcales, pérdidas imposibles de superar: “La entrega del cuerpo fue triste y dolorosa. La camioneta de la Compañía entró al pequeño poblado a las siete de la mañana. El sol ya estaba picante. Una decena de perros flacos salió de los ranchos a morder los neumáticos. Detrás de los perros, se fue asomando gente. Algunos hombres salieron con el mate en la mano, sin camisa, así como estaban, desmelenados, con la resaca del sueño encima, preguntándose quién llegaba, por qué tanto alboroto. Las mujeres vichando atrás de los hombres, sumisas, con los ojos bajos, el pelo todavía suelto, descalzas.”
.»El horno de ladrillos parecía pertenecer a otro tiempo y otro espacio. Las hileras de ladrillos aún sin cocer parecían tumbas en miniatura, sin nombre y sin cruz. Los que ya estaban listos, en cambio, se ordenaban formando pilas de más de un metro de altura y recordaban vagamente a los templos mayas. Como si en el interior de estos descansara el corazón de los dioses y en el de aquellos, simplemente el de los hombres; y Lolo, plantado sobre la faz de la tierra, amasaba, moldeaba y cocinaba unos y otros.
(Lolo fabricaba buenos ladrillos; José Bertoni construía buenas casas.)
SELVA ALMADA de «El desapego es una manera de querernos».
Claro y emocionante 12° Argentino de Literatura.
Foro Cultural UNL.15/06/2016
Brillantes exposiciones: Cristian Alarcón, Selva Almada y Liliana Villanueva. Gracias totales Héctor Horacio PEZ (Santa Fe)