Vallejo y Georgette: Los heraldos negros
por Marcelo Valko
“¡A este sí le hago un dibujo!” repite con emoción Pablo Picasso. A poco de morir César Vallejo en abril de 1938, el pintor se emociona de tal modo con los poemas de España aparta de mí este cáliz, que pone manos a la obra. Aunque Picasso no lo conoció personalmente, utilizando una serie de fotos plasma un excelente perfil del poeta. Su compatriota Mariátegui, que publica textos suyos en la revista Amauta, asegura que con él comienza la poesía peruana. Por su parte, Julio Cortázar, cuando transitaba sus últimos días con su clásica ironía recitaba de modo premonitorio estrofas de Vallejo: “Me moriré en París con aguacero / Un día del cual tengo ya el recuerdo”. Y así fue, el Cronopio falleció un día lluvioso. Años después, algunos de sus poemas fueron musicalizados por Daniel Viglietti como “Al fin de la batalla” mientras que Juan Gelman hablaba “de nuestro padre Vallejo”. Por su parte Borges al hablar de escritores peruanos ni siquiera lo nombra, demasiado socialismo y pies en el barro para su gusto por ese escritor que vivió al borde de la mendicidad y más de una vez durmió a la intemperie. Pero la idea no es evocarlo para convertirlo en un bronce, cosa que el cholo peruano despreciaría, sino para acercar algún nuevo náufrago a su obra tal como me ocurrió en su momento y sobre todo enmendar una falta grave. Llegué a la poesía de César Vallejo al mismo tiempo que me asomé a los textos náhuatl. ¿Un signo? El responsable fue un profesor de literatura en 5° año. Vale aclarar que la mayoría de mis compañeros no disfrutaban de la metafísica de Netzahualcóyotl ni de la fuerza renovadora de la poesía universal como se aprecia en Poemas Humanos. En cambio, en mi caso me marcó para siempre transportándome a lejanías que aun habito. Al año siguiente, con mi primer trabajo de cadete, compré Trilce editado por Losada y que aun sigo leyendo con el mismo placer y devoción.
Neruda, que lo frecuentó bastante, describe a Vallejo como un hombre delgado, huesudo, muy indio, ojos oscuros frente muy alta, sombrío y solemne por naturaleza, “perteneciente a una raza antigua de virreinato y cortesía”. Había nacido en el interior de Perú, en Santiago de Chuco, sus dos abuelas eran indias y sus abuelos españoles. Cargaba sobre sí la presencia y el fatalismo de lo indígena como lo anuncia el título de su primer libro de poemas Los heraldos negros donde asegura “yo nací un día en que Dios estuvo enfermo”, un texto que no pasó desapercibido por la crítica. Su sensibilidad frente al dolor y la injusticia padecida por el otro lo vuelca al marxismo. Debido a su inclinación política lo acusan de “incendiario” y pasa cuatro meses en prisión en Trujillo donde “las cuatro paredes albicantes que sin remedio dan el mismo número”. En 1922 gana un modesto premio literario, dinero que destina para editar Trilce, son apenas 200 ejemplares que se imprimen en los Talleres de la Penitenciaría de Lima y le dan un renombre en los círculos literarios. Aunque parezca mentira, aún los especialistas y gendarmes de la literatura siguen hurgando el significado de Trilce. En algún momento el escritor asegura “No encontraba en mi afán, ninguna palabra con dignidad de título, y entonces la inventé: Trilce. ¿No es una palabra hermosa? Pues ya no lo pensé más: Trilce”. La siguiente edición de ese texto excepcional verá la luz recién en 1930 en España. Intentó o fingió estudiar Medicina, Letras y Derecho, pero las abandonó muy pronto, lo suyo era la escritura.
En 1923 consigue que le paguen una deuda y con ese dinero viaja a París. Jamás volverá a Perú. La Ciudad Luz, que Hemingway describe como París era una fiesta, era una fiesta a la que el peruano jamás estuvo invitado, ni siquiera consiguió asomarse. Siempre estuvo al margen de cualquier festín. Sus ingresos, provenientes de notas periodísticas y alguna traducción, le permiten sobrevivir al borde de la indigencia. Más de una noche la pasa debajo de algún puente del Sena. Neruda, en uno de los poemas que le dedica tiempo después cuenta: “Era en París, vivías en los descalabrados hoteles de los pobres”. Esa falta de dinero será una constante en su vida.
Tiene 35 años cuando conoce a Georgette Philippart. La madre de la joven de 18 años se opone a la relación, pero un golpe del destino interviene. La señora fallece, Georgette hereda la propiedad y una mínima cantidad de bienes de la familia. Vallejo se muda con ella, poco después viajan a Rusia. El peruano necesita palpar in situ la Revolución. Para la joven de familia conservadora es un cambio radical de ideología al que se pliega con alma y vida. De aquel viaje se publica en Madrid Rusia 1931: Reflexiones al pie del Kremlin. Entrevista entre otros a Vladimir Maiakovski y advierte las dificultades para construir el socialismo. En 1934 se casa con Georgette. Continúa escribiendo prosa y obras teatrales. Al comenzar la Guerra Civil Española en 1936 ambos son fervorosos colaboradores del Comité Iberoamericano para la Defensa de la República Española. El poeta escribe: “qué hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo, lloro”. Viajan a Madrid y Barcelona manteniendo estrecho contacto con Pablo Neruda entre otros. De aquella época, el chileno cuenta en su libro de memorias Confieso que he vivido una semblanza terrible sobre “la mujer francesa tiránica y presumida” de Vallejo, agrega que era “muy difícil arrancarlo de aquella dominación”. En otros momentos la califica como simplemente insoportable. Incluso otros, continuando con tal malevolencia señalan que el peruano más de una vez escapaba por los techos para evadir la vigilancia de su mujer. Hoy los chicos la llamarían tóxica. Durante muchos años, lamenté tal desdicha que padecía el poeta que tanto admiraba bajo semejante yugo. Realmente estaba muy equivocado y esta nota es parte de mis disculpas por haberme dejado llevar por tales versiones.
Veamos. La generosa fidelidad que Georgette tuvo para con Vallejo excede su vida y su muerte. En principio, ella una francesa de buen pasar no vaciló en unirse en 1928 a un peruano de ascendencia india que no tenía un cobre partido al medio. Destinó todo su dinero para seguir y apoyar la vida del escritor. El viaje a Rusia, recalando por varias capitales europeas, se da tras la venta de su departamento que solventó los gastos. En 1930 Vallejo es expulsado de Francia por comunista. Georgette no vacila un minuto en acompañarlo. Luego su accionar y defensa en pos de la República Española, donde regresan en 1937 para participar del Segundo Congreso de Intelectuales Antifascistas, ya en plena Guerra Civil, y a poco del salvaje bombardeo sobre Guernica y Luno. Ambos visitan Barcelona, Jaén, Durango y el frente de Madrid que dará pie a Poemas Humanos. A comienzos de 1938 Vallejo está agotado, nunca se había curado del todo del paludismo que contrajo de niño. El 15 de abril de 1938 muere de tuberculosis en París. Ella cuenta en una entrevista realizada por Pachas Almeyda en Georgette Vallejo, al fin de la batalla: “Cuando él murió, estuve ciega durante cuatro horas. Estuve loca”
Y aquí va otro dato. Cuando fallece la madre de Georgette, la familia Philippart dispone de dos fosas en el pequeño cementerio de Montrouge de la ciudad, una destinada a la señora y la otra era para ella. Dada las penurias económicas que atravesaba el matrimonio Vallejo, ni soñando alcanzaba para comprarle una tumba al poeta. En ese momento Georgette dispuso que su marido reposara en el espacio que tenía reservado para sí en aquel cementerio. A partir de entonces, su vida profundizó el giro que había dado en su momento y comenzó a proteger y difundir con uñas y dientes la obra de César Vallejo. Al año siguiente logró reunir y editar Poemas Humanos y España Aparta de mi este cáliz, quizás las máximas piezas literarias del peruano. Lucha a brazo partido contra distintos editores, llegando a abofetearlos por no cumplir con lo pautado hasta entablar juicios por mediocres ediciones no autorizadas. Viaja a Perú en 1951 para acercarse más a ese hombre al que se lo había tragado “uno de esos golpes de la vida tan fuertes”. Llega a Santiago de Chuco para conocer la casa natal de su marido. “Estoy en la casa de Vallejo sin Vallejo” dice con desconsuelo. Se instala en Lima para difundir la obra del poeta donde comienza una lucha contra “la cobarde hampa letrada”, de todos aquellos terraplanistas de la literatura que una vez muerto Vallejo se montaron sobre el poeta con homenajes, prólogos y epílogos pero que, mientras vivía, no fueron capaces de escribir una sola línea: “en su tierra le dieron de palos, lo maltrataron y yo soy obediente a su voluntad”. Logra publicar los textos inéditos del peruano Rusia ante el segundo plan quinquenal en 1965 y El Arte y la revolución en 1973.
Cierta vez, la pareja asistió a un homenaje a la memoria de Charles Baudelaire en el Cementerio de Montparnasse, mientras vagaban por las tumbas de tanto personaje ilustre, el peruano le confesó que es allí donde le gustaría descansar para el resto de la eternidad. Ella nunca olvidó aquel deseo de su marido. Recién en 1970 pudo concretarlo. Después de juntar moneda por moneda de los derechos de autor de la obra de Vallejo, consiguió reunir el dinero para trasladar los restos a una tumba que compró a perpetuidad en Montparnasse. Desgraciadamente ella no pudo asistir por carecer del dinero necesario para su pasaje. Resistió con enorme entereza todos los intentos chauvinistas de particulares y del Estado peruano para repatriar los restos del poeta. “Yo Georgette Philippart me opongo formalmente, bajo cualquier pretexto que sea, a la apertura de mi fosa… donde reposan… los restos de mi esposo, Sr. César Vallejo. Esta tumba me pertenece y nadie puede abrirla en mi ausencia y sin mi autorización”. Él quiso quedarse allí, y allí se quedará. Finalmente, una dura y miserable vejez la alcanzó en Lima junto a una docena de gatos. Los vecinos la llamaban la bruja francesa. Un día inevitable, rodó por la escalera y quedó hemipléjica. Durante tres años sobrevivió en la clínica de la Sociedad Francesa de Beneficencia gracias a las gestiones del embajador. Falleció a comienzos de diciembre de 1984.
Cuando estuve en Paris, entre otros destinos obligado por mis fantasmas, en Montparnasse visité las tumbas de Sartre, Cortázar y la suya. Su poderosa poesía que provoca “una falta sin fondo”, su compromiso humano con la justicia, su fatalismo que se evidencia en aquellas estrofas “Si cae España -digo, es un decir- si cae…”, y aquella historia de amor me invadió por completo. Permanecí inmóvil frente a la lápida donde Georgette mandó escribir: “Tanto he nevado para que duermas”. Y es cierto, ella nevó y se sepultó en nieve. Viuda a los 30 años no existió otro hombre en su vida. Ella fue Vallejo, lo buscó en la muerte y se encontró con él y en él. En aquella tumba, varios lectores dejaron plantas florecidas en lindas macetas, alguien armó con piedritas la palabra “Perú”, también monedas y castañas de los árboles cercanos, aritos, una pulsera de mostacillas y hasta una estampita del Señor de los Milagros. Lo sentía tan próximo, me había acompañado desde mi adolescencia y me permitió refugiarme en sus versos infinidad de veces. Estaba tan presente que fue inevitable que me asaltaran aquellos versos de Trilce: “Qué extraña manera de estarse muerto. Quienquiera diría no lo estáis”. Es lento, pero viene…