VAS a Sevilla
por Gabriel Luna
Pero sin perder la silla… Ir a Sevilla hace 500 años era ir a la maravilla (otra rima asociada con el lugar). Sevilla era la ciudad de los descubrimientos, de los productos exóticos, de los barcos; era la aventura transoceánica, la conquista, los honores, los títulos… y la fortuna. Ir a Sevilla era entonces ir a un Nuevo Mundo. Pero eran pocos los que volvían, y más los que perdían la silla. Para poner un ejemplo: de la famosa y “exitosa” expedición de Magallanes, que partió de Sevilla con 240 hombres y cinco barcos -que exploró el Río de la Plata y pasó el invierno en San Julián-, volvieron tres años después solamente 18 hombres en un barco cargado de especias. El propio Magallanes murió durante esa travesía en Filipinas, peleando contra los nativos que quería someter.
No obstante las numerosas pérdidas de marinos, por luchas, hambrunas, motines, pestes y naufragios, una vez alcanzadas las carísimas especias de Indonesia y el oro y la plata de América, las expediciones se multiplicaron (triunfó la codicia sobre las sillas y las vidas). Y Sevilla se convirtió en una gran metrópoli del Imperio capitalista y católico español. “Quien no ha visto Sevilla no ha visto la maravilla”, decía un refrán de la época. La alta Catedral y su docena de iglesias apuntando al cielo, los mercados con productos de todo el mundo, la Casa de Contratación (donde se guardaban los tesoros traídos de América), las plazas muy concurridas, coloridas de tejidos y sedas, los palacios de los mercaderes y banqueros, las murallas, los soldados en las puertas, los puertos y las naos, los marinos y estibadores, los silos, los astilleros, la Torre del Oro, y el largo Puente de Barcas sobre el río Guadalquivir, que llevaba al barrio de los marineros. Todo era imponente: movimiento y ruido.
Hoy el centro de Sevilla es apacible. El Guadalquivir ya no es tumultuoso, tampoco tiene los numerosos puertos, las estibas, ni lo surcan los barcos transoceánicos. No hay pregoneros, marineros, soldados, carretas y carruajes, caballeros y oficiales dirigiendo movimientos, reyes, banqueros y arzobispos encomendando expediciones, ni tampoco tesoros recién traídos de América. Sevilla ya no es una metrópoli, el núcleo económico de un Imperio, sino un centro turístico, y también un parque temático con enormes palacios, plazas y jardines, creados para la ocasión.
Como es el caso del complejo de la Plaza España, un gigantesco edificio estilo morisco con torres de 70 metros y una enorme plaza con piletas y fuente que lo circunda, mandado a construir por Primo de Rivera para celebrar y consolidar el fascismo a principios del siglo XX. O es el caso de algunos palacios-pabellones construidos en 1992 para la ocasión de la Exposición Universal de Sevilla, que pretendió celebrar o conmemorar (con poco éxito) los 500 años del descubrimiento español de América.
Ir a Sevilla es hoy, para Periódico VAS, separar el parque temático de la Historia y buscar un sentido rioplatense. Es decir: volver de donde venimos. Porque en primera instancia (hablo del siglo XVI), venimos de las tribus nómades querandíes, comechingones, charrúas y guaraníes, venimos del Cuzco, Asunción, Angola, y también de Sevilla.
Buscamos los rastros de ese pasado. Vemos el Real Alcázar, de procedencia árabe, donde la reina Isabel la católica -la que le dio crédito a Colón- parió su segundo hijo, y donde Carlos V en 1526 se casó con su prima para aliarse con Portugal y dividirse el mundo. Vemos los jardines del Alcázar y la plaza llamada Puerta de Jerez, que tiene dos fuentes: una circular con talla personificando a Híspalis, la antigua Sevilla que estaba en poder de los romanos hace más de veinte siglos; y otra cuadrilátera, que tiene la talla de una mujer desnuda tendida sobre una cascada, y que es del siglo veinte, la llamada Fuente de los Poetas. De este lugar se abren cinco calles: el paseo Cristina, hacia el suroeste, que desemboca a los 100 metros en el puente Triana, cruza el Guadalquivir y lleva al antiguo barrio de los marineros; la calle Almirante Lobo, hacia el oeste, que desemboca a los 120 metros en la Torre del Oro, una parte de la muralla construida por los árabes hace diez siglos a orillas del Guadalquivir para defender la ciudad de los castellanos; la calle de San Fernando, hacia el sureste, que desemboca a los 200 metros en el Prado de San Sebastián, a continuación de la Plaza España ya mencionada; la calle San Gregorio, hacia el noreste, que desemboca a los 100 metros en la Plaza y la Casa de Contratación, ubicada en un extremo del Alcázar, donde el arzobispo Fonseca dirigía, controlaba y manipulaba las expediciones de Colón, Ovando, Cortés, Magallanes, Pizarro; y la avenida de la Constitución, hacia el norte, que pasa por el Archivo de Indias y desemboca a los 200 metros en la Catedral gótica, el lugar más imponente de todos, construido sobre una mezquita, con una torre de 100 metros de altura coronada por una veleta que es el ícono de la Ciudad: la Giralda, la talla de una mujer gigante que gira con los vientos pareciendo indicar los descubrimientos, y que enamoró a Cervantes, probablemente, inspirándole sus famosos molinos.
Vemos los rastros de la metrópoli de Sevilla, aquélla que forjó el Nuevo Mundo o, dicho de otra manera, la que influyó fuertemente en la constitución de Buenos Aires, de nuestros pueblos rioplatenses, del Perú, del Caribe, y de toda América. Esta metrópoli, núcleo económico y comercial de un Imperio tan extenso donde no se ponía el sol, sólo tenía alrededor de diez manzanas, veinte a lo sumo: 2 km². Todo estaba ahí: la Catedral y el Alcázar, plasmando el poder de la Iglesia y la monarquía; la Casa de Contratación; los bancos y los mercados; Triana, el barrio de los marineros; y el Guadalquivir con los barcos, sus puertos y los astilleros. Todo estaba ahí (¡en tan poco espacio!) y se proyectaba para conquistar la inmensidad.
Nosotros venimos de esa inmensidad. Vemos las calles árabes estrechas y los comercios minoristas de souvenirs o de ropa cara. Un metrobús silencioso en la Puerta de Jerez. Una bailadora de flamenco en una esquina. Coplas y saetas en otra esquina. Vemos que hay dos Giraldas, una arriba para los vientos, y otra abajo para los turistas. Y que hay bares con mesas al sol. Zona peatonal, calzadas muy limpias, gente amable. Nos sentamos en un bar, justo frente a la Torre de 100 metros coronada por la Giralda de los vientos. A la derecha está el Palacio del Arzobispo, y a la izquierda la Fuente de la Farola. Pedimos una sangría.
Un grupo de penitentes y acólitos pasa junto a la Farola, van con cruces y cirios. Y pensamos en aquellos 18 sobrevivientes de la expedición de Magallanes, los primeros en volver de la inmensidad hace ya 500 años, que bajaron de un barco desvencijado y anduvieron juntos por las calles de Sevilla. Vestían raídas camisas blancas y largas, llevaban cirios, e iban descalzos como los penitentes. Habían recorrido 90.000 kilómetros, visto mares interminables, montañas de hielo, desiertos amarillos, bosques de verde intenso, llanuras como mares, islas de todos los colores. Habían visto pueblos dichosos y desgraciados, pacíficos y hostiles, prósperos y pobres; habían visto hombres semejantes a ellos, pigmeos y gigantes. Y ahora, con sus camisas sueltas, ambulaban por Sevilla como fantasmas, tal vez veían el Alcázar y la Catedral con su Torre como cayéndoseles encima. Y veían las tallas adustas de los santos, los arzobispos y los cardenales, apiñados en la puerta de la Catedral, como reprochándoles algo. Y también los rodeaban los vecinos, amables e interesados, que les preguntaban por las maravillas, por las especias. Todo debió ser muy concentrado y opresivo para ellos.