«Zona de promesas».
El desafío de diferenciar los alcances de la falta
La visibilización de las inequidades y violencias a las que dio lugar el patriarcado habilita, según Florencia Angilletta, ciertas distorsiones que promueven una intersección peligrosa en el terreno semántico entre conceptos próximos -pero no equiparables- como los de daño y delito o legalidad y moralidad, alentando una zona gris que empasta las diferencias y genera desde la banalización de términos como maltrato, violencia o abuso hasta la peligrosa equiparación de los grados de responsabilidad entre quien perpetra un abuso y quien incurre en otras faltas menores.
«La distancia entre daño y delito es muy escurridiza. Distintas épocas van trazando distintos límites entre aquello que constituye un delito y aquello que corresponde al ámbito del daño», advierte la investigadora, quien en «Zona de promesas» recorre los cambios sociohistóricos frente a la noción de violencia y se interroga sagazmente acerca de si la violencia de género revista una especificidad radical o se inserta por el contrario en la trama de violencias de la modernidad.
«No se trata de que el Código Penal se transforme en un manual sentimental: cada generación tiene que seguir inventando sus formas de amar, de hacer política, de ganar dinero y claramente la ley tiene que estar para poder cuidar aquello que antes no se había cuidado. Pero a la vez, las generaciones tienen que tener ciertos bordes que sigan poniendo en estado de interrogación aquello que está dentro de la ley. Ese proceso tensionante entre lo instituyente y lo instituido es ineludible para cualquier generación, porque sin ella todo lo bueno quedaría dentro del Estado», destaca.
Para Angilletta, el daño es aquello frente a lo cual no podría haber forma de protección estatal, mientras que el delito es aquello sobre lo que el Estado sí debe garantizar protección. «Los delitos de acoso, abuso y violación son distintos del daño –incluso del daño «patriarcal»– que, muchas veces, también persiste en los vínculos. Si todo es delito, nada es delito. La circulación de la palabra democrática contiene el principio de inocencia: inocentes hasta que se pruebe lo contrario. Y para demostrar esa culpabilidad es preciso tipificar el delito y su pena», sostiene la ensayista.
-Muchas de las demandas formuladas por los feminismos en los últimos años cifran la reparación del daño en instancias de orden punitivista ¿En qué medida se pueden capitalizar para la agenda feminista los debates a nivel general que se dan desde hace más tiempo en torno a la polarización entre punitivismo y garantismo que ha entrampado las discusiones acerca de la reforma del Código Penal?
– Los feminismos habitan una paradoja: en buena medida vinculados a sus orígenes, a la modernidad, al estado de derecho, a las democracias, incluso al mercado, luchan por conquistas que se enmarcan dentro de estos sistemas, especialmente aquellas vinculadas al ámbito público. Luchan por imaginaciones políticas que no sean necesariamente imaginaciones estatales pero esa paradoja convive justamente con una construcción política que incluye no solo las consideraciones sexogenéricas sino también la de las razas y las condiciones económicas. Y en ese sentido se produce una puesta en cuestión acerca de cómo habitar desde los feminismos el estado de derecho.
Es importante producir una distinción entre lo que es denominado el daño y el delito, configurando el delito como aquello frente a lo cual se produce una interpelación al estado de derecho, porque hay una lengua que es la ley que organiza de una forma gradual, y que incluye la reparación a la víctima y no el castigo al victimario, y una relación entre el delito y la justicia. Ahora bien, no todo lo que acontece dentro del feminismo se agota en esta configuración delictual y por eso surge la necesidad de diferenciar esta cuestión respecto del daño, el daño como aquello frente a lo cual no puede dar respuesta el Estado, pero que puede estar tramado, atravesado o circunscripto por dinámicas que estamos transformando en los modos de vivir juntos. Pero eso queda afuera de la lengua de la ley y en buena medida implica una dimensión irresoluble que es el conflicto de estar vivos y vivas.
Por otro lado, los cruces entre sexualidad y ciudadanía son crujientes porque se lucha como si el Estado pudiese contener todas las demandas feministas, a la vez que se reconfiguran las fronteras de su acción. Los feminismos interpelan al Estado al tiempo que defienden las libertades individuales. Es importante recuperar imaginaciones políticas que pongan en tensión estos dos grandes pilares de la organización política contemporánea -y en buena medida del siglo XX- que son libertad e igualdad, y por otro lado analizar la paradoja de que el feminismo vende y a la vez esta sociedad organizada en sexos y géneros sigue teniendo en la violencia una forma específica sobre la cual el Estado debe actuar. Los feminismos no pueden ser punitivistas pero esa formulación al mismo tiempo no nos pone a salvo del desafío y el irresoluble conflicto de cómo vivir juntos.
-En el libro planteás que el arte es ese territorio donde confluye lo que nos gusta, nos enoja o nos sigue haciendo reír pese al imperativo de la época ¿Cómo convive esta idea con la arrasadora corrección política que llega ahora de la mano de la «cancelación» y pretende convencernos de que una obra es la cabal y literal expresión de la obra de un artista, lo que calificás como «el malentendido del yo»?
– La paradoja es que convivimos con un momento excepcional de los feminismos contemporáneos en el que se da la institucionalización de lo instituyente que nos lleva a nuevos desafíos en lo que tal descripción propone, desde el arte, las nuevas formas de vinculación con la sociedad civil, el mercado o el Estado. Es un proceso que tiene mucho brillo pero que al mismo tiempo implica nuevos desafíos, nuevas preguntas y permanecer en estado de conflicto. Y en ese sentido creo que el arte es el patio de atrás de la democracia donde seguimos elaborando lo que nos gusta, lo que nos enoja, lo que nos conmueve, lo que querríamos querer pero todavía no podemos, lo que está ahí picando como un animal descarriado. Ese lugar último de la democracia hace que no sea una suerte de punitivismo de segunda el que aplica sobre el arte sino que sea realmente complejo y requiera nuestra atención.
Por supuesto que la democracia tiene límites y son los discursos de odio, pero lo que se conoce como cultura de la cancelación se diferencia de grandes debates que se han dado en torno a la circulación de la palabra pública porque tiene características específicas: por un lado la viralización que acontece con las redes sociales de modo tal que muchas veces se termina generando una impensada campaña publicitaria al revés, es decir, se termina conociendo la obra de la o el cancelado justamente a través de esta cultura de la cancelación y no antes. Y por otro lado frente a la típica pica, pelea o debate que la historia de la política y la estética ha transitado durante todo el siglo XX, la cultura de la cancelación propone la aniquilación del otro, su expulsión del ágora, del museo, de las redes.
– ¿Nuevamente estamos ante el problema de la moral cuando traspone la esfera privada y se desparrama sobre la pública?
– Esta idea de que el otro no exista es profundamente antidemocrática y genera que a través de conquistas que nos mancomunan como son la igualdad, la justicia y los universos diversos se empleen métodos absolutamente antidemocráticos, pero además se vuelven sobre algunas cuestiones que se convierten en temas, tropiezos o desafíos de época. Volvemos sobre el problema del yo: a quién representa ese yo y construir, como decía antes, una épica de vivir juntos que de ningún modo se pueda resumir en una moral prescriptiva. Al revés: la zona de promesas justamente promueve, propone o se engolosina con la idea de producir temblor y sólo desde esa zona radiactiva, conflictiva, escurridiza, molesta por momentos pero absolutamente necesaria porque asume sus contradicciones y sus condiciones de enunciación y interpelación, se pueden producir saltos cuánticos.