La Otra Historia de Buenos Aires

 Parte XXI

por Gabriel Luna

Años 1631-1635. Gobernación del Río de la Plata. En la navidad de 1631 llegan dos bajeles con soldadesca y pertrechos al puerto del Buen Ayre. Fondean en el pozo de La Merced; y desembarca, en carreta rústica de pescadores pero con cierta solemnidad, Pedro Esteban Dávila. Lleva en el pecho la cruz de Santiago, una capa manchega a pesar del estío, sombrero de plumas azules, y lo acompañan su hijo Pedro Dávila Enríquez y guardias con espadas y venablos entonando villancicos en el fondo de la carreta. Pedro Esteban Dávila, hijo natural y resentido del tercer marqués de las Navas y quinto conde del Risco, es el nuevo gobernador del Río de la Plata. Cumplirá puntualmente su mandato de seis años y huirá -odiado por la mayoría de la población- rico, más gordo, asustado y sin solemnidades, durante la madrugada de la navidad de 1637 para evitar un controvertido juicio de residencia impulsado por el obispo Aresti.

Pedro Esteban Dávila, que no era noble por ser hijo natural, hizo para ganar prestigio carrera militar en las guerras de Flandes e Italia durante más de veinte años; fue maestre de campo y tuvo después el puesto de castellano en el fuerte Monte Brasil en las islas Azores, de donde fue echado por graves cargos. Estuvo suspendido cuatro años; su carrera parecía acabada cuando el Consejo de Indias lo reintegró enviándolo a uno de los lugares más remotos del Imperio: la aldea Trinidad y puerto del Buen Ayre.

Debido a la invasión holandesa a Pernambuco, el Consejo de Indias había decidido aumentar la protección de Buenos Aires. No sólo por la aldea en sí -que poco representaba- sino por su importancia estratégica: el estuario del Río de la Plata era el paso obligado desde el Atlántico Sur para llegar a la Villa Imperial de Potosí, y Potosí era el mayor sostén económico de España. Debía guardarse bajo siete llaves, decía el Consejo. Y Buenos Aires resultaba ser una de esas llaves. La misión principal de Dávila -elegido por su desempeño en Flandes- consistía en organizar la defensa de la aldea contra los holandeses y reconstruir el Fuerte. Dávila llega con un ingeniero militar, dos alarifes, maderas duras, vino y sal, cadenas y grilletes, artillería profusa, pólvora y municiones; pero, a pesar de haber pedido 200 soldados, sólo consigue una tropa de 75 plazas costeada directamente desde Madrid.

Hasta entonces, la defensa de la aldea se formaba con la soldadesca del Fuerte que servía también de policía y con los vecinos, que a cambio de sus derechos tenían la obligación de presentar armas y recibir instrucción militar. El problema era lo reducida de esta fuerza. Había cada vez menos vecinos. ¿Por qué había menos? La condición de vecino significaba entonces ser propietario y tener morada fija en la aldea. Requisitos difíciles de cumplir: primero, por la exclusión económica y social que generaba el contrabando;[i] y segundo, porque el derecho a la propiedad de la tierra sólo se daba por lazos de sangre con los descendientes de los fundadores o tras prolongada residencia, solvencia, y aprobación del Cabildo. Estos dos factores explican el desolado aspecto de la aldea: apenas un racimo de casas entre los numerosos baldíos y taperas dejados por los que emigraban.[ii] Conclusión. Había pocos vecinos para la defensa. La tropa española venía a suplir ese defecto, pero no alcanzaba. ¿Qué hacer? El Consejo de Indias ya había evaluado y resuelto el problema: el Fuerte se reconstruiría para convertirse -además de fortaleza- en presidio. Las cárceles eran (y aún siguen siéndolo) lugares muy aptos para reclutar soldados en caso de contienda. Y Trinidad y el puerto del Buen Ayre eran muy aptos para llenar las cárceles. Había aventureros, campesinos arruinados, tahúres y proxenetas, marinería ociosa, pendencieros y ladrones, mestizos, criollos de hacer revueltas, advenedizos al paso. La construcción del presidio empezó de inmediato.

En 1632 estalla un conflicto, latente desde hace mucho tiempo. Los indígenas del Gran Chaco atacan las encomiendas de Matará y Guacara, en los alrededores de Concepción del Bermejo, y no dejan sobrevivientes. Las causas del conflicto son la invasión española y el abuso y la crueldad de los encomenderos. La encomienda fue una suerte de sometimiento encubierto por la instrucción religiosa. Era como un pacto feudal. Se consideraba a los indígenas vasallos minores de la Corona y se los entregaba a vecinos principales para enseñarles la “doctrina” religiosa, las costumbres civilizadas españolas y la manera decente de vestir, a cambio de servidumbre. Es decir, de la fuerza de trabajo indígena para mantener las casas, construir, cultivar los campos, cuidar el ganado y sostener la industria del encomendero. La “doctrina” fue en realidad un instrumento fantástico de dominación: no se “encomendaba” al aborigen para enseñarle la “doctrina”, sino que se le enseñaba la “doctrina” para someterlo pacíficamente. Cuando estalla el conflicto en el Chaco, hay 25 encomenderos con más de 1200 indios a cargo en Concepción del Bermejo y alrededores. Varias tribus insumisas -los Tocaques, los Hohomas, los Vilos y los Colastinés- asedian a Concepción.[3] La noticia altera a los porteños. Dávila nombra a Antonio Calderón -que ha viajado con él desde Lisboa- teniente de gobernador y lo pone al frente de una tropa. Son cuarenta soldados bien montados, muy armados de arcabuces, trabucos, picas y alabardas, cascos emplumados, corazas relucientes, botas altas, tambores y estandartes de España. No alcanzan a proteger Concepción. Las tribus insumisas, repuestas hace ya mucho tiempo de la conmoción que ejercía la escenografía guerrera de los primeros conquistadores, acechan en el monte. Degüellan a veintidós y también a Antonio Calderón que muere con un pañuelo en la mano bordado por la hermosa Isabel Navarro, su prometida. Sólo diecisiete soldados maltrechos, desarmados y sin montura, llegan a Concepción por merced de las tribus. Allí se puede respirar el terror. La empalizada con antorchas, gente insomne, dos ollas vacías sobre un brasero en la plaza, padrenuestros y avemarías en la iglesia cubierta de velas, ranchos y telares abandonados, niños apedreando ratas, hombres taciturnos limpiando y cargando armas en el Cabildo. Vencida con tanta presteza, como ha sido, la guarnición de Trinidad, el asalto que nos llega es próximo, dice el alcalde. Tampoco hemos de poder contra ellos si no ha podido ese tercio,[4] dice un regidor. Ya casi no hay charqui,[5] las ratas malograron un pozo de agua, dice otro. Nosotros moriremos pero a las mujeres les tocará peor suerte, dice otro.

Antes del alba, una procesión de pena, silenciosa y oscura, abandona para siempre Concepción del Bermejo. Van todos de a pie, los niños y las mujeres cargando unos pocos bártulos en el centro, los hombres en los flancos de la columna llevando armas, dos sacerdotes, un sagrario y una cruz, adelante. Atraviesan el monte por la ruta hacia Corrientes murmurando oraciones. Son muy vulnerables, sin embargo las tribus los dejan pasar. Podrían haber escarmentado a los encomenderos, romper la cruz, o hacer un exterminio, pero los dejan ir. Sólo quieren que se vayan.

Aldea Trinidad. Las obras del presidio están avanzadas y las cárceles empiezan a llenarse. Las obras de defensa en la costa avanzan. Pedro Esteban Dávila está cumpliendo la misión ordenada por el Consejo de Indias, pero también tiene sus propios intereses. Es un hombre metódico y consecuente, irascible y orgulloso, que resentido por no ser noble practica (tal vez para parecerlo) los peores vicios de la nobleza: la codicia, la gula, el despotismo, y la sexualidad perversa. Lejos de aplacarlo, la suspensión de cuatro años a causa de su mal desempeño en las Azores lo ha vuelto más astuto y obstinado. Ronda la cincuentena, le queda poco tiempo para medrar, se dice. Por eso desde que llega a la aldea va directo a lo suyo. Esteban Dávila entabla amistad con Juan Vergara, Sebastián Orduña, Pedro de Rojas Acevedo, Marcos Sequeyra, y Pedro Sánchez Garzón, todos miembros de la rancia elite porteña dedicada al contrabando de esclavos.[6] Surge entonces un pacto innominado. El gobernador Dávila distribuye cargos públicos y tierras entre todos ellos, y además, provee la seguridad y el orden: la represión y el presidio para sostener la tremenda inequidad social y económica de la aldea. Todo a cambio de la codiciada plata potosina y el secreto de su participación. El tráfico negrero no pasa por Buenos Aires sino por los puertos clandestinos de Sebastián Orduña sobre el río Luján.[7] Los esclavos hacen “invernada” en las estancias de los contrabandistas, y son enviados a Potosí por una ruta alternativa sorteando la aduana de Córdoba. No hay registros, todo ocurre con absoluta impunidad y es un secreto a voces. Nadie se opone a un gobernador tan entusiasta por llenar las cárceles, tan despiadado que ha ordenado la pena de muerte a los cuatreros y cien azotes públicos en el Rollo de la Justicia[8] a la india o esclava que arroje basura en la calle.[9] Dávila reside, mientras duran las obras del Fuerte y Presidio, en la casa de Pedro Sánchez Garzón a quien nombra capitán de infantería del presidio. La casa -ubicada en la actual esquina de Rivadavia y Reconquista, ocupada hoy por el Banco de la Nación Argentina- es de ladrillo y tejas, tiene dos patios, caballeriza al fondo, y está atendida por cinco esclavos. Es uno de los salones más frecuentados por la elite porteña. Allí conoce Dávila a las pupilas del Baño de la Virgen[10] y queda prendado de todas ellas, muy especialmente de Isabel Navarro (la prometida de Antonio Calderón), de la ardiente viuda doña Margarita Carabajal, y de María Guzmán Coronado, una rubia de veintitrés años, caderas amplias, piel nívea, raros pezones color canela y ojos glaucos. A todas folla el gobernador en los saraos privados regados con vino de castilla y entonados con zarabandas que organiza Sánchez Garzón.

La vida de Dávila es un desvarío libertino y despótico compensado por el orden militar. Sus arcas crecen, el Cabildo lo respalda, emplaza cañones desde el Fuerte y Presidio hasta la desembocadura del Riachuelo, la tropa aumenta con los reclusos, tiene una “corte” que lo consiente… La única desazón es Concepción del Bermejo que ha caído, fatalmente, durante su mandato. El rey Felipe IV pone una recompensa a quien la recupere. Dávila se excusa de ir por el peligro holandés y envía en abril de 1633 a Gonzalo Carabajal (hermanastro de doña Margarita) al mando de una expedición. Que no puede llegar debido a las fuertes lluvias y el desborde de los ríos. Meses después organiza una tropa con pertrechos y bien montada, costeada por los vecinos de Trinidad, y pone al frente a su hijo. Pedro Dávila Enríquez no puede (o no quiere) llegar a Concepción. Utiliza los soldados para arrear ganado cimarrón y venderlo a beneficio propio en Santa Fe. En 1635 Dávila inaugura solemnemente el Fuerte y Presidio, que funciona y funcionará más como cárcel que como fortaleza. Mientras tanto, los vecinos de Concepción devenidos en nómades ambulan como pobres parias por los alrededores de Corrientes, sin la protección de esa aldea e incluso con la prohibición de carnear ganado cimarrón.

Concepción del Bermejo producía algodón, lienzos, cera, cáñamo, y ganado vacuno. Era un nodo comercial importante entre Córdoba y Asunción, y entre Córdoba, Asunción, y Corrientes, que permitía el intercambio de productos del Interior con el Litoral. Nada de esto le importa demasiado a Dávila (ni a los siguientes gobernadores). La creación de una fuerte economía regional autónoma basada en una red de ciudades productoras, era el modelo de Hernandarias que destruyeron los contrabandistas. Concepción del Bermejo nunca fue repoblada, la cubrió lentamente el monte y el olvido.[11] Sus ruinas recién serán descubiertas en 1943.

(Continuará…)

BIBLIOGRAFÍA

Diccionario Biográfico de Buenos Aires 1580-1720, Raúl A. Molina.

Ed. Academia Nacional de Historia, 2000.

La Pequeña Aldea, Rodolfo E. González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

La Cortesana de Buenos Aires, José M. Martínez Vivot. Ed. Javier Vergara, 1999.

La Ciudad Indiana, Juan Agustín García. Ed. Universidad Nacional de Quilmes, 2006.

Historia de la Nación Argentina Tomo 3, Torre Revello.

Historia del Chaco, Altamirano-De Prieto-Sbardella. www.chaco.gov.ar


[1] Según ya hemos visto en la Parte XX.

[2] Ver Parte  XX.

[3] De las cuatro aldeas que componen la Gobernación del Río de la Plata (Trinidad, Concepción, Santa Fe, y Corrientes), Concepción del Bermejo es la más importante después de Trinidad. Tiene aproximadamente 85 vecinos y 120 mujeres.

[4] Regimiento de infantería español.

[5] Conserva de carne vacuna salada.

[6] Ver  Parte XIX.

[7] Dávila nombra a Orduña teniente de gobernador en reemplazo del fallecido Antonio Calderón.

[8] Tronco despuntado plantado por Garay en la fundación.

[9] Considerar que estos castigos exceden los fines de reclutamiento.

[10] Ver  Parte XX.

[11] Concepción fue fundada en 1585 por Alonso de Vera y tuvo como primer alcalde al joven Hernandarias.