La Otra Historia de Buenos Aires

PARTE XXX B

La batalla de Colonia do Sacramento

por Gabriel Luna

La Nova Colonia do Santísimo Sacramento casi tiene más palabras en su nombre que casas en su haber. Es una aldea muy pequeña, perdida en la inmensidad del territorio vacío, y sin embargo, está sitiada. Fue fundada el 21 de enero de 1680, y seis meses después un ejército de más de 3000 hombres compuesto en su mayoría por miles de indígenas, cientos de mestizos y criollos, y por algunas decenas de españoles, llegó desde todas partes y le ha puesto sitio a partir del 15 de julio de 1680.
En una de las casas, de madera y piedra -la más compuesta en la precariedad del conjunto-, centrada entre dos baluartes de la empalizada, hay una puerta hecha con un cuero, un ventanuco, una cama con dosel, varias literas, dos braseros, una biblioteca breve en un baúl, y un escritorio taraceado en nácar donde escribe un hombre. Se llama Manuel Lobo, es el gobernador de Río de Janeiro y ha venido de muy lejos. Ha recorrido más de mil leguas navegando cerca de la costa hacia el Sur, ha llegado por el Río de la Plata hasta el frente de Buenos Ayres, que es decir prácticamente hasta el Fin del Mundo, y donde había una península algo inhóspita pero estratégica, a menos de diez leguas de Buenos Ayres, ha fundado una aldea con cuatro baluartes y cuatro casas, usando casi todos los recursos del lugar más los que traía en su flota de nueve barcos y lanchones, y ha despachado a sus barcos, los navíos, los bergantines y las sumacas, en busca de refuerzos, bastimentos y más recursos. Y se ha establecido aquí, en esta aldea inhóspita y peligrosa por la cercanía de Buenos Ayres, con fecha indeterminada de auxilio, para pasar el invierno, que es más frío que el de Río de Janeiro, y no sabe cuánto tiempo más durará. Manuel Lobo no acaba de entenderlo, escribe para guerrear con palabras, escribe para poder entender. Sobre todo ahora que, como era de esperar, está rodeado por un ejército muy superior a las fuerzas propias -porque las cartas guerreras enviadas al gobernador de Buenos Ayres José Garro no le han servido para imponerse-, y porque además, en un gesto que antes consideró audaz y valiente -y ahora le parece demencial- ha despachado a la flota, debilitó su defensa y ya no tiene cómo retirarse. Escribe para entender. Y aunque en su biblioteca breve guarde la orden del príncipe Pedro de ocupar y hacer una plaza de armas en la margen oriental del Río de la Plata, no acaba de entender. Manuel Lobo indica cómo tratar y negociar con los indígenas que los asedian para procurar bastimentos, ordena la disposición de la artillería, el racionamiento. Escribe sus dudas, los temores, sus sueños. Escribe febril, obseso, enojado, suspirando, asombrado, a veces tiembla pese a los braseros. No sabe que en pocos días dejará este lugar para siempre -aunque no morirá-. El ventanuco que ahora ilumina el escritorio, las empalizadas con baluartes, las pocas casas, los cañones montados frente a las puertas, las guardias, los centinelas en los baluartes, todo se convertirá muchos años después, trescientos años después, en una plaza apacible llamada Manuel Lobo, y habrá muchas casas y calles arboladas rodeando esa plaza: habrá una ciudad, con una calle principal, también llamada Manuel Lobo; y otra, llamada calle De los suspiros, como es el humor de algunas de las frases vertidas sobre aquel escritorio taraceado.

Y mientras Manuel Lobo escribía en su plaza, Antonio Vera Mujica al mando de todas las tropas que rodean Colonia do Sacramento interrogaba a un desertor portugués, Pedro Ferreira Cabral, que le cuenta sin ambages -porque de eso depende su libertad y el buen trato- que al fugarse había visto a decenas de indígenas misioneros llevando carne y hasta cuatro caballos para vender o trocar por aguardiente, tabaco, bayetas, cuentas de colores y cuchillos; dice que estaban abiertas las puertas que dan al Este, y que él pudo escapar gracias al revuelo de ese mercado. Vera Mujica entiende que la táctica del asedio no ha sido comprendida por los indígenas, al menos por la tropa del cacique Suarobay, que estaba frente a esas puertas. Mujica tiene la alternativa de volver a explicar en qué consiste el asedio a una plaza y castigar duramente a los indígenas del libre mercado, o cambiar de táctica. Y elige cambiar de táctica, porque ya no es tiempo de academia ni melindres, y porque teme que un castigo duro podría provocar una repulsa de los demás indígenas y finalmente el abandono de las posiciones.
El 21 de julio de 1680, Antonio Vera Mujica envía a Manuel Lobo un ultimátum exigiéndole abandonar el lugar para evitar un baño de sangre. Y Lobo le contesta, escribe en su escritorio taraceado, que ha de obedecer las órdenes de su príncipe Pedro, que no ha venido a fazer guerras sino buen comercio para beneficio de indígenas misioneros, criollos y españoles, que no entiende de hostilidades y violencias entre vecinos, y mucho menos lo entiende ante tanta inmensidad de mares y terras, y ante tanto frío que cala los huesos; pero V. Merced puede fazer la guerra, puede fazer lo que fuera servido, que para todo me ha de hallar prontísimo y para servirle con particular prazer.
El 23 de julio de 1680, Antonio Vera Mujica hace una junta de guerra y explica a caciques y capitanes que la táctica del asedio consiste en cortar a rajatabla los suministros portugueses hasta que el gobernador Garro envíe más piezas de artillería y dé la orden de atacar la plaza. Opinan los caciques y capitanes que, según lo visto en aquel equívoco comercio de carnes y caballos, la plaza tiene sólo trescientos portugueses y resultará fácil de ganar. Sería conveniente entonces, opinan los caciques y capitanes, aprovechar la oportunidad, porque podrían llegar más portugueses, y pedir al Gobernador la orden de ataque para abreviar esta guerra. Ya que tenemos algunos soldados enfermos y habrá muchos más, según continúe el frío y la intemperie. Otra opción, dicen los caciques y capitanes, es retirar el ejército a tres leguas de la plaza sobre las orillas del río San Juan, donde hay buena leña, agua, ganado cimarrón, y dejar aquí dos compañías españolas y dos de indígenas para el asedio.

Vera Mujica envía un informe de la junta al gobernador Garro, y le pide la orden para atacar la plaza. Envía además a siete prisioneros portugueses, a veintitrés indios y cuatro indias del plantel de Lobo y también al desertor Pedro Ferreira, por si hiciera falta ampliar los datos del informe.
Llegado semejante correo a Buenos Ayres, con datos duros, oportunidades, urgencias, e ilustrado con personajes vivos. Garro está prácticamente obligado a iniciar la guerra. Sin embargo, considerando un tratado de paz y la independencia del reino de Portugal, aceptada recientemente por España,1 Garro toma la precaución de convocar a un Consejo.
El 28 de julio se hace la reunión en la amplia Casa del Obispo con la presencia de militares expertos como el sargento mayor Juan Cebrián Velazco y el maestre de campo Francisco Tejada Guzmán, los miembros en pleno del Cabildo, el núcleo eclesiástico de las cuatro órdenes, y otros notables de la Aldea como Juan Gómez Saravia, Luis Bracamonte y Bernardo Rivera Mondragón. La exposición de Garro resulta objetiva y clara: Lobo está aislado, ha enviado su flota en busca de refuerzos y la plaza está débil. No sabemos por cuanto tiempo. Tampoco, como dicen, han venido con intención pacífica. La iniciativa portuguesa es agresiva, porque habiendo tanta costa libre, franca y fértil en el Brasil, nadie monta un fuerte justo frente a Buenos Ayres sin buscar la ventaja de apropiarse de lo ajeno. Este invierno -más frío que lo habitual- enferma las tropas y mengua los ánimos de nuestro ejército, sobre todo el de la tropa indígena, no acostumbrada a las tácticas del asedio ni a pasar largos tiempos lejos de sus territorios. Cebrián Velazco y Tejada Guzmán, los militares expertos, avizoran los refuerzos portugueses y reconocen la oportunidad para imponerse con pocas bajas. Los capitulares reconocen la intención apropiadora portuguesa en menoscabo del comercio propio. El obispo Azcona Imberto y los jesuitas reconocen la debilidad de la tropa indígena por estar, desde el verano, lejos de sus misiones. Y todos acuerdan en el pronto ataque para aprovechar la oportunidad y remediar los males.

El gobernador Garro entrega la orden de ataque al guardiamarina Manuel Ojeda, quien había descubierto patrullando el Río de la Plata hace siete meses a la flota portuguesa en la isla San Gabriel. Ojeda alista la fragata San José, cargan pertrechos, bastimentos, once piezas de artillería, y se prepara para embarcar un refuerzo de cincuenta hombres al mando del alférez Juan Predes, pero se posterga la partida por una tormenta. Recién el 2 de agosto parte la San José, escoltada por una sumaca a cargo del alférez Francisco Elgueta, rumbo a la isla San Gabriel. Y al día siguiente el guardiamarina Ojeda, formal y seguido por la soldadesca de los cincuenta, entrega la orden a Vera Mujica.
En la noche sin luna del 6 de agosto, las tropas de los caciques Curitú, Amandaú y Suarobay se mueven tan silenciosas en los pastizales como si fueran a cazar un ciervo. Y llegan inadvertidas hasta las empalizadas de la plaza, cubriendo las puertas del este y del oeste. A la madrugada son avistadas, flechadas y apedreadas. Los indígenas resisten con adargas, intentan forzar la puerta del este, mientras que Vera Mujica dispone las piezas de artillería frente a la empalizada norte. Cuando los indígenas rompen la puerta este, surge el cañoneo portugués que a corta distancia diezma las primeras filas de atacantes. Empieza así la batalla de Colonia do Sacramento. Es la mañana del 7 de agosto de 1680. Las fuerzas lusitanas son dirigidas por el capitán Manuel Galvao, quien fuera meses atrás a Buenos Ayres como emisario, para presentar al gobernador Garro, al Obispo y al Cabildo las cartas guerreras de Lobo. Tras la masacre del cañoneo y la confusión, los indígenas se dispersan, huyen de la sangre y el ruido, pero es el cacique Suarobay -cuya tropa había comerciado precisamente en esa puerta- quien, espada en mano grita contra los vendedores de bayetas y cuentas de colores, contra los robadores de indios, y organiza las fuerzas, los grupos, toda la tropa, y la conduce otra vez al asalto. Suena la artillería española contra la empalizada norte. Hay una pedrada y flechería en la puerta del este, hasta que los atacantes entran en la plaza. Entonces Galvao ordena una carga de caballería sobre la tropa invasora. Los jinetes comienzan a desbaratar las líneas indígenas cuando llega la infantería santafesina al mando del capitán Juan Aguilera, ingresando por dos brechas en la empalizada norte, abiertas por la artillería de Vera Mujica, que tratan de cerrar los lusitanos. La lucha es encarnizada, de piedras y flechas, de arcabuces y lanzas, de espadas y adargas, de puñales y puños. Manuel Lobo, en estado febril y alucinado, atisba desde su ventanuco cubierto de mantas. Tras los santafesinos llegan una parte de las tropas de Corrientes y de Buenos Ayres, y entre todos consiguen apoderarse del baluarte noreste. A partir de eso, “la infantería portuguesa desampara vilmente sus puestos y comienza a abandonar las armas”, escribe Lobo, condenando a sus hombres desde su retiro. Un indígena jesuita salta por detrás a la cabalgadura de Galvao, le quita el casco y lo degüella en un santiamén.2 Lobo alucinado grita en su ventanuco, cuatro indígenas van por él, también Vera Mujica.

La batalla, muy intensa, ha durado apenas una hora. Apenas un suspiro si se compara con los tiempos de su preparación. Los meses de reclutamiento, de expedición y naufragios del ejército portugués. Los meses que bajaron y se reagruparon las fuerzas misioneras del río Uruguay, que llegó la caballería tucumana, la tropa santafesina. Y los años de maduración y estrategia del proyecto, desde que Salvador Correa Sáa lo impulsó en 1643.3 Y los años de diplomacia e intrigas palaciegas, hasta lograr el apoyo de Inglaterra, también interesada por el dominio del Río de la Plata, y aliada con Portugal mediante la unión de Carlos II y Catalina de Braganza, la hermana del príncipe Pedro.
¡Tanta elucubración y trajín, y todo resuelto en apenas una hora!
Han muerto ciento cincuenta indígenas de las fuerzas misioneras, que han sido literalmente carne de cañón, peones y víctimas del ajedrez de las metrópolis -como sigue pasando con los pobres actuales, víctimas de la acumulación demencial de individuos y corporaciones-. Han muerto cinco españoles, hay once heridos. Y de la tropa portuguesa han muerto ciento veinte; y hay ciento cincuenta prisioneros, la mayoría heridos.
Vera Mujica logró detener a los cuatro indígenas que estaban por degollar a Manuel Lobo mientras éste profería alaridos. Los indígenas se llevaron el escritorio taraceado con la silla y los papeles blancos, las tintas y las plumas, para dibujar animales y plantas. Y Vera Mujica se llevó al enfermo, con su cama pero sin dosel, y se llevó la biblioteca breve, con los rollos escritos, las cartas, y la orden del príncipe Pedro, fechada en 1678, de fundar una ciudadela frente a Buenos Ayres.

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1. Se refiere al Tratado de Lisboa de 1668, un acuerdo de paz firmado entre España y Portugal con la intermediación de Inglaterra donde se puso fin a la Guerra por la Independencia portuguesa de España, iniciada en 1640.
2. Cabe recordar para explicar la saña, la batalla de Mbororé librada entre soldados indígenas jesuitas y los portugueses bandeirantes, que secuestraban indios para esclavizarlos en los ingenios azucareros.
Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Segundo Libro, Parte V, C.
3. Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Segundo Libro, Parte XXIX, A.

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La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)
Parte I
Parte I (continuación)
Parte II
Parte II (continuación)
Parte III
Parte III (continuación)
Parte IV
Parte IV (continuación)
Parte V
Parte V (continuación)
Parte V (continuación)
Parte VI
Parte VI (continuación)
Parte VII
Parte VII (continuación)
Parte VIII
Parte VIII (continuación)
Parte IX
Parte IX (continuación)
Parte X
Parte XI
Parte XII
Parte XIII
Parte XIV
Parte XV
Parte XV (continuación)
Parte XVI
Parte XVII
Parte XVIII
Parte XIX
Parte XX
Parte XX (continuación)

Parte XX (continuación)
Parte XXI
Parte XXI (continuación)
Parte XXII
Parte XXII (continuación)
Parte XXIII
Parte XXIV
Parte XXIV (continuación)
Parte XXIV (continuación)
Parte XXIV (continuación)
Parte XXV
Parte XXVI
Parte XXVI (continuación)
Parte XXVII
Parte XXVIII
Parte XXIX  
Parte XXIX (Continuación)
Parte XXIX (Continuación)
Parte XXX

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