La Otra Historia de Buenos Aires

Segundo Libro: 1636 – 1735

Gabriel Luna retoma en este segundo libro, la increíble, tortuosa y asombrosa historia de Buenos Aires. Vuelve el paisaje de la aldea remota en el confín del Imperio. Vuelven los personajes estrafalarios con vicios de nobleza, los campesinos, las mujeres casi dinásticas, los aventureros, las cortesanas, los contrabandistas, las vírgenes, las procesiones, los fanáticos religiosos, las guerras, los indígenas, las traiciones, los amores, los principios, la ambición, el tráfico esclavo, la agricultura, el ganado, la economía, los sueños, y todo aquello que fue la levadura de esta Ciudad, y de nosotros mismos.

por Gabriel Luna

Parte I

Año 1636. Aldea Trinidad y puerto de Buenos Ayres. El Cabildo es una línea de casas con techos de tejas y paredes encaladas que deslumbran al mediodía. La línea forma el lado oeste de la plaza, en el lado opuesto está el Fuerte y más allá el río, que late como las escamas de un pez inmenso. El Fuerte con sus almenas y terraplenes, y la línea de casas blancas con sus andamios, parecen intentar contener al pez.

Las casas blancas tienen una planta rectangular, piso de ladrillo, con frente a la Plaza Mayor, fondos con árboles frutales y corral cercado de tunas para los animales y los carruajes. Las casas del Cabildo tienen distintos tamaños y funciones. Hay dos posadas para viajeros, la vivienda del escribano, una tienda, una cantina -por todas estas el municipio percibe rentas-, la sala capitular, por supuesto, y una cárcel.

La sala capitular y la cárcel fueron los orígenes del conjunto, se construyeron en tiempos de Hernandarias y veinte años después comenzaron a derrumbarse por su precariedad. Las reconstrucciones, remodelaciones y ampliaciones empezaron en 1632, cuando el gobernador Dávila ordenó las obras en el Fuerte para contener al pez holandés, la flota holandesa que amenazaba invadir la aldea[1]. Las obras en el Fuerte y el Cabildo continuarían, salvo algunas interrupciones, impulsadas por amenazas y conflictos ex-ternos e internos, durante más de doscientos años.

En 1636, la cárcel empieza en la actual esquina de Hipólito Yrigoyen y Bolívar, le sigue la sala capitular -que tiene con la cárcel una pared lateral en común-, y luego siguen sin interrupción las demás casas hasta la actual calle Rivadavia -no estaban entonces la avenida de Mayo ni las diagonales Norte y Sur-.

26 de febrero de 1636. El alférez real Bernardo de León toca por segunda vez la campana de la sala capitular y mira hacia el Fuerte. Hace calor. En la aridez de la Plaza Mayor, un remolino de polvo baila en una esquina de carretas donde se vende pan recién horneado, agua, limones, y pescado. Hay poca gente. El remolino pasa junto a una mujer negra, que lleva dos hogazas en la cabeza, y se aleja de la feria rumbo a la Compañía de los jesuitas donde se disuelve. Al fondo de la plaza, el Fuerte parece un espejismo flotando en el río. Apenas se oyen voces. En la sala capitular, iluminada por una araña veneciana traída de un prostíbulo, esperan Juan Tapia de Vargas, Sebastián Orduña, Marcos Sequeyra, y Pedro Sánchez Garzón, sentados en cojines de terciopelo genovés sobre rústicos escaños de madera hechos en la carpintería de los franciscanos. Hay más capitulares de pie cerca de un ventanuco, y otros en los fondos. No saben si el Gobernador hablará sobre el aumento de las primicias ordenado por el Obispo, o de la nueva expedición para recuperar el Bermejo. Las dos cosas preocupan a los vecinos porque caen sobre sus bolsillos. El tiempo pasa lento, la espera desespera. Bernardo de León está por tocar otra vez la campana cuando nota un cambio.

Hay una mancha sobre el espejismo del Fuerte. La mancha avanza por la plaza, pierde abstracción, cobra formas precisas, aparecen estandartes, una silla de manos con portadores, botas, cascos, brillos, una escolta de infantería. Se aquieta la feria de carretas al paso del cortejo, algunos inclinan la cabeza, corren dos niños descalzos. Y en la entrada del Cabildo, baja de su silla el gobernador Pedro Esteban Dávila. Va vestido de raso, sombrero con plumas, barba candado, zapatos de charol, capa manchega, en el pecho la cruz de Santiago.

Tras el protocolo, Dávila hace mención a la feria, nota la merma de gente y de sustancias, expresa su preocupación por la alimentación de los pobres, y dice: ¿Cómo puede haber falta de pan y desorden en la venta de maíz y de trigo, cuando ha habido una cosecha de trigo superior en más de 1500 fanegas a la del año anterior, y cuando la próxima cosecha de maíz será, por misericordia de Dios, la más grande en muchos años? Es una pregunta retórica, nadie le contesta. Vargas y Orduña intercambian miradas cómplices, como sabiendo por dónde va la cosa. Dávila extiende su capa en un gesto teatral propio de la época y continúa: Puesto que el pan es el principal sustento desta república, propongo remedio a su merma y que este Cabildo, en cuidado de la república y de los pobres della, ponga según su conciencia un precio al trigo para que haya abundancia de pan y se venda a justos y moderados precios.

Habló primero Lorenzo de Lara, que era labrador, para dar una idea de los costes por fanega. Tapia de Vargas planteó reducir los embarques de harina y abastecer el mercado interno. Cada regidor dio su opinión y acordaron fijar el precio de la fanega de trigo en tres pesos[2]. Esto haría que una hogaza de dos libras y media de pan pudiera venderse a un real, valor que todos consideraron muy adecuado y accesible[3].

Firmaron el acta: Pedro Esteban Dávila, Lorenzo de Lara, Juan Tapia de Vargas, Bernardo de León. Salieron conformes de la sala capitular, el Gobernador volvió a su silla de manos y los demás fueron a la cantina, que estaba a la par, a prodigarse una robla[4].

Dávila siguió bajando el precio de los alimentos. El 15 de marzo de 1636 formó Cabildo para fijar el precio de la carne y el pan. Se fijaron: a dos reales y medio el cuarto de novillo, a dos reales el cuarto de ternera, a un real la ubre o la capadura, a medio real la lengua; y la hogaza de pan de dos libras y media, bien amasada, cocida y sazonada, a un real. También se afirmó el precio de la fanega de trigo en tres pesos, cuando votaron los capitulares ausentes en el Cabildo anterior. Y se asignó al capitán Lorenzo de Lara y al general Juan Tapia de Vargas la tarea de hacer cumplir estos precios, dándoles «plena y bastante jurisdicción para ejecutar las penas que pusieren y hacer los autos y diligencias que judicial y extrajudicialmente sean menester». Esta preocupación por los pobres, y por distribuir la riqueza de una buena cosecha, hablaba muy bien de la gestión y la caridad del Gobernador. Sin embargo, la intención del gobernador Dávila no fue tan generosa ni cristiana como parece, sino una maniobra política; como se verá más adelante.

Nótese la relación entre los precios de aquella época. Si se considera que el cuarto de ternera colonial pesaba algo más de 20 kilos, resulta que el precio de 1 kilo de pan equivalía al de 10 kilos de carne. Respecto al poder adquisitivo y a la unidad monetaria, considérese que 1 peso equivalía a 15 reales. Y que el sueldo de un empleado de categoría media, como el de Juan de Castro, portero del Cabildo, era de 30 pesos. Suficiente para comprar 4500 kilos de carne.

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[1] Sucedía la Guerra de Flandes, contienda entre España y Holanda.

[2] La fanega es una unidad de volumen equivalente a 50 litros.

[3] Dos libras y media equivalen aproximadamente a 1 kilo y doscientos gramos.

[4] Convite de pan y vino ofrecido a quienes han hecho un trabajo.

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