La Otra Historia de Buenos Aires

Segundo Libro: 1636 – 1735
PARTE IX (continuación)

por Gabriel Luna

El oro de los jesuitas
24 de julio de 1647. El Cabildo en pleno pide al gobernador Lariz que no viaje, “porque podrían entrar navíos enemigos a infectar esta provincia y, faltando su excelencia, no queda en este puerto quien entienda de milicia”. Lariz confirma el viaje, responde que debe visitar la provincia y dar cuenta al rey de lo que encuentre. Sin demoras, el 2 de agosto de 1647, el gobernador Lariz inicia una curiosa travesía: se embarca en Buenos Ayres para remontar el río Paraná en un buque artillado, lleva al contador Agustín Lavayén, al escribano Gregorio Martínez Campuzano, al ensayador de oro Martín Vera, al especialista en medidas y fiel ejecutor Amador Báez Alpoin, y al indígena baquiano Juan Ventura. Lleva además una tropa bien elegida y pertrechada de cuarenta hombres (cuya falta habría sido muy notada por el Cabildo en el caso de la invasión temida). Y parte detrás del buque un bergantín con provisiones.
Las naves llegan a Santa Fe el 21 de agosto. Allí se unen a la expedición el general Cristóbal Garay -nieto del fundador- y una tropa de veinte hombres. ¿A dónde va tanta tropa? ¿Irá contra los bandeirantes portugueses? ¿Irá a recuperar la aldea Concepción del Bermejo, tomada por las tribus insumisas del Gran Chaco?[1]

Nada de eso. Lariz quería descubrir las legendarias minas de oro explotadas secreta e ilegalmente por los jesuitas. La tropa era para vencer al ejército misionero que, llegado el caso, defendería las minas. [2] Tales conjeturas, la del oro jesuita y la del probable enfrentamiento con el ejército misionero, muestran el endeble equilibrio político colonial. Jacinto Lariz quería transferir el supuesto oro a la Corona, cobrar una tercera parte de comisión, y castigar a los jesuitas por el fraude. Semejante maniobra lo enriquecería, le daría honor y prestigio, y además lo pondría en una posición superior frente a su peor enemigo: el obispo Cristóbal de la Mancha y Velasco. Tantas ventajas podrían haber hecho alucinar a Lariz, contagiarle la fiebre de los conquistadores -como fue la búsqueda del Dorado o la del Cerro de Plata-, y hacerle tomar decisiones fantásticas e imprudentes. Sin embargo, pese a la violencia impulsiva de Lariz -mostrada en la crónica anterior-, [3] esta expedición a las misiones fue planeada con tiempo, datos concretos, y muy razonadamente.
Lariz había cruzado correspondencia con el gobernador del Paraguay, Diego Escobar Osorio, y con el obispo del Paraguay, el franciscano Bernardino Cárdenas, quien mantenía una honda rivalidad con los jesuitas y los acusaba de robar tributos a la Corona. Ambos ratificaron la existencia de las minas, aunque no habían podido llegar hasta ellas porque estaban en regiones impenetrables, decían. Y porque había fortalezas muy artilladas y ocultas en el monte para fulminar a los ajenos, agregaba el obispo Cárdenas. Pero resultaba clara la existencia de oro, decían ambos, por el creciente número de misiones y estancias jesuitas, y por la prosperidad que éstas tenían. [4] De modo que Lariz iba preparado, llevaba cañones, tropa bien elegida, ensayador de oro, especialista en medidas, contador, escribano para documentar el hallazgo. Y hasta había conseguido un baquiano, el indígena Juan Ventura, que aseguraba haber estado en las minas.

El gobernador Jacinto Lariz no muestra sus intenciones. Le da a la expedición un carácter administrativo: hace una suerte de censo indígena para conocer el número de su población, saber si obedecen al rey, saber quienes están en condiciones de pagar tributo, y si son hábiles en el manejo de armas. Visita primero dos reducciones franciscanas, hace los censos, y llega a la aldea de Corrientes el 23 de septiembre de 1647, donde se suman diez soldados más a la travesía.
Lariz llega a la misión jesuítica guaraní de Itapúa el 19 de octubre. Allí sufre el primer traspié porque deserta su baquiano, el indígena Ventura. El gobernador Lariz recorre las misiones de Candelaria, San Ignacio, Corpus, Santa Ana, San Miguel, San José, Santo Tomé… Va haciendo censos, cabildos, pesquisas y exploraciones discretas hasta llegar a la gran misión de Concepción donde lo recibe el padre Francisco Díaz Taño, fundador del ejército jesuita que derrotó a 450 bandeirantes en la batalla de Mbororé. Díaz Taño, un hábil diplomático que había estado en Roma y en la intrigante corte española, para interceder por los guaraníes y armar un ejército, adivina las intenciones del Gobernador y lo invita a abandonar reparos. Lo invita a realizar una investigación abierta y completa en todas las misiones. Algo avergonzado pero satisfecho, Lariz acepta y hace pregonar a los guaraníes que nombrará capitán a quien lo conduzca a las minas de oro, que le dará uniforme y un premio de 200 pesos. Es una recompensa enorme. Difícil de resistir. Hay varios postulantes pero ningún hallazgo. Desengaño del Gobernador. Para completar la investigación, Díaz Taño encuentra al desertor Ventura y se lo entrega a Lariz. Pero Ventura niega la existencia de minas. Asombrado y furioso, Lariz ordena ponerlo en el potro para hacerlo confesar. Resiste el indígena. Y el Gobernador, en vez de matarlo, decide darle 200 azotes en la plaza de armas -uno por cada peso ofrecido de recompensa- a modo de advertencia para los postulantes fantasiosos.

Detrás de la leyenda minera había un malestar, la cuestión contra los jesuitas surgía por la autonomía política y el enorme poder desarrollado. Las misiones eran pueblos disciplinados, místicos, casi independientes de las gobernaciones seglares, con ejército propio, y económicamente autosuficientes. Las misiones crecían como un imperio religioso, fanático, austero, rígido y dominante, pero, sin los vicios de la nobleza española. Y eran verdaderamente prósperas, aunque al margen de la leyenda minera. En realidad, el oro de los jesuitas era el propio indígena. El conflicto de fondo entre gobernadores, curas y encomenderos sucedía por la posesión del indígena, quien daba su fuerza de trabajo, pagaba tributo y servía de soldado; todo, prácticamente a cambio de nada.

En su viaje de vuelta por el río Uruguay, Lariz escribe un informe al rey: “Había 30.544 indios en las reducciones, de los cuales 7.354 estaban en condiciones de pagar tributo y eran hábiles en el manejo de armas”. Sugiere Lariz, que ese tributo podría ser de tres pesos anuales por cabeza, a pagar entre los dieciocho y cincuenta años. Y agrega que “no tenía fundamento la voz que había corrido sobre el mineral de oro en las reducciones”.
Mientras tanto, en Buenos Ayres no sucedía la invasión temida por los capitulares. La única conmoción en el Cabildo fue la demanda airada de Alonso Guerrero contra el portero Pedro García, que desató un escándalo entre vecinos. Alonso Guerrero, un rico mercader andaluz enriquecido con el contrabando de esclavos, pedía que se le embargara el salario al portero del Cabildo. Decía Guerrero, que García le debía cuarenta pesos por ropa que le había vendido para vestir a su mujer, “La Reinita” Rodríguez. [5] Guerrero vivía a metros del Cabildo, en la esquina actual de Rivadavia y Bolívar, haciendo cruz con la Catedral y frente a la Plaza Mayor -considerar que no estaba entonces la avenida Roque Sáenz Peña (Diagonal Norte) ni la avenida de Mayo-. Y ocurrió el escándalo cuando “La Reinita” fue con sus pupilas a la casa de Guerrero para devolver la ropa y protestar contra el mercader. El espectáculo de las señoritas desnudas y el desorden frente a la Catedral parecía perjudicar a García en vez de favorecerlo. Sin embargo, el Cabildo decretó que no podía embargar al Portero porque no se le debía nada.
No hubo mayores incidentes durante la ausencia de Lariz. Bajó el precio del azúcar y el tabaco, crecía el comercio, se abrieron dos pulperías. El 4 de noviembre de 1647, Pedro García pidió permiso al Cabildo para poner pulpería; y se le dio la licencia con la fianza acostumbrada.

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[1]En 1632, los hohomas, los tocaques y los colastinés se rebelaron contra los encomenderos y tomaron Concepción del Bermejo, aldea importante y estratégica de la provincia. Hay una crónica del episodio en “La Otra Historia de Buenos Aires, 1536 – 1635”, Parte XXI.
[2]El ejército misonero, aunque era precario, había vencido a los bandeirantes en la famosa batalla de Mbororé en 1641. Hay una crónica de esta batalla en “La Otra Historia de Buenos Aires. Segundo Libro”, Parte V (C) , Periódico VAS Nº 50.
[3]Ver “La Otra Historia de Buenos Aires. Segundo Libro”, Parte IX, Periódico VAS Nº 57.
[4]Había 27 misiones en la Mesopotamia y 5 estancias importantes en Córdoba en 1647.
[5]Sobre la economía de Pedro García y su mujer, Amalia Rodríguez, ver “La Otra Historia de Buenos Aires. Segundo Libro”, Parte VIII B, Periódico VAS Nº 56.

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La Otra Historia de Buenos Aires. Libro II (1636 – 1737)

Parte I
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Parte II (continuación)
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Parte III (continuación)
Parte IV
Parte IV (continuación)
Parte V
Parte V (continuación)
Parte V (continuación)
Parte VI
Parte VI (continuación)
Parte VII
Parte VII (continuación)
Parte VIII
Parte VIII (continuación)
Parte IX

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